lunes, 28 de febrero de 2022

El ave que cambió su nombre

Eduardo Acevedo Parrales
Tercer Lugar Concurso Cuentos de Patria, (2008).

Eran casi las cinco de la mañana cuando sentí la presencia sutil y precavida de este plumífero encantador. Encantador no sólo por sus colores sino por el canto enternecedor de su melodía.

Soy Carlos, viajero empedernido y trovador de todo el mundo. Me encantan los paisajes, especialmente los de Centroamérica. He recorrido el istmo de sur a norte cautivándome con la belleza exuberante y espesa que aún conservan ciertas selvas vírgenes llenas de serenidad y grandiosa belleza. Soy amante principalmente de las aves, hipnotizado por su variado colorido, especies y cantos. A lo largo de mi recorrido he admirado al quetzal, su verde predominante y su pecho amarillo lo hacen misterioso, su copete rojizo y su cola prolongada que es el símbolo de la realeza y su principal belleza. Es un ave soberbia pero sobre todo glamorosa, tanto, que le fascina posar para las cámaras, por esa cualidad es que logré fotografiarla en varios ángulos y en gran variedad de escenarios naturales.

Me propuse conocer a todas las aves representantes de cada nación y de esta forma fotografié a la guacamaya de Honduras, el torogoz de El Salvador, la lapa de Costa Rica, el quetzal de Guatemala y con esto mi recorrido estaba llegando a su fin cuando me encontraba en Nicaragua, país de grandes contrates, pero de gran belleza natural. Al llegar me indicaron en dónde podría encontrar mi objetivo. Personalmente no la conocía, ni me la imaginaba, ni había visto fotografía, sin embargo su nombre llamó mi atención. Dispuesto a encontrarla me desplacé hasta los humedales del río San Juan, justo sobre la ruta que conduce a la fortaleza del Castillo de la Inmaculada Concepción, en donde aseguraron estaría aguardándome. Estaba lloviendo fuertemente, pero aún así decidido a encontrarla me fui caminando por un sendero algo resbaloso, cuando de repente me deslicé sobre un barranco de considerable altura, sin poderme sostener de ninguna rama, fui cayendo junto con el lodo, golpeándome con cada vuelta que daba en mi accidentado recorrido, hasta que caí a la vera del río, sobre un pedregal y casualmente a las faldas del mismo barranco que fue testigo de mi fatal caída. Estaba lleno de heridas y raspones por todo mi cuerpo, por fortuna con ninguna fractura que pudiese impedirme seguir con mi objetivo de encontrar a aquella ave cuyo nombre se me había olvidado, pues a mí también me resultaba dificultoso el recordarlo sobre todo porque me lo dijeron en náhuatl.

Me dispuse a revisar mi cámara minuciosamente para ver si su lente no se había roto, en esos menesteres me encontraba, cuando de repente volteé para ver hacia mi derecha y observé un hueco; un hueco dentro del barranco. Mi mirada se adentró hacia esa diminuta cueva y con una pequeña linterna que aún conservaba de aquella tremenda caída, le alumbré. Mis ojos no podían creerlo, dentro de aquel agujero se encontraba anidando esa esplendorosa, pequeña y colorida ave, con sus colores tan vivos que hipnotizaban a cualquier espectador. Con la luz de mi linterna logró asustarse y salir de su morada para posar sobre una pequeña rama que yacía a la vera del río. El ave del barranco salió para mostrarme su belleza, sus espléndidos colores y su bella melodía, pero algo que nunca me explicaron los lugareños y que hasta ese momento pude percibir, fue la soberbia de la fisonomía de su cola; dos delicadas pero esplendorosas plumas, terminadas en saetas como en forma de banderitas, siempre conservando los tres colores predominantes a lo largo de su cuerpo. Posó para mi lente como aquellos modelos que desean dar al mundo hasta la última gota de aliento. El ave del barranco posó para mí hasta que la cámara agotó su memoria. En esa ave encontré belleza, soberbia y armonía, pero más aún, encontré la libertad y la nobleza que representa ese pedazo de región centroamericana. Logré terminar el propósito de mi viaje y al regresar a mi país, deseoso de compilar el resultado de mi trabajo decidí conformar un álbum de memorias centroamericanas.

