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sábado, 26 de febrero de 2022

Las gallinas de la difunta

 Adolfo Calero Orozco

Como tirado a la buena de Dios, a media cuestecita, quedaba el rancho de los Garmendia. Si se subía un poco por detrás, podía contemplarse un extenso valle, todo verde y apenas arbolado, que se dilataba hasta el pie de la cordillera; si se bajaba unos pasos por delante, lueguito estaba uno sobre el riachuelo, que venía de muy lejos serpenteando entre la verdura chontaleña que por las tardes es casi azul. Sobre el nivel de la planicie se alcanzaba a ver la cresta de una robusta arboleda densa y verdeoscura, que seguía la line ondulada del curso del río, aunque sin lograr destacarse toda entera sobre el horizonte, como que fincaba sus raíces en la negra tierra de la hondonada.

Ahí mismo, junto al chagüite que se nutría en la humedad del bajo, había estado por años y años el viejo rancho, miserable y aislado. En la comarca seguía llamándolo de los Garmendia, por más que solo un Garmendia quedaba, que era Secundino. El más viejo, primitivo había acabado matoneado una noche que volvía de la fiestas de San Blas y José Juan, el otro Garmendia, se fue una vez para la guerra, reclutado, y nunca volvió. Había habido también dos mujeres, pero de ellas “sepa el Diablo”, como decía Secundino, ambas buscaron hombres apenas alcanzada la pubertad y se fueron de la comarca, donde unos creían que estaban sirviendo en Granada y otros que se había hecho malas en Managua.

A Secundino le tocó, pues, enterrar a la vieja el día que le llego su sábado a la pobre.

Fue un viernes, al filo de medio día, que la señora se estiro de veras después de una enfermedad de 15 días. Don Marcial el curandero que la estuvo viendo, dijo “que había sido el hígado”; toda la gente que llegó a la novedad de la agonía y del final repetía “que había sido del hígado”.

Apenas volvía a entrar al rancho Secundino, que había salido a dejar en el sol el cuero de res, que sirviera de último lecho a su progenitora, cuando se le acercó don Marcial y ambos estuvieron hablando en voz baja por unos momentos estaban arreglando las cuentas de la asistencia, eso podía colegirse, porque Secundino se llevaba las manos a los bolsillos y luego se encogía de hombros, con la cabeza ladeada. Los presentes callaban siguiendo atentamente con la vista los gestos que acompañaban al diálogo. Secundino le estaba diciendo al curandero que no tenía ni un centavo para pagarle, pero finalmente llegaron a un arreglo: Don Marcial se cobraría quedándose con las gallinas de la difunta, volvería al anochecer para cogerlas de los palos, mientras los animales durmieran. Y así se despidieron, satisfecho él y Secundino conforme.

Las dos o tres comadres que se habían encargado de los detalles domésticos en el rancho, con motivo de la muerte, contaron a los presentes, que eran todavía pocos, y tras un viaje al chagüite, y una recogida de huevos (que esos no entraban en el trato con Don Marcial) le dieron un “ bocado” a todos, que estaban “pasados” pues ya eran casi las tres. Después del “puntalito” algunos se marcharon a invitar gente para la vela y buscar entre los conocidos, macanas, palas y una guitarra. En cuanto al aguardiente, Secundino mismo tendría que arreglárselas de algún modo para proveerlo, pues era de rigor que a él le tocara.

A medida que la tarde caía iban llegando donde los Garmendia otros vecinos y amigos, unos a caballos, los más a pie. Volvieron los de la macana y empezaron a cavar las 7 cuartas de ley en un planito inmediato; volvió el de la guitarra y muy discretamente la dejo colgando de un gancho del lado de afuera del envarillado, sin templarla siquiera con toda la aprobación de los circunstantes que estaban acordes en que “era muy temprano para darle comienzo ya”.

Cuando Secundino vio que la concurrencia se nutria y que ya podían ser mas de las cuatro, le pidió a una vecina “que le viera un ratito el cuerpo” y en la compañía de los buenos amigos salió a caballo. Sus alforjas de mecates iban vacías.

No fue larga la ausencia del doliente ya cuando volvió, los tapones de olotes de las botellas litreras asomaban de las alforjas, a ambos lados de la albarda moviéndose al compás del paso de la bestia -“como que ya viene el blanquito”-“Como que ya viene”.

Era mucho pedir que se esperara hasta la noche para empezar con las botellas. Por una parte los excavadores estaban sudando a mares y expuestos a resfriarse, por otra la gente podía pensar que la dilación obedeciera a tacañería del doliente, y así lo mejor era descabezar el primer litro.

El campesino gusta de darle cierta formalidad a la toma de su primera copa del día: alza el cristal hasta la altura de sus ojos, contempla el cordoncillo de burbujas que se forma contra el vidrio, carraspea, escupe, se pasa por los labios –como si se los limpiara- la manga de la camisa que lleva puesta, o el brazo mismo desnudo, y luego dice: “salú” a los que esperan su turno… Uno de estos le cambia por jocote la copa vacía. Con los tragos siguientes la ceremonia es harto más breve.

A medida que el nivel del aguardiente bajaba en las botellas el de la animación subía en los circunstantes; aún entre los muy contados que todavía no habían empezado; aún entre las mujeres.

Junto a una de las entradas del rancho, las comadres que habían arreglado el “puntalito” estaban discutiendo cómo se las arreglarían para dar a la gente algo de comer “a la hora llegada”. En la casa no había otra cosa más que gallinas y los plátanos, y con las gallinas no había que contar, porque era la paga de don Marcial; en cuanto Secundino, ya lo había dicho “que como tener reales no tenía ni medio”. Había vecinas que seguramente contribuirían con café negro, con frijoles, con huevos… Ah, pero que fácil sería todo si se pudiera disponer de las gallinas.

El problema parecía sin solución inmediata cuando llegó al rancho la señora Paya, tan “curiosa” y tan autorizada como don Marcial en eso de asistir enfermos y de verlos sanar o verlos morir, según lo quisiera Dios. De una vez pasó ella al lado del cadáver, que descansaba sobre un tapesco; le quitó de la cara el trapo que se la cubría y se puso a contemplarlo con mucha atención, en silencio. Una de la mujeres que se había ido a situar cerca de ella, impaciente ya de no oír a doña Paya su sesuda opinión o decir una palabra por lo menos, se atrevió a insinuar: “fue el hígado…” la curandera la oyó sin darse por avisada, y todavía guardó silencio unos instantes más, en seguida alzó a ver a la que dijo “fue el hígado”, y cabeceando su parecer negativo, declaró con un aplomo que no dejaba campo para la duda: -“fue el bazo”.

Los que alcanzaron a oírla se miraron unos a otros con sorpresa y sin mas pasaron las voz al resto de veladores:

“Doña Paya dice que fue el bazo”. “Fue el bazo”. Pronto le llegó la nueva a Secundino.

-“Ya viste? No fue el hígado. Doña Paya dice que fue el bazo”.

-“Que sabe don Marcial!”

-“Las gallinas era lo que él quería”.