En mi álbum, al desplegar las fotos, siempre tengo que indicar con una leyenda lo que representa cada fotografía. Al pie del ave de Nicaragua cursaba el siguiente texto: “El ave que se guarda en los Barrancos“; esto lo puse en vista de que nunca recordé su nombre original en náhuatl; años más tarde llegaron a declararla como el Guardabarranco, el ave nacional.

Hecatombe

Edgar Escobar Barba

Un antropólogo encuentra un manuscrito, o mejor dicho, lo que queda de él, y sus arrugas del tiempo. Tembloroso, lo empieza a traducir a pesar de que la gente que lo acompaña no presta atención o le da por mofarse de su contenido.

El científico comienza: nadie quiso hablarle a pesar de que lo reconocieron. No pudieron aguantarle la mirada, por más irónica o retadoramente que le pusieron. Guardaron silencio cuando varios lo retaron a golpes o varias le reclamaron de su supuesto abandono. Se burlaron de él, aunque a solas cada uno le dio por llorar salitre o agua de ojo contaminada. Todavía un par le dijo que era una leyenda, un mito, que estaba pasado de moda. Que en realidad nunca tuvo existencia, fue un invento de otro sofista. Le pidieron amor en lo que se drogaban, le pidieron amor en lo que se recostaba Lat con dos hembras y otro hermafrodita. Los más descarados le dieron la espalda e intentaron amordazarlo, no fuese que dijera la verdad y les terminara su gran negocio de utilizar su nombre, vuelto a puro consumo, trastocado en fanatismo: ya no habría pretexto para declarar las guerras fratricidas en su nombre. Nadie quiso pasarle la cuenta, ni siquiera aquellas adolescentes que vociferaban contra él en lo que continuaban sus destrampes para tratar de huir del vacío de sus propias existencias.

Los desenfrenos de toda índole provocaron las enfermedades que se la achacaron por su presencia. Los infieles apedreaban a los no adúlteros mientras lo apuñalaban a él con las lenguas y miradas. En silencio se fue al despuntar la pestaña del horizonte.

Abrazados y contemplativos, una pareja entendió el mensaje y cavaron un gran hoyo en la tierra. Pronto darían fruto nacido del uno, del amor creativo. Fueron la excepción. El restante, siguieron como si no hubiese dejado ningún rastro de su retorno. Lo que más lamentaron es el que no pudieron tomar árboles, pues ya no existían, lo lamentaron por no volver a hacer la t y ahí izarlo para escarnio de los no tan nihilistas. En eso, fue sentir un enorme chispazo. Quedaron más que ciegos o quemados. El mundo quedó hecho trizas, todo el contorno como arrancada la piel. Fue el mismo hombre dijeron, aunque tres moribundos afirmaron que había sido el castigo de Él, por ignorarlo, por no prestarle atención ni ser nuevamente humildes. Chispazo. Medio volver a ver. Desierto. Adornado por estatuas. No fue necesario imitar a la mujer de Lot ni de Lut. Esto aconteció hace un siglo, era attlántidasss, y desesperado el científico grita:

- Ya no caven, deténganse, no entienden lo que he traducido: hoy es el aniversario de aquella hecatombe, y en lo que les cuento esto, y me leen, no nieguen que sentimos su presencia, nuevamente vendrá o enviará a un emisario.

El viento aumenta, aumenta ¿Será un arcángel o nuevamente es él mismo que viene a alertarnos? No sigannnnnnn.....leyéndome, noooooooo..... - ( los demás desaparecieron, burlándose.)

Contemplación

Edgar Escobar Barba

Me siento y fijo la mirada en el espejo oval. Lo veo de tres cuartos, no de frente. Me atrae lo que refleja: un fragmento de paisaje. Una rama de árbol. Frondosa. Verde. De entre ese matorral sale una diminuta flor. Es amarilla. Atrás, un delgado tronco y la rama que figura ser un camaleón. El viento lo mece, supongo. Dos movimientos y la rama se inquieta. Cae un chipichipi. Gotea. Tiembla la hoja. Una gota de ángel apenas perceptible la toca sin lastimarla. Sale una lágrima verde. Sigue firme y la rama camaleón está entre estática o en movimientos leves. La hoja y el matorral siguen siendo verdes. La flor, amarilla. Es el fragmento de un huerto. ¿Será naturaleza? Transmite libertad, belleza etérea y real. Alguien toca la puerta. Me distrae. Me levanto. Golpean los ladrillos. Me llaman. Regreso mi rostro al espejo. Ya no veo más que un vidrio. Voy por mi plato de hojalata. Nuevamente estoy aquí, bien emparedado.

Cómo perdió la voz el danto

Recopilación  Deborah Webster
Cuento Mískito

Un día, un danto caminaba por la orilla de un río y un mono congo lo observaba desde la rama de un árbol.

En esos tiempos, el danto y el mono congo no tenían la voz que tienen en la actualidad. El mono congo sólo sabía silbar, mientras que el danto tenía una voz fuerte.

Actualmente, los que conocen la montaña saben que el danto sólo sabe silbar y que tiene una voz débil; pero en aquellos tiempos, el danto, con su vocerrón, le preguntó al mono congo:

-¿Cómo estás? ¿En qué estás pensando, sentado en esa rama?

-Hasta ahora logro escuchar tu hermosa voz -dijo el mono congo silbando.

-Si mi voz te parece hermosa, entonces te daré un poco de ella si tú me das una parte de la tuya -le contestó el danto.

-Me parece bien, cambiemos de voz le dijo el mono congo. Los dos intercambiaron entonces la voz. Y el mono congo, ya con la voz del danto, le dijo:

-Tu voz me parece muy linda.

Después de decir esto subió al árbol, mientras el danto, enojado, dijo desde el suelo:

-¡Bájate y devuélveme mi voz!

Pero lo dijo silbando. Entonces, el mono congo, riéndose, respondió:

-No entiendo lo que dices, solamente te escucho un silbido.

Desde entonces, el mono congo no baja de los árboles, por temor al danto. Cuando tiene sed, sólo grita desde arriba. Además, deja caer su mierda a la orilla de las quebradas para provocar la cólera del danto.

El primer "copy rigth"

Daniel Pulido

Eran los días de la creación de todo lo existente, gran algarabía y confusión había en las factorías del reino celestial, se laboraba intensamente. Uno de los fabricantes de pájaros, agotado y medio dormido, incurrió en un error de diseño al colocarle a una criatura las alas cerca del estómago, le endilgó un extraño respiradero fuera de la cabeza, olvidó hacerle cuello, ponerle plumas y patas. “¡Mira lo que has hecho!”, le gritó uno de sus compañeros a ver el adefesio.

Como había orden de no matar a nadie, el obrero avergonzado y temeroso acudió donde el jefe para preguntarle qué podían hacer con esta ave, la cual no lograba levantar vuelo ni a una cuarta del suelo y, además, tenía tantas dificultades para respirar. Enojado Dios lo reprendió diciéndole:

“Serás por siempre el culpable de haber creado la primera criatura a la cual debemos eliminar”. El obrero se echó a llorar inconsolablemente durante largo tiempo, vertió tantas lágrimas que pronto formó un gran depósito de ellas. Allí decidió dejar a la criatura moribunda. Para su sorpresa ésta recuperó fuerzas y comenzó a saltar, a desplazarse ágilmente, moviendo sus alas con elegancia volaba sumergida entre el depósito líquido. Fue así como se dio inicio a la invención de los seres acuáticos.

Marcados

 Daniel Pulido

Perfectamente los bebés podrían salir del vientre materno antes de los nueve meses, si no fuera porque el tiempo necesita trabajar arduamente, dibujándoles con minuciosidad las huellas digitales antes de nacer.

Novedades del consumo

Daniel Pulido

Estaba lleno el supermercado. Los clientes expresaban su complacencia con los avances tecnológicos y los altos niveles de eficiencia ofrecidos por el nuevo negocio. Eran justamente como lo anunciaba la publicidad difundida por la ciudad.