-“Mejor hubieras llamado a doña Paya, no que fuiste trayendo a don Marcial…”

Muy bien, pero si había sido el hígado o el bazo la botella seguía circulando y la copita única acompañándola en la órbita que describía como el lucero haragán sigue a la Luna. Ya el de la guitarra había empezado a ponerla con un rasgue timorato primero, mas subido después y un apretar y aflojar de clavijas. La Zoila Rosa segura de que algo le tocaría cantar a ella dada la fama de voz, estaba calladita, pensando cual debía de ser su primera tonada de la noche; Marco Antonio, el mejor zapateador en dos leguas a la redonda había observado el piso del patio que le pareció más duro y más parejo por detrás de la casa que por el frente y las comadres de la comida seguían preocupadas con aquello de que no habría gallinas disponibles para dar de cenar a los veladores.

Ah, pero los tragos aguzan el ingenio y con el ardorcito del último quemón todavía jugándolo en el cielo de la boca el viejo Simón en voz bien alta se dirigió a un grupo que le quedaba cerca:

-Yo digo que si fue el bazo, Secundino no tiene porqué deberle nada a don Marcial que le dio a la difunta cochinadas contra el hígado.

Aquella sabía observación cayó como una luz en las tinieblas para las comadres de la comida, una de las cuales inmediatamente argulló:

-Pues claro! Y si no fue el hígado más bien debía de tener vergüenza y no andar cobrando gallinas. Las gallinas son de la difunta y nosotras podemos retorcerlas para su vela.

Nunca su gestión alguna fue más unánimemente aprobada y acogida. Todo mundo estuvo de acuerdo, primero: en que “había sido el bazo” y no el hígado; segundo: en que don Marcial no tenía derecho a ningún cobro por haber estado dándole a la difunta cochinadas contra el hígado, y tercero... bueno, las pobres gallinas no tuvieron tiempo para saber si fue antes o después de cogerlas que ya le estaban retorciendo el pescuezo, porque todas fueron ejecutadas en cuestión de segundos y mas bien faltaron animales para tanta mano exterminadora.

***
Una sonrisa de triunfo iluminaba los rostros de las comadres mientras se aplicaban con singular diligencia a la preparación de las gallinas de la difunta entre chismes y bromas.

-Niñá, aunque sea unos tomatitos le debíamos de guardar a don Marcial.

-O unas plumas…

-El viejo bruto! Decir que había sido el hígado…

Casamiento y Mortaja

Adolfo Calero Orozco

Managua lo era todo para la Tinita. Una vez le toco ir a pasar unos días en Granada, con su tía, pero regreso arrepentida de haber accedido a acompañarla: Granada era triste Granada era así, Granada era asá; y a demás, sobre no conocer a nadie, la gente le caía mal. “No hay como Managua” era su conclusión.

Efectivamente en su barrio, por mas señales el de Marcial, la Tinita era muchacha popular y bien vista; no le faltaban amigos que la visitan ni amigas con quien hablar mal de las otras amigas. En fin, se divertía razonablemente: que ahora un cumpleaños, que mañana una purísima, de vez en cuando procesiones, en verano las lunas de la playa, en agosto Santo Domingo –de-abajo. Siempre algo!.

Pero la muchacha crecía en años, y de sus amigos o presuntos enamorados, ninguno daba forma. La mamá, Doña Concha, no ocultaba su preocupación ante el hecho de que la soltería de Tinita mostraba tendencias a prolongase demasiado. “Yo ya estoy vieja- decía la señora- y mi mayor felicidad sería colocar bien a la Tinita”. Y concluía: - “Solo así moriría tranquila”.

Tinita no disentía del parecer de mamá en cuanto a lo deseable que sería para ella hacerse de un buen marido, y aun ponía de su parte lo que parecía indicado, pero con todo y su acuerdo y sus esfuerzos más o menos discretos, seguía y seguía soltera; y seguía también su misma vida que de tanto ser la misma ya comenzaba a fastidiarla un poco.

Así la conoció Don Rosendo, cuando se prendó de ella en una de sus venidas de León. Cierto que se la comía en años; cierto también que era muy serio el viejo, para el carácter de la Tinita, siempre tan dispuesta y tan amiga del paseo; pero él juraba que así le gustaba la muchacha; y que si se casaba con ella era para hacerla feliz. Por otra parte, Don Rosendo no solo se presentaba solamente son sus años y sus arrugas, que va, el era hombre de bollos, con finca y buenas cargas que vender en Managua cada tantos meses; y si bien su indumentaria era harto modesta, ellos se debía más bien a las costumbres de su gente que a falta de medios para vestirse mejor. Por algo era Don Rosendo tan parco en hablar de sus haberes.

Doña Concha hubiera querido un yerno más joven y más vivo de carácter, un yerno con quien llevara seguro unos nietecitos traviesos y encantadores, pero tal vez era mejor este señor serio y recatado, que sabía lo que hacía y que no iba a darle dolores de cabeza a su niña por cosas con otras mujeres. En fin, ella dejaba a Tinita la determinación que había que tomarse, sin que por eso perdiera ninguna ocasión de hacer insinuaciones a favor de Don Rosendo, ni de repetir aquello de que ella estaba muy vieja y de sus anhelos de morir tranquila.

La Tinita se desvelaba pensando que le correspondía hacer a ella; Don Rosendo no se mostraba demasiado exigente en cuanto a su respuesta y más bien parecía dispuesto a darle todo el tiempo que quisiera para madurar su resolución, lo cual en el fondo no dejaba de molestar a la muchacha y hasta de provocarle cierta forma de impaciencia ante la paciencia del señor. Había sucedido que a los primeros disparos ellas fue presta en resolver, pero cuando empezó el exordio con que pretendía llegar a negarse al viejo, sin lastimar mucho a una persona que ella reconocía que era buena, pero con sus peros, el no la dejo terminar: - “Todavía no me diga ni que sí ni que no, las cosas hay que pensarlas, hay que consultarlas: para eso las niñas tienen a su mamá”. Y la Tinita, sonriendo compasivamente, se allano al deseo de Don Rosendo de aplazar su negativa por unos días más. Sin embargo el aplazamiento se fue prolongando y Doña Concha continúa acariciando sus esperanzas de morir tranquila….

Sus amigos de ella empezaron a frecuentar menos la casa y a tratarla de un modo nuevo, más comedido y menos jovial, como si parte del respeto que merecía don Rosendo la alcanzara también a ella.

Por fin un día de tantos estalló la noticia: La Tinita se casaría con don Rosendo la semana siguiente y, lo más gordo: se irían a vivir a León donde él tenía una propiedad.

¿Y no era esta Tinita la que solo en Managua se hallaba? Y no era ella la que juraba que prefería un rancho en Managua a un palacio en cualquier otra parte? Y esto que muchos no sabía lo que ella había dicho, recién presentado don Rosendo: que mejor se quedaba vistiendo santos que desvestir a un viejo, aunque fuese de la capital. Y el que se la llevaba era fuerano!

Pero la cosa era que la otra semana se casaban don Rosendo y la Tinita, y ya doña Concha podría morir tranquila.

La ceremonia tuvo que ser sencilla, por el modo de don Rosendo que no era hombre de desvelos ni de parrandas, ni creía en darle de beber a la gente, y así tras unas bodas a las cinco de la mañana y un cafecito de familia, tomaron el tren de las diez para León.

Debe haber sido verdad lo de la finca y los negocios, porque unos meses después cuando vino Tinita a visitar a su mamá se le veía gordita y bien argentada, aunque sus vestidos parecían escogidos por don Rosendo; además hay que ser justo y reconocer que la prosperidad había alcanzado un tanto a doña Concha; hasta decía la gente que la casita en que vivía se la pagaba el yerno.