La más visitada era la sección de carnes, pues la novedad implementada hacía posible que cada cliente escogiera alguna pieza de los animales vivos allí exhibidos. Una vez vendidas todas las partes, los empleados procedían a matar y despellejar al animal en presencia de sus compradores; lo descuartizaban, repartían piernas, caderas, cabeza, lengua, lomo, hígado, corazón, riñones. Todo verdaderamente fresco.

Por supuesto, en algunas ocasiones, algunas familias preferían comprar una mujer o un hombre completo y comérselo vivo entre todos. Quienes más se caracterizaban por ese hábito social tan peculiar eran: cocodrilos, leones, tigres y por supuesto los siempre sonrientes tiburones.

El reloj

 Claribel Alegría

¿Qué le pasará a Francisco?, se preguntaba Laura nerviosa mientras daba vueltas por el corredor.  Mi cita es a las tres y  son ya pasaditas.
–Bue-nas, bue-nas- cantó alguien desde la puerta.
Laura se asomó.
–¿No me compra un reloj?- preguntó un señor ya entrado en años.
–No, por favor es lo que menos necesito- dijo Laura malhumorada.
–Se lo doy bien barato- dijo el señor, alargándole un reloj pulsera.
Laura  lo examinó.  Era bonito, de marca japonesa, bien podría servirle a una de sus nietas.
–¿Cuánto?- preguntó.
–Veinte córdobas.
–Pero, ¿por qué tan barato?- dijo Laura.– No es justo.
–Está parado y a mí ya no me interesa el tiempo.

Juro que él no es él

Chrisnel Sánchez Argüello

Nadie lo sabe, pero yo dejé de existir hace mucho tiempo. Sí, me refiero a mi muerte, a ese secreto que mantengo guardado hace ya muchos años. Mi realidad es irreal, yo no vivo, alguien vive por mí. Cuando dejé de existir, pude observarme a mi mismo desde allá, desde afuera. Es paradójico verse a sí mismo desde afuera. Es paradójico estar y no estar.

Mi muerte.

Recuerdo que ese día estaba soleado. Sí, el día en que morí tenía 19 años y estábamos en el mes de septiembre del año 76. El resplandor mañanero del sol me levantó más temprano de lo normal, así que tuve tiempo suficiente para alistarme. Salí de la casa sin hacer ruido para que mis papás no se despertaran. Cogí el vehículo parqueado al lado del carro de papá y me fui a la universidad. Era una camioneta blanca modelo 50, con los cambios al lado del volante y la carrocería destartalada.

Ese día transcurrió como cualquier otro; las clases estuvieron aburridas, lo cual, al fin y al cabo, hacía parte de la normalidad. El día soleado de la mañana se había desvanecido y en su lugar, un fuerte aguacero caía. Se me hizo un poco extraño que lloviera en esta temporada, ya que estábamos en verano. Conduje la camioneta fuera del estacionamiento universitario, tomé la avenida sur en dirección a mi casa y prendí la radio. Todavía era de día, pero la visibilidad se veía reducida por el estruendoso aguacero.

Furgón, velocidad, frenos, golpe. En cuestión de segundos, todo se convirtió en un terrible caos, mi camioneta se estrelló contra un furgón que al parecer venía en contravía; mis frenos sobre el asfalto mojado no habían respondido. Mi cuerpo lleno de sangre yacía en el piso y no sé en qué momento mi espíritu se desprendió de mi cuerpo. Mis ojos no dejaban de verme ahí, inmóvil, sin un aliento de vida. La ambulancia llegó y con esta los paramédicos que inútilmente trataban de revivirme.

Cuando llegué al hospital tenía arritmia cardiaca, síntoma contra el cual los doctores no pudieron hacer nada: mi corazón dejó de latir. Pensé que este era el fin de mi existencia hasta que vi a los doctores resucitándome, cosa que lograron, pero yo seguía afuera. Podía ver mi cuerpo vivo, en la sala de cirugías, pero no era yo quien estaba ahí. Los doctores resucitaron el cuerpo, pero no a mí, todo esto era un fatal error de la naturaleza. En la sala de cuidados intensivos el cuerpo se siguió recuperando hasta que dos meses después lo dieron de alta.

Él se comportaba como yo, se vestía y caminaba como yo, con la diferencia de que él sí tenía cuerpo y yo no. Tuve que acostumbrarme a deambular por el mundo como alma en pena, observando a ese impostor que usurpó mi cuerpo. Han pasado 25 años y yo aún no pierdo la esperanza de que la naturaleza enmiende el error que cometió. Él no es él, juro que no.

La coleccionista

 Chrisnel Sánchez Argüello

En el edificio le decían la rara. Nadie lograba acercársele lo suficiente como para conocerla porque la consideraban extraña, algo así como misteriosa, un ser indescifrable. Yo había sido su vecina durante más de un año, y en todo ese tiempo nunca me dirigió la palabra.
 
Su rutina consistía en permanecer todo el día en su apartamento, contiguo al mío y ubicado en la Candelaria, en pleno centro de Bogotá. A eso de las nueve de la noche salía con un gran bolso a algún lugar desconocido en la Zona Rosa. Digo que se dirigía a esta zona porque varias veces me la encontré en el paradero esperando el mismo bus ejecutivo que yo debía tomar. En una ocasión pude ver que ella se bajó en un bar de la 82.
 
La rara era una mujer solitaria. No vivía con nadie y nunca vi a alguna persona que la llegara a visitar. En el edificio nadie la conocía, y menos a su apartamento. Aparentaba unos 46 años y su cuerpo era fornido, muy atlético. Su expresión era muy seria y centrada, como de una mujer que había vivido y sufrido mucho. Sus ojos eran impactantes, de un color que no lo había visto nunca antes en mi vida. Eran como rojizos, relucientes y muy cautivadores. Yo nunca la veía directamente a los ojos porque me producía miedo, más bien pánico.
 
Fue aquel 25 de septiembre de 1990 en que yo, una joven de 26 años, hablé por primera vez con la rara. Eran como las diez de la mañana cuando ella tocó a mi puerta. Al verla quedé estupefacta, sin siquiera mencionar palabra. Ella me pidió entrar y yo acepté. De repente empezó a relatarme su vida sin introducción ni nada, como queriendo desahogarse conmigo. Me habló de la muerte de sus padres en un incendio cuando apenas tenía 12 años, y de su abuela, quien luego de esa tragedia se hizo cargo de ella. Al parecer esta señora la maltrataba, por lo que la rara un día huyó de casa, se consiguió un trabajo y nunca más volvió a ver a su abuela despiadada.
 
A medida que iba hablando sus lágrimas iban brotando y mi corazón, latiendo cada vez más fuerte, se iba poco a poco sensibilizando. Al cabo de un rato de estarla escuchando, me pidió que la acompañara a su apartamento a ver las fotos de sus padres. Me dijo que para que yo la conociera verdaderamente y llegara a ser la amiga que tanto necesitaba, debía conocer también a sus padres. Todavía impactada por la historia que me acababa de relatar, y con el firme deseo de ayudarla, accedí consternada.
 
Al entrar a ese apartamento un frío intenso cubrió todo mi cuerpo. Se sentía un ambiente extraño, como ese que se siente en los velorios. El lugar estaba lleno de máscaras por todos lados.
 
Aparentemente no había un solo espacio libre de máscaras en las paredes, las mesas y todo, absolutamente todo estaba rodeado por ellas. Todas tenían la misma forma y lo único que variaba eran las expresiones, los gestos, las caras. Eran en su mayoría expresiones de tristeza y de angustia.
 
De tantas y tan variadas, las máscaras no solo constituían un elemento decorativo, sino que significaban algo más, pensé. Al observarlas, sentía como si ellas también me miraran y penetraran en lo más profundo de mi alma. Era una sensación extraña que me inquietaba.
 
Cuando llegamos a su cuarto dos máscaras resaltaban en medio de las demás debido a su tamaño.
 
— Son mis padres -me dijo señalándolos.
 
— Creí que los tenías en foto -le contesté.
 