Cuando las amigas y vecinas, más por curiosidad que por cortesía, vinieron a visitar a la Tinita, se dieron cuenta que la muchacha había tomado su estadía en León como un destierro temporal, y a una de las más preguntonas le confesó la recién casada: -“En cuanto don Rosendo se muera, vendo y me vengo para acá”. Cuestión de esperar un poco.

Ah, pero cómo es el mundo! Con aquello que don Rosendo no iba al cine no comía de noche, ni se rasuraba con catarro, ni se bañaba de tras purga, no daba trazas de morirse pronto. Antes por el contrario, parecía que de la juventud de la Tinita estaba tomando él su parte, porque la cara se le veía como recién masajeada, seguía siempre andando como antes, más bien pando que conchudo, subía las gradas como que tal cosa y cuando daba la mano apretaba la mano igual que si le dieran un córdoba.

Tal vez no faltó ni quien pensara que aquel matrimonio hasta hijo iba a tener. Pero lo que digo: cómo es el mundo!

Fue como a los diez meses de la boda se va apareciendo el viejo en Managua con unas cargas de dulce, por tierra como usualmente lo hacía y con una enorme cinta negra que le tapaba toda la copa del sombrero y todavía una banda negra también a jeme, en el brazo izquierdo.

Me lo encontré por el mesón. “No me diga, don Rosendo… “Cierto temor de que lo que presentí entonces fuera lo cierto que hizo dejar en suspenso la pregunta.

Pero él me comprendió, y su repuesta me pareció empapada en un sincero aunque resignado sentimiento:

“Que le parece amigó… mi pobre Tinita!”

En verdad, yo había sido su amigo y la sentí, pero cuando instantes después me acordé de lo que ella decía: “En cuanto don Rosendo se muera… “, francamente: me dio risa!

Compañero de cama

Adolfo Calero Orozco

Pedro Montes estaba de mandador en “El Dulce Nombre”, una hacienda situada cerca de Nandayosi, por la costa sur. Como en aquel tiempo los caminos eran más largos que ahora, él nunca hacía el viaje a Managua de un solo tirón, sino que salía de “El Dulce Nombre” con la fresca de la tarde, prefiriendo las noches de luna para sus viajes. A la caída de la media noche llegaba a “La Plancha”, una fincucha de café; allí echaba un buen “peloncito” y muy al alba se ponía otra vez en marcha, con la bestia descansada y él fresco, y lograban entrar a Managua entre nueve y diez. El regreso lo hacía Pedro en la misma forma, pues “La Plancha” estaba más o menos a la mitad del camino y era de Fulgencio Roque, un compañero antiguo, tismeño como él, que dormía en un tabanco libre de puertas y con acceso al corredor de la casita, hasta donde podía subirse sin molestar ni pedir permiso a nadie con sólo que los perros lo conocieran a uno.

Muchas veces hizo Pedro Montes el viaje aquel y generalmente Fulgencio lo sentía llegar y echaban su platicadita. A la partida, Pedro tenía siempre buen cuidado de hacerla muy calladita para no despertar al amigo.

La vez del cuento era en febrero. Ya habían “cortado”, pero todavía hacía un frío que parecían dos. Pedro llegó a “La Plancha” a la hora de costumbre; la luna ya se había puesto y estaba muy oscuro. Lo único de particular que había notado Pedro en el camino era que hubo muchas exhalaciones en el cielo después que se fue la luna y que cuando entró a la finca los perros no le ladraron ni se le acercaron, como otras veces, para olfatearlo primero y colearle después, sino que más bien dieron su aulladita, y eso sin acercársele mucho. El desensilló y a tientas, como que conocía muy bien la casa, dio con el poste picado en escalones que conducía al tabanco. Subió y llamó a media voz:

¡Fulgencio!... ¡Full!... ¿Estás sorneado?

Fulgencio no le contestó. Pedro pensó: “Andará mujereando esta carajo… o tal vez en Managua…”.

Pero mientras se acomodaba, tentando dio con Fulgencio, que estaba acostado, medio envuelto en su “tigra”…, y dio también con una botella y un vasito, que por cierto hasta por poco los bota. Pedro murmuró: “Ah…!”, comprendiendo lo que había pasado, y aún pensó en tomarse él mismo un traguito sueñero, pero estaba cansado y prefirió echarse a dormir. Se envolvió él también en su chamarra y se estiró tras una ligera persignada; más tarde el frío lo hizo arrimarse un poquito a Fulgencio, y luego se quedó profundamente dormido.

A los primeros cantos del gallo Pedro se levantó. Pensó otra vez en el trago, pero tampoco lo tomó. Bajó cuidándose de no hacer ruido, aguó al caballo, se enjuagó él, ensilló y se puso en marcha pensando en una taza de café negro caliente donde la Chila López, por donde siempre le tocaba pasar a eso de las seis de la mañana.

No habría andado ni media legua cuando se encontró con un montado y dos hombres a pie; en la semioscuridad del amanecer no los conoció; pero cuando el montado dijo: “Adiós, amigo”, Pedro reconoció la voz:

¡Fulgencio! ¡Bandido! ¿Dónde pasastes la noche? ¿Dónde la Chila o dónde la Gregoria?

¿Sos vos? Idiay…!No te conocía!

-Yo, ¿y quién va a ser? Bueno, pero ¿de dónde te la traés? En mis cuentas yo acababa de dejarte en el tabanco de “La Plancha”…

-De buscar a éstos. Anoche se me murió Luis Ortega…, no tenía ni con quién enterrarlo… Entonces mejor me vine hasta donde la Chila López a pasar la noche y ahora me traje a éstos para ir haciendo el hoyo. Más tarde van a venir otros muchachos. ¿Por qué no nos volvemos y te quedás para luego?

-¡Luis Ortega!... Y ¿qué le pasó?

-Una culebra cascabel … Pero a vos, ¿qué te pasa?

-¿Dónde dejaste al muerto? ¡Contéstame!

-Pues en el tabanco…

-¡Chocho! Allí dormí yo…!y creía que eras vos…!Hasta te hablé…!Hasta creí que estabas tragueado!

-¡Bárbaro! ¡Dormiste con un muerto!

Pedro Montes estaba temblando. Sudaba helado. Tuvo una vasca seca y un calenturón que casi se muere.

El chanchito de San Antonio

Adolfo Calero Orozco

La devoción principal de Pancho Pilarte, finquero de la Ñoca sobre el Rio San Juan, nunca fue, como pudiera creerse, San Francisco el Seráfico de Asís. Sería tal ves, porque para el 4 de octubre lo menos que tiene en el San Juan es un cordonazo que parecen dos o sería cosa de familia, quizás; pero la verdad en que el santo que Pancho ha festejado es el de Padua. Cuando Pancho habla de él todavía, lo llama san Antoñito, y se le ve la devoción en el rostro sonriente; una devoción mezclada con lo que bien podría ser la grata añoranza de grandes fiestas en el pasado o la confiada esperanza de fiestas no menos sonadas para el futuro; porque la manera en que Pancho Pilarte le muestra el cariño a su santo predilecto es haciéndole un 13 de junio que empieza desde el 12 y no acaba hasta muy entrado el 14. Lo que se llama una señora parranda.

Además, san Antoñito es como persona de la familia, en esa finca de la Ñoca. Se le cuentan las cosas que pasan, se le reza a diario, se le quiere con todo el corazón, se le piden cotidianas mercedes y hasta ocurren sus disgustillos con él cuando no se porta lo bastante generosos en los favores o milagros que se le piden, y ocasiones ha habido en que la esposa de Pancho Pilarte le haya hechado en cara a su querido santo los boyos gastados anualmente en su fiesta; esto –repito- cuando alguna vez el santo debía haberse portado mejor… como, por ejemplo, cuando el novio e la Payita se fue a la revolución y no volvió nunca. Pobre Goyo, a quien un riflero lo blanqueó en las lomas de Colorado.

Y esto otro que pasó, comienza temprano un días de mayo de mil novecientos veintitantos: muy con tiempo el devoto y precavido Pancho tomó su bote y se vino rio abajo hasta el medio-queso, y en seguida, medio-queso arriba, se fue subiendo a canaletazos vigorosos, hasta llegar a la finca del general Candela, contra los mojones de Costa Rica; allí vivía una familia que además de ser amiga de nuestro hombre era también devota de San Antonio y criaba chanchos, detalle este que era lo que principalmente había hecho a Pancho emprender tal viaje que en redondo le cogería el día entero. En llegando, se fue de una vez al grano; apenas un “ideay” muy cordial y la respuesta de rigor a las preguntas cajoneras por la Paya, la payita, Toñito, Panchito, la Inesita y Tatín, que en escrupulosa sucesión representan la esposa y la prole de Pancho. Y a continuación…

-Pues yo vengo por un chanchito para San Antonio, y ya saben que los espero el 13, a todos: desde el general, si ya subió hasta al Milor… pero me le quitan unas pulguitas para ese día.

-Te equivocás con el Milor no se consigue una pulga ni para remedio, si me dijeras garrapatas…

-Bueno, que me dicen del chanchito?

-Ajáh… Te gustó el del año pasado!

-Malo no estaba, pero me costó mucho sebarlo.

-Ahora tenemos uno de media ceba, caponcito y que si lo ves te lo llevás.

-¿Y cuanto llora?
-Eso eso es lo de menos. Viendo a la dama se enamora el pretendiente.

-Bueno y decime que hubo del sancarleño que le salió a la Payita para semana santa? Se entendieron?

- Si el tata es el último que sabe las cosas…

-Bueno, hablemos lo del chancho. Me gustaría mas grandecito que el del año pasado.

- Pues vos decís, pero aquel que te llevaste no parecía moto.
-No digo yo que no, pero les diré que hizo falta chancho… Como ni un solo de los invitados se quedó sin llegar, pues hizo falta chancho.

-¿Lo querés mas grandecito ahora, pues?

-Francamente, me gustaría más grandecito. Es que este año pienso invitar al policía de Costa Rica, a don Valentín, a doña María, a don José de doña María... esa gente come!

-Pues vamos al chiquero y vos escoges. Tenemos una chanchita que si la vez te enamorás; pero si pensás invitar a tanta gente, el remedio es que te lleves dos chanchos.

-¿Acaso sólo va haber chancho?

-Es verdad que no solo chancho das vos, y entonces con uno más grande podes tener, vamos al chiquero.
Y el trato quedó ajustado sin mucho palabreo, aunque, claro! Mediaron las observaciones de la vendedora, ponderando lo aseado del animal y las réplicas de pancho calculando las cabezas de guineo que costaría hacerlo crecer, y añadiendo lo justo que era escoger lo mejor para san Antoñito, un santo a quien no podían gustarle las mezquindades… total, que empezaron en 25 córdobas y regateando, regateando acabaron por cerrar en dieciocho.

Pancho permaneció todavía un rato mas después de cerrado el trato en la finquita del general Candela; lo justo para dar un bocado y, aliviado del propósito que lo había traído, platicar un rato de las cosechas, del temblorcito del otro día y del mal paso de la Eudomilia, una sobrinita de su mujer que había volado… -“tiempos estos, en que a los hijos no se les da todo el palo que debía ser”.

Ya era oscurito cuando Pancho arrimo de vuelta a su finca de la Ñoca. La familia entera formaba una guardia llena de curioso interés, esperando al chanchito –“¡pero que aseado el animalito!” –“¡Que lindo!” –“¡vele las nalguitas!”

Los chicos todos querían tocarlo, palparlo, chinearlo. Tatín preguntaba de qué color eran los ojos del marrano. La Paya también quería saber el precio:

-Ya te he dicho que si yo se una cosa es comprar: treinta tabules! Te parece caro?

-Treinta? Pues, como caro, a como están ahora las cosas…

-Bueno, andate de espalda: sabés en cuanto lo rematá? En cuanto decís vos: pues lo rematé en dieciocho?

La Paya no pudo menos que exclamar: -“¡Regalado!”

Señor, y a partir de aquel día la vida en la finca de la Ñoca giró prácticamente alrededor del chanchito, que, desde luego, fue al instante designado como el chanchito de San Antonio, o también más simplemente, el chanchito. Los muchachos madrugaban para ir por cabezas de guineo y rivalizaban en cuanto a quien se las traía mas hermosa; de la masa de las tortillas la Payita le apartaba su racioncita diaria al mimado cochino; los mas chicos se pasaban largas horas contemplándolo, acodado sobre las varas del chiquero, y mas de una vez, Pancho mismo, viendo al animal y como si hubiera de ser el mismo San Antonio quien se lo comería, pensaba en vos alta:

-“Tiene que gustarle”.
Aprovechando sus viajes rio arriba o rio abajo, el amigo Pilarte arrimaba el bote a las riveras del rio junto a los ranchos de sus amigos y les pasaba la invitación de rigor: -“Bueno, para el 13 lo espero”.
Y los invitados respondían con razones de elogioso cumplimiento. Ya sabían ellos como eran de rumbosos los san Antonio de la Ñoca. Otros hacían referencia a la alegre fiesta del año pasado. –“que fiestón aquel!”

Y todos prometían no faltar.

Con sus invitados de honor como el policía tico de la frontera, don Valentín, doña María y don José de doña María, las invitaciones las hacía Pancho sombrero en mano, y previos buenos días y como han estado, y salía gozoso de la buena acogida de tales señores que también sabían cumplimentarlo y agregaban saludos para la mujer y los hijos.

Ya la fiesta estaba boquera. Apretándose la barriga todos en cas, menos el chanchito, los Pilarte habían economizado lo bastante para alistar una fiesta como a ellos les gustaba: con bombas y cohetes, música, comilona y tragos. Tampoco faltaron algunos allegados que con solicitud y oportunidad de verdaderos amigos, se aparecían en la Ñoca, y diciéndole a Pancho: -“Hombre, para San Antonio”, presentaban su contribución para la celebración, que podía ser desde un litro de aguardiente o una gallina hasta un cortecito para los estrenos. La Paya, en el último viaje de Pancho a San Carlos, le encargó una botella de Vermú, para las señoras.

De ordinario, Pancho viajaba solo en su bote, apostando con el río cuando plácidamente se deslizaba aguas abajo; canaleteando bravamente cuando le tocaba ir corriente arriba. Su gozo era grande durante toda aquella temporada de preparativos y como todos los viajero del San Juan, el amigo Pilarte se allanaba al deseo que se le viene a uno de platicar con el río: -“Dejame llegar temprano, viejó”, -le decía puesta la vista sobre las cambiantes aguas cuando el caudal de estas parecía oponerse a su paso. O monologaba con base de que el río lo estaba oyendo: -“Vas a ver… Vas a ver gentío, y vas a oír cohetes… y va a faltar campo en el atracadero de La Ñoca para tanto bote”. Y una tardecita, cuando un cardumen de tiburones iba escoltando su bote, cosa usual en las aguas profundas del San Juan, Pancho, sin alarma, sin rencor por las aviesas intenciones de las fieras, mas bien entre guasón y burlesco, se dirigió a ellos categóricamente: -“A ustedes no los invito, bien pueden largarse a la bocana”.