-— No. Lastimosamente no poseo esa habilidad.
 
Esa última frase me dejó desconcertada. Le pregunté a qué se refería, pero cuando la traté de cuestionar, me quedó viendo con esos ojos horribles, con esa mirada que durante tanto tiempo había evitado. Inmediatamente sentí que mis ojos, al igual que mi boca y mi garganta, se endurecían. Todo mi ser se estremecía, y repentinamente mis extremidades empezaron a reducirse. El dolor era intenso, pero no podía gritar, ni tan siquiera llorar. Sentía que todo mi cuerpo estaba disminuyendo de tamaño, y poco a poco se iba transformando en una terrible máscara.
 
Apenas se hubo consumado la transformación, la rara me tomó y me puso en un lugar que no había visto al entrar, pero que todavía le quedaba un espacio vacío. Yo seguía consciente, pero sin poder hablar. Estando dentro de la máscara, pude observar al resto de seres humanos que habían quedado atrapados. Sus miradas seguían tristes, pero a diferencia de antes, ahora las veía más humanas.
 
Nunca más salí de aquel apartamento. Sin embargo, algo raro sucede cada vez que hay eclipse de sol, día en que algunas de las partes de nuestro cuerpo se materializan, no aun así nuestras piernas. Nos convertimos en monstruos ambulantes, deformes y espantosos, que no podemos pedir auxilio por nuestra horrenda condición y porque somos incapaces de movilizarnos. Decidí escribir mi historia y tirarla por una rendija con la esperanza que usted, anhelado lector, venga y trate de librarme de este maldito sortilegio.

¿Puede alguien decirme qué está pasando?

Chrisnel Sánchez.

Ahorita mismo estoy sentada en la sala de lectura de la biblioteca de una universidad. Tengo a mi lado a Víctor Hugo, quien me está dando consejos sobre la nobleza y el buen actuar... ¡Qué miserable me siento cada vez que lo leo...! Hace tan solo unos segundos me encontraba absorta en la lectura, cuando alcé la cabeza y mis ojos se postraron en los cuerpos desnudos que conmigo, comparten esta sala. Sí, dije desnudos porque no sé dónde dejaron su ropa, no la traen consigo. Delante de mí está un hombre moreno, de estatura baja y de nalgas irrisorias. Diagonal a mi mesa está una muchacha delgada, que lleva puesta una falda escocesa, una camisa vino tinto y el pelo recogido. Sus nalgas son tan pequeñas, que parece que en realidad no tuviera. Se acaba de sentar en la mesa de mi lado un joven apuesto, de tez blanca y de cuerpo delgado. Sus pechos los tiene cubiertos de pelo en abundancia, de color café oscuro, casi del mismo color que el pelo de sus genitales. Se entretiene con una hoja llena de números y otra hoja en blanco.

Está tan encorvado que parece más pequeño de lo que es. Al igual que él, todos los lectores que están en esta sala parecen muy concentrados. Me pregunto si realmente lo estarán o su vista sobre los libros es una simple excusa para pensar en otra cosa. A ninguno parece importarle estar desnudo porque actúan de manera muy normal. Inclusive ahora estoy viendo al moreno que hace tan solo unos minutos estaba sentado enfrente de mí, porque se acaba de levantar de su silla a platicar con otros hombres. Su pene me ha decepcionado, pero no importa, tengo donde escoger.

Lo que no sé es porqué yo sí tengo conciencia que estoy desnuda. No me da mucha pena porque veo que todos lo están, pero sí me siento muy extraña; no suelo venir a las bibliotecas sin ropa. No sé si levantarme o quedarme aquí, leyendo como si nada estuviera pasando. A decir verdad, la primera opción me gusta más, porque no creo poder concentrarme en la lectura sabiendo que estoy desnuda. Además, ya siento frío por el aire acondicionado. Sí, me voy a levantar y voy a salir de la biblioteca, porque siento mis huesos helándose. Me levanto y camino en línea recta. Bajo las escaleras y el panorama sigue igual: todos desnudos. Siento pena,- mucha pena, sobre todo por el maldito complejo de mis senos pequeños. Ya estoy en la puerta de la biblioteca, es de madera, así que no puedo adivinar cómo es la situación allá afuera. Abro la puerta y me llevo una nefasta sorpresa: todos están vestidos y ahorita mismo me están mirando desconcertados. Yo lo estoy aún más. Mi primera reacción es correr para escapar de las miradas morbosas y amenazantes. Corro, corro y corro sudando en cantidades, pero no me quiero detener hasta llegar a un lugar seguro donde las miradas no me acechen.