                                                                                * * *

Cayó otra vez la noche en la vega del rio San Juan, este día de Junio. Una quietud inmensa como la que peas de continuo sobre aquellas regiones, pareciera que con la oscuridad se pusiese todavía mas densa. Y como la fauna nocturna del rio es tan callada (el paso de la víbora ni entre las hojas secas deja de ser cauto y silencioso, el vuelo de las cocorocas más se siente que se oye, el perro–de-agua cuando sale se sumerge con clavados que de tan cortantes no producen chasquidos y el pesado manatí se mueve como si sus ochocientas libras estuvieran fuera de la gravedad) hasta el discreto silbido de las tobobas mas bien semeja el cambio de llamadas de los centinelas avizores de nuestros cuarteles de antes, y en realidad ellos lo son, peligrosos vigías perdidos entre la fronda de los árboles que inclinan sus ramas hasta tocar las aguas el río.

Aquella misma noche, en tierra firme, sobre cúspide desnuda de una lomita próxima a los ranchos de La Ñoca, acaba de para su despaciosa marcha un tigre frontereño, gallardo y coludo, de señoriales bigotes y ojos aviesos de espía, un tigre que es medio-tico y medio-pinolero, con depredaciones en ambas repúblicas como los bandoleros de antaño.

Sobre las patas delanteras se yergue hermosa la bestia; hace como que bosteza, la roja lengua asoma y desde antes de acabar el bostezo ya está lamiéndose el hocico. Pero en contraste con la reposada dignidad de su porte, agita impaciente su felpuda cola y se golpea los ijares combados hacia adentro, señal inequívoca de que “el gato tiene hambre”.

Luego se queda quieto, como quien ya sabe adonde ir, baja la testa y emprende el pausado paso caminando contra el viento, rumbo a las casitas de La Ñoca. Rumbo al chiquero de La Ñoca!.

La tragedia debe haber ocurrido en cosa de instantes. Un angustioso aullido; unos entrecortados ladridos de perros; un sobresalto tremendo en el corazón de Pancho Pilarte; y cuando él salió todavía desnudo, echándose en la cara su lafuché montada y vengadora, los ladridos perseguidores perdiéndose en la distancia, un olor a sangre tibia y un chiquero vacio!

Ahí nadie mas durmió, aquella triste noche, oscura y fea. Hubo lagrimas de sentimiento y lagrimas de rabia; jotas, amenazas, juramentos, y, quien lo creyera! Hasta el humilde y manso San Antonio tuvo su parte en las recriminaciones. Que le hubiera costado a él despertar a Pancho un momento antes?

Cuando ya pasó un poco el estupor causado por la desgracia, hubo un ir y venir de lámparas localizando huellas y sangrientas señales del nefando crimen, y todavía con toda la indignación hirviéndole en las venas a Pancho Pilarte, calladamente y con el seño fruncido, comenzó a formular los planes para la venganza que se imponía.

-“Hay que matara ese hijo de tal”, dijo a señora Paya, Ninguna propuesta fue jamás mejor acogida. Los chicos tenían los ojos llorosos, pero los puños los tenían apretados. Claro que había que matar al criminal, vengar al chanchito, hacer algo!

Solo Pancho no contestó una palabra. El estaba esperando el regreso de los perros, que de tres que eran solamente volvieran dos, uno de ellos con sangre en el hocico y una oreja lastimada. El tercero se quedó en el monte, en el lugar donde el tigre se había sentado en él.

Todavía no había acabado de amanecer cuando Pilarte ya iba sobre el río, canaleteando con furia, en busca de ayuda para expedición de venganza.

Regresó temprano, con sus amigos y vecino Polito y Chumaría y dos perros extra. El resto del día se lo pasaron en cálculos, suposiciones, planes y cuentos de cazadores. Se limpiaron las escopetas y se le pusieron baterías nuevas al flaj-lai. A los perros se les dio una alimentación razonable.

Todos estaban claros, por las marcas de las cebollas que dejó el tigre pintadas en el suelo, que era “animal grande”. Tal vez el mismo tigre que había estado terminando con la ternerada de San Pancho, tal vez la hembra.

Muy bien atendido los cazadores con generosas raciones de comida y frecuentes jícaras de pinol, correspondían a las bondades de la familia con promesas de una muerte segura para el odiado animal y así se acababa el día.

Como a las seis de la tarde la expedición punitiva cogió el monte, guiada por los perros de La Ñoca, los mismos que la noche anterior habían perseguido solos al felino traidor. Había huellas claras y rastros de sangre a cada paso. Cuánta sangre derramada, desperdiciada! Pancho Pilarte no podía menos que calcular in-mente la mucha moronga que hubiera rendido semejante cantidad de sirope.

Los cazadores se felicitaban de que el chancho hubiera sido tan gordo y que el tigre hubiera estado tan hambriento como su audacia lo indicaba, pues seguramente el hartazgo tuvo que ser tremendo, y un tigre “jipe” ni salta ni se defiende ni ataca como un tigre que lleva los ijares combados por la morigeración. –“A este jota hay que agarrarlo todavía eructando” decía Polito, y agregaba: -“Así lo cogemos con el costal lleno, y que sepa el hijo de tal que ese chanchito le costó el cuero”. Esto le hizo recordar a Pancho que él le había ofrecido el cuero a San Antoñito, si la aventura acababa bien, con lo cual, sobre asegurarse la protección del santo, se lograba que el cuero quedara en la finca.

A poco andar dieron con el perro muerto la noche anterior, cuyo cadáver, maltratado ya por los zopes y hormigas, los otros perros rodearon dejando ir junto a él, por breves minutos solamente, lastimeros aullidos. Los inteligentes animales sabían que la ocasión no era para duelos prolongados y que bastaba cumplir con una corta formalidad para llenar un deber de compañerismo. Polito, el más experto, como que ya tenía varios tigres a su crédito, examinó el cadáver del perro, y comprobó las lesiones que la garra del tigre le causó en el pescuezo cuando lo alcanzó y se lo hachó bajo las posaderas para sentarse en él y seguir enfrentándose a sus otros dos enemigos, y por los estragos causados en los huesos del muerto confirmó la tesis de que se trataba de “animal grande”.

El flaj-lai que había sido encendido por primera vez al encuentro del perro difunto echo su cono luminoso en derredor. Que de chispas y brasas reveló, al volver fosforescente los ojos de todos los bichos y alimañas del bosque, a quienes la oscuridad de la noche sepulta en un cuasi-caos.

Hasta las arañitas del suelo mostraban rubíes refulgente en vez de ojos; en los añosos troncos, nuevos seres se revelaban por el fulgor ígneo de sus pupilas; de par en par, otros ojos hechos bolitas de fuego cruzaban delante de la zona luminosa, o cuando el cono de profusa luz giraba en derredor, surgían de la oscuridad como por un conjunto, y volvía luego a la tiniebla conforme la cabeza del cazador, donde el foco estaba fijo, seguía girando. Las otras cosas que la luz alcanzaba no se destacaban mucho, más bien la intrusa incandescencia del cono parecía desfigurarlas proyectando sombras absurdas sobre el fondo verdinegro del boscaje, tan apto para absorber rayos luminosos que aun a corta distancia el cuadro apenas enseñaba un circulo penumbroso.

Los vengadores apagaron su lámpara y continuaron en busca el tigre. Los perros estaban claros en cuanto a que lo único que importaba era dar con el tigre. Hubo zorrillos y canchuchos a la vista más de una vez durante la parada, pero ellos no le prestaron, sino una atención muy secundaria; mas bien les ladraron incomodados y como despreciativos y al desencandilarse la alimaña y buscar el refugio de lo oscuro la dejaban ir sin seguirla, contra lo que hubiera sido en circunstancias menos solemnes.

Los dos perros de la primera experiencia eran evidentemente los guías, guías seguros de su misión, de olfato sabio, inteligentes y leales hasta la muerte. Iban y volvían en círculos, en incursiones a línea recta, por los lados o hacia adelante y sus manifestaciones al recobrar contacto con los hombres fueron siempre de certeza. Con emisiones guturales que tenía de paciencia y de queja, parecían decir: adelante! Por aquí!

No pasó mucho tiempo cuando los perros dieron especiales muestras de inquietud; sobre las patitas traseras se incorporaban tocando con las de adelante las caderas de los cazadores, cada uno con su amo. En un momento dado se desprendieron todos juntos del grupo en la misma dirección y simultáneamente comenzó una reacción de ladridos incesantes, agresivos.

Polito dijo –“ahora si!” Luego ni una palabra mas. Se juntaron los tres hombres hasta tocarse uno con otro. Un ruido de hojarasca y rama que cedían el paso a alguna masa grande se dejó oír. Los ladridos seguían y alguna vez se mezclaba con ellos el aullido de dolor de un perro. Los ladridos se alejaban –“sigámoslo”, murmuró Polito. Luego los ladridos se quedaron estacionarios.

-“El flaj”, suplicó Pancho con vos a penas perceptible. Y Polito replicó con el mismo tono: -“Aguantate! Mas cerca” Los tres hombres avanzaron cogidas unas con otras las frías manos, jadeando al mismo compás, brincándoles de emoción sus corazones. Polito, tras exclamar: -“Ya lo plantaron”, apretó el botón de su lámpara y allá saltó el cono luminoso, radiante, rasgando la tiniebla un ligero movimiento de cabeza y quedó enfocado en el centro del círculo un bello tigre, medio echado sobre las patas traseras rectas y abiertas las delanteras, erguida la gran cabeza, en alto la cola. Pero en cosa de segundo el animal brinco fuera de la zona de luz y se alejó a saltos que fueran envidia de un campeón olímpico. –“Es mañoso” -, dijo Chumaría, o más bien quiso decirlo porque a medio hablar se le ahogó la voz de tan reseca que tenía la garganta.

Pero también los perros saltaron, sin agruparse, cada uno buscando un flanco distinto de la fiera. –“Cuidado me enfocas un perro!” – advirtió Pancho. El ruido del tropel cesó pero no los ladridos. Polito dijo –“Ya está”, - y alzó hasta iluminar las primeras ramas de un genízaro, ahí estaba el tigre, en una actitud que no era la de un fugitivo, erguida la cabeza, sereno mas bien, como que no hubieran perros ladrando abajo, ni un foco deslumbrante lo estuviera encandilando. Sus ojos brillaban como dos ascuas al rojo de fragua.

Pancho Pilarte ya se había echado su lacuché a la cara y apuntaba –“esperate!” – le advirtió Polito, “estas respirando muy recio”. Y cogiéndole la escopeta, apuntó calmosamente, tan calmosamente como el tigre esperaba lo que iba a suceder. Un disparo tremendo sonó y el eco irreverente en oleadas de trueno se fue escandalizando todos los rincones del bosque. El tigre ladeó violentamente su testa y se desplomó sobre la izquierda y al dar en la tierra hizo el estruendo de una tonelada. Los perros volvieron con sus ladridos ululantes, intermitentes y los hombres permanecieron unos instantes inmóviles.

Chumaría fue el primero en hablar: -“crees vos…?” Polito contestó: -“ya está quieto”, y avanzó hacia la masa inerte de lustrosa piel manchada de negro y crema y manchada de rojo por la sangre que él manaba de un agujero feo sobre la paletilla.

Estaba muerto, totalmente muerto, el tigre. Polito le puso un pie sobre la cabeza y se la sacudió varias veces.
Pancho pilarte le puso el pie sobre la barriga y se lo hundió cuanto pudo. –“aquí lo anda”- dijo.
-“¿Qué cosa preguntó Chumaría?”

-¿Mi chancho, hermano! El chanchito de San Antonio, y sonrió satisfecho como un gladiador victorioso.

El Gatillo

Adolfo Calero Orozco

Eran tiempos de excepcional actividad en casa presidencial. Los conservadores que se había quedado rodeando a don Bartolo después de su divorcio con el General Chamorro, pretendían y proclamaban que “estaban salvando al partido”. Sostenían que con gran sentimiento veían ellos la creciente influencia del liberalismo alrededor del presidente y del gobierno y que su única esperanza era que don Bartolo hablara antes que acabará de malearse.

“Que don Bartolo hablará: significaba que dijera quien era su candidato para oponerlo al General Chamorro en las elecciones que venían, y los conservadores bartolístas aspiraban a que tal designación no recayera sobre un liberal; los liberales parecían conforme con cualquier resultado que no favoreciera a Chamorro ni a ninguno de sus reconocidos amigos.

Desde luego, esto ocurría después que los políticos de Casa Presidencial- auxiliados por la legación de un país amigo- habían acabado de convencerse de que la reelección de don Bartolo era un imposible, debido a la barrera que le imponía la Constitución con su artículo 105, que la gente dio en llamar “el artículo siento mucho”.

Se especulaba en grandes, aventurando posibilidades: que don Zutano, que el Gral. Tal, que el Dr. Mengano… Nadie discutía entonces (eso nunca se había discutido en Nicaragua) que el candidato del Presidente tenía la victoria asegurada y como en su bolsillo, por muy bulliciosa y libre que fueran las elecciones; de ahí que el visto bueno de don Bartolo equivaliera prácticamente a la presidencia.

El presidente don Bartolo Martínez era un hombre de costumbres y modales excesivamente sencillos y muy poco amigo de hacerse sentir, cuando los políticos que los rodeaba trataban de estrecharlo, forzando su criterio a favor de tal o cual personaje, buscando como don Bartolo le echara su bendición candidatural, el recurso del presidente era hacerse como que no oía y seguía imperturbable su carita de ídolo, limitándose a parpadear ocasionalmente, sin dar señal alguna que aprobara o rechazará lo que estaban diciendo.

Aparentemente los liberales que se mantenían cerca de don Bartolo ya habían llegado a convencerse que ni el Dr. Román y Reyes, ni ningún otro de ellos tenían la menor oportunidad de ganarse la consagración candidatural, y limitaban sus actividades a intensificar y ahondar más las diferencias entre el Presidente y su antiguo jefe, el General Chamorro. Su mejor día fue cuando el propio don Bartolo mandó llamar al General y le dijo, sin parpadear: “Queda usted con la ciudad por cárcel”.

Los días, sin embargo, seguían pasando sin que la incógnita se aclarase.