Por fin, llego a algo que parece un hospital. No sé por qué, pero me es familiar. Me siento, pienso, recuerdo a Víctor Hugo y sus enseñanzas sobre la nobleza hasta que finalmente me quedo dormida. Cuando despierto me encuentro en una cama. Me incorporo y llamo a gritos a una enfermera. No llega la enfermera, sino un doctor. Me saluda y me llama por mi nombre. Me da la bienvenida, diciéndome que le da gusto que haya vuelto a este magnífico hospital, el Hospital Psiquiátrico del Norte... ¿Alguien me puede decir que está pasando?

¿Cómo Anancy atrapó a Culebra?

Carol Britton

Una vez Anancy apostó con sus amigos que podía atrapar a Culebra. Todos se rieron y nadie creyó que Anancy podría ganar, pues Culebra no se deja engañar de nadie. El propio Anancy abrigaba dudas, y se preguntaba cómo haría para acercarse a alguien tan desconfiado como Culebra. Sin embargo, como siempre Anancy tenía confianza en sí mismo, sabía que se le ocurriría un buen truco para ganar su apuesta.

Un día salió hacia el bosque, a visitar a Culebra; en el camino se detuvo y cortó una larga caña de bambú. Cuando llegó a la orilla del río, allí estaba enrollado Culebra, disfrutando del sol matutino. Anancy sonrió y lentamente se acerca y le dice:

—¡Buenos días Hermano Culebra!

—¡Buenos días Hermano Anancy!, ¿qué te trae por acá, será uno de tus trucos? Mejor quédate alejado de mí, no confío mucho en tí.

Anancy replicó: —¡Vamos hombre! Nadie sería tan tonto como para tratar de engañarte. Todos sabemos que eres el más inteligente acá, para lo que vine, es para probarle al mundo que además eres el animal más largo del bosque.

Culebra contestó con tono de orgullo:

—¡Claro que lo soy!. y comenzó a estirarse.

Anancy sintió confianza, de manera que se sentó sobre una roca y colocó su vara de bambú en el suelo, al paso que decía: —¡Bien! ¿Cómo vamos a probarlo?

Culebra le contestó:

—Puedes medirme con ese palo largo que pusiste en el suelo.

—Está bien Culebra— dijo Anancy— te voy a medir, pero tienes que acercarte más.

Culebra se arrastró hasta estar junto a la vara y se estiró; en ese instante se movió un poco por lo que Anancy sugirió:

—Ahora bien Culebra, tienes que quedarte quieto para que podamos probar este asunto.

Culebra consintió: —Amarra mi cola en tu vara, Hermano Anancy.

Eso era exactamente lo que quería Anancy, así es que amarró la cola de Culebra contra el bambú, pero Culebra se movió otra vez, por lo que Anancy le amarró también el vientre. Luego le dijo a Culebra:

—Date un último estirón. Culebra se estiró con tanta fuerza que le crujió la columna, —cr, cr, cr,. Anancy puso el mecate alrededor de la cabeza de Culebra y la amarró contra la vara.

Entonces para no despertar sospechas le dijo:

—¡Eres en realidad el animal más largo del bosque!

Seguidamente cargó la vara sobre su hombro y emprendió marcha hacia el pueblo. Cuando Culebra se percató de lo que estaba sucediendo, ya era demasiado tarde.

De manera que Anancy en verdad atrapó a Culebra y ganó su apuesta.

Amar hasta fracasar

Hay escritos curiosos que se han hecho con el lenguaje. Versos que se pueden leer al revés y al derecho, guardando siempre el mismo sentido,...