Ya era tiempo que el oráculo hablara, pronunciándose decididamente a favor de alguien; y de donde menos se esperaba salto la liebre. Una mañana, muy temprano, alguien le hablo a don Bartolo de don Carlos Solórzano.

-“El hijo de don Federico?” pregunto él con manifiesto interés.

Ante la respuesta afirmativa y la evidente actitud favorable del presidente, el tópico tomo fuerza y claro.

Don Carlos no sabía una palabra, tranquilo en su hermosa casa frente al parque central.

Como el tiempo apremiaba y entonces don Bartolo no había llegado a inclinarse por ningún nombre propio los interesados se apresuraron en llevar el asunto de una vez hasta el fin.

En nombre de su partido el Dr. Román y Reyes acepto a don Carlos Solórzano la misma mañana. Ya podía pensarse en los arreglos que darían por resultado un vicepresidente liberal y un grupo de congresales liberales a cambio del apoyo de este partido.

Pero eso es político y el cuento es otro.

Pronto llego la ocasión de la primera entrevista entre don Carlos y el generoso Presidente que le daría su apoyo todo poderoso.

Cuando don Carlos entró al despacho presidencial, los ojillos de don Bartolo se fijaron en él, lleno de sorpresa. Aquel caballero entrado en años, de atildada presencia y digno porte no era “el hijo de don Federico” que el tenia in-mente cuando lo acepto como sucesor suyo para la Primera Magistratura!

Pero todo estaba ya muy encaminado… Además el nuevo señor le cayó bien a don Bartolo. Él mismo desembuchó la verdad al marcharse, don Carlos, consagrado ya como futuro presidente de Nicaragua: -“bueno, a lo hecho pecho. Pero este no es el gallo que yo creía… Don Federico tenía otro hijo, verdad?”

-“Si señor. Los Solórzano de don Federico son varios”.

-“Claro! Y el que yo creía era otro: el gatillo!”

Y así fue, como don Federiquito, ojos verdes, rubio, gordito y bajo, hermano de don Carlos, no fue presidente de Nicaragua como hubiera podido serlo si don Bartolo hubiera sabido su nombre de pila antes de aceptar a don Carlos.

Inesilla

Adolfo Calero Orozco

Mi vecinita Inés contaba todavía muy pocos años cuando su mamá comenzó a decir que la chavalita era loca. Ante tan autorizada palabra sus hermanitos no tardaron en llamarla loca también, y muy luego su señor papá, en una ocasión que ella cometió una ligera falta, corriente en personitas de su edad, se evitó la molestia de castigarla declarando “que a la Inesita había que perdonarla, porque era loca”. Nunca nadie se tomó el trabajo de explicar porqué era loca la chiquilla, ni falta hizo que se tomaran la molestia, porque el antiguo fallo había sido aceptado ya sin discusión en casa y sin demora en el vecindario, y después en todo el pueblo, se tuvo como verdad de clavo pasado que la Inés era loca. Nada de raro tiene, pues, que ella mismo bien pronto haya entrado a formar parte del número de quienes sencillamente creyeran la proclamada condición de su propia persona, y una vez se le oyó decir:

-“Ay, porqué seré yo tan loca”

Ni su familia ni la gente querían decir con aquello de la locura de Inés, que la muchacha anduviera mal de la cabeza; el significado preciso del calificativo nunca se definió, que alguien supiera, pero todos parecían aceptarlo como una manera de decir que la chica era persona de pensar y actuar disparatados, distinta de la demás gente. El modo de ser de ella: franco, llano, expansivo y, a veces, original, servía para confirmar la especie. Tal vez, si la mamá no hubiera empezado tan con tiempo con la cancioncita esa de la locura, tal modo de ser le habría valido únicamente para tener más amigos y ser más estimada por todos.

A mí me tocó verla crecer muy de cerca.

En la escuela, Inesilla siempre estaba contenta y risueña y no solo metía bulla durante los recreos; sino también un poco, en las lecciones, y aquello afortunadamente se descontaba como muy natural en ella, puesto que era loca. Y como fuera también muy solícita, y tenía, desde luego, viva la inteligencia que fuera de su manía suele concederse a los locos, pues no había la muchacha de cometer la locura de hacer ella muchas veces el trabajo de sus compañeras, afanándose por ayudarles y escribirles sus tareas aún antes de haber escrito la suya propia? Ante tales cosas las mismas beneficiadas no podían dejar de reconocer que solo una loca podía exponerse a sufrir castigos por presentarse a clase sin sus tareas listas, después de haber empleado su tiempo haciendo muy bien los trabajos ajenos.

Pero Inesilla, como la pobre sabía bien que era loca, aceptaba buenamente las consecuencias de su condición y seguía sin enmendarse.

Más crecida ya, los muchachos buscaban su compañía que era amena y alegre gracias a que su locura nunca fue melancólica; menos mal. Y sus compañeras no tan afortunadas sabían explicar fácilmente la preferencia con que las aventajaba diciendo que, “claro! a los hombres siempre les han gustado más las locas”. Por suerte, con eso de su ligereza de mollera, la muchacha no le concedía ninguna importancia a su popularidad ni la usó nunca para picar el amor propio ajeno, y con eso alas amigas se les dificultaba menos perdonarla.

Así las cosas, y cuando todavía Inés andaba en los dieciocho, cometió la locura de ponerle atención a uno de sus enamorados, y ¡mayor locura todavía! Acabó por enamorarse ella también. La señora mamá decía –Inés, desde chiquita fuiste loca y ahora está más loca que nunca”. Efectivamente, la muchacha hacía unas cosas… Por ejemplo, su novio, para ir al trabajo, todos lo días se desviaba de su ruta hasta venir primero a pasar por casa de Inés y ella, como si no hubiera tenido nada mejor que hacer, estaba desde muy temprano pendiente del reloj y con amplia anticipación venía a situarse junto a la ventana de casa y de ahí nadie conseguí retirarla, sino hasta después que le muchacho había pasado y le había dicho: -“Adios, amor”. Entonces ya se tranquilizaba un poco y lograba dedicarse con alguna atención al pequeño trabajo doméstico que le correspondía hacer. Pero aquello no era más que por unas horas, pues apenas sonaban las doce, ahí estaba de nuevo Inés en la ventana, soportando pacientemente el resplandor meridiano como si hubiera sido grata brisa marina y allí se quedaba hasta que, otra vez, para el receso del mediodía, pasaba el novio frente a la ventana, y… la bobería del “adiós, amor”.

Por la noches, desde muy antes de la hora de la amorosa visita, Inés se las arreglaba para terminar sus quehaceres, y al espejo! y dele al polvo!, y al perfume! y al peine! y a cambiarse el vestido del día. Todo por ir a estarse muy sentada en la salita de la casa, en espera del dichoso novio.

En una ocasión ocurrió cierto percance en el taller del muchacho y él resultó malamente golpeado, quedándose sin visitarla por una larga semana. Entonces la locura le dio por estar angustiada y por querer saber de él, y no solo una vez al día, sino dos, tres ya hasta más; y también por hacer toda clase de preguntas: que si su vida no corría peligro, que si no quedaría desfigurado, que si las manos, que si los pies… y todavía se empeñaba diariamente en hacer que alguno de sus hermanos fuera a casa del novio a inquirir por su salud y a llevarle flores, más alguna cartita. Esto de las flores había que verlo: cortaba todas las del jardín de su casa y las repartía: unas iban al altar de la Virgen para que curara pronto al muchacho, otras a casa de él. Y si en el jardín no las había suficientes, pues no debía la muy loca gastarse sus economías mandándolas a comprar dónde las tuvieran?

La mamá ya ni se sorprendía de esas cosas, porque con aquella cabecita que Inesita había tenido desde chica, todo podía esperarse de ella. Menos mal que su novio había encontrado, seguramente muy agradable la locura de la muchacha, porque cada día se mostraba más prendado; y al fin y al cabo si el que se iba a casar con ella nada decía, pues para que sentarse a llorar?

Poco más de dos año tardó el feliz noviazgo, durante el cual las ocasiones de la pedida de mano y la fijación del plazo casi trastornaron de viaje a la Inesilla. Y al término del plazo, el matrimonio! Locura igual…! El joven no tenía capital, ni los padres de ellos tampoco. Apenas había el logrado juntar algunas economías, y casi todas se le fueron en la compra de las cosa para la casa. Total, dos muchachos pobres, hijos de dos familias pobres. Casarse así, sin un porvenir asegurado! Las amigas de Inés lo atribuían todo a su vieja locura.

A su tiempo vino un bebé. Un encanto de criatura, realmente, que a cualquier mamá le hubiera enloquecido de gozo. Y cuánto más a Inés que ya tanto flaqueaba por ahí! Y esta vez, sí que vino a comprobarse que la locura es contagiosa, porque también a Eduardo se le pasó (Mil perdones; ya era tiempo de haber anunciado que el nombre del ahora marido de Inés era Eduardo; y tiempo también de advertir que lo de Inesilla es cosa del narrador, pues a la niña del cuento la llamaron siempre Inés o Inesita, pero Inesilla nunca. Este diminutivo se lo vino a aplicar el cuenta-cuentos por el especial cariño que desde chica tuvo, y también como más propio para una niña de cabeza poco salida).

El contagiado Eduardo dio en decir que su nene era el más lindo del mundo, que aquel pedacito de gente quien apenas sabía lloriquear, era un niño vivísimo que hacía cosas de criatura mayor; que lo reconocía desde antes de verlo solamente por la voz, que esto y que aquello… y a medida que pasaban las semanas, le dio por ver destellos de precoz inteligencia en los gestos y manejos más corrientes en un chiguincito de su edad. Y ni podía contradecírselo, porque visiblemente se contrariaba. Pobre Eduardo, estaba loco él también.

Me tocó que salir del pueblo pocos días después que Eduardo e Inesilla se gastaron quien sabe cuántos córdobas, que buena falta deben haberles hecho, celebrando el bautizo de Eduardito –cosa de ellos. Y buscando la vida en benques madereros de los ríos chontaleños, en las minas de la costa y en los bananales de Cabo de Gracias, me estuve ausente por varios años.

Cuando por fin volví al pueblito, todo lo encontré igual. Las mismas viejas bancas y las mismas telarañas en el Cabildo; los mismos taberneros esperando quitarle su semana a los pobre mozos; el mismo sacristán y hasta las mismas mulas ramoneando grama en la soleada plaza; o tal vez esas mulas eran hijas de las que yo dejé años antes.

-“Demen razón de la Inesita y de Eduardo”, fue una de mis primeras preguntas.

-“Uh…! Esos se largaron de aquí hace tiempo… hicieron la locura de irse a vivir a Mangua”.

Pero cómo? Ya no están ellos, ya no estaba Inesita en el pueblo?

Mi gente debe de haberme notado lo mucho que me contrario saberlo, y se sorprendieron de ello: -“No nos imaginamos que te interesaran tanto”

Pues quizás yo tampoco lo había advertido hasta entonces. Si que pensando y repasando vine a caer en cuenta que durante todos los años de mi ausencia, siempre solía recordar a Inesilla; cierto también que al disponerme a regresar entraba en mis cálculos, allá de un modo poco aparente; pero muy perceptible, que se me prometía ser otra vez amigo de ellos, escuchar su alegre paria, sus disparates, oírla reír con aquel su modo único que las otras muchachas del pueblo nunca tuvieron, qué sé yo!

Como era natural, salí de casa a recorrer las antiguas calles, a decir qué-tal a las amistades de antaño; más por donde quiera que fuera no podía librarme de encontrar en todas partes una tremenda cordura. La torrecita de la iglesia se gastaba una seriedad manifiesta, el paso de la gente era tan mesurado que cada transeúnte que me encontraba era otro que pasaba destilando buen juicio. El boticario, mi amigo desde los pupitres de primer grado, me exhortó a fincarme formalmente en el pueblo, a pensar en serio y a casarme, y todo ello con unas razones de aplastante sentido común, Y cuando cayó la tarde, nadie ha visto jamás una tarde tan adusta que aquella.

No pude menos que preguntar –“Y así son siempre las tardes por aquí?”

-“Pues claro! Ya no te acordás… y eso que no hace tantos años que te fuiste...
Me confesé a mi mismo que todo aquello pesaba más más de lo que yo podía soportar.

Y otra cosa: me acosté muy temprano y antes de dormirme ya tenía resuelto volver a marcharme, aunque a mi gente no se lo dejé saber hasta muy después, para evitar conjeturas. Aquel mi pueblo a pesar de sus mismas telarañas y sus mismos litros de aguardiente, y su mismo sacristán, y aunque las mulas de la plaza hayan sido o no las mismas, ya me pareció otro pueblo distinto -un pueblo demasiado cuerdo!- desde que supe que la Inesilla no vivía más en él.

Puede ser que la diferencia hay sido en verdad la ausencia de mis amigos, o tal vez la verdadera diferencia fue que el pueblo no había cambiado ni un ápice.

Pero yo no estaba par detenerme hasta encontrar una explicación, ni se si hubiera valido la pena. Lo cierto es que de veras me largué y que desde entonces no he vuelto más. 

Las hormigas de Fervonio

Adolfo Calero Orozco

Fervonio Barquero era un soldadote rudo, grande de tamaño, parco de palabra, despacio en el caminar, a la hora de las balas, sereno hasta la inconsciencia; es decir, valiente. Seria pura estupidez o una falla orgánica, pero lo cierto es que Fervonio no tenía la más ligera noción del miedo y, claro, desconociendo el miedo, desconocía también el valor, que no es; si no la ausencia del miedo el cual a su vez no es otra cosa que la prima manifestación del instinto de conservación, que trata de imponerse induciéndolo a uno a huir del peligro. La cosa más natural del mundo.

Otra condición de Fervonio era que jamás hizo gala de su valentía, el pobre: como ni siquiera sabia que era valiente… y así, nunca se aprovecho para contar episodios lindísimos en los que el había hecho barbaridades mientras que a otros compañeros suyos les estaban temblando las piernas.

Cuando el Zanjón del Santo Cristo, el enemigo nos dio una pela tremenda. Fervonio se había hecho de un corralillo de piedra y desde allí, con 7 hombres, le estaba haciendo estragos al contrario; pero las otras posiciones comenzaron a flaquear debido a un cuerpo de rifleros que nos estaba volando filo que daba gusto, yo me mantenía cerca de Fervonio cuando vimos pasar a los primeros 2 generales puestos en viajes; uno de ellos ya había votado el sombrero, el otro no supe si llevaba sombrero o si eran solo las manos en la cabeza. Tras ellos me desprendí yo también, y, aunque corría como un incendiado, lo más que logre fue no perderlos de vista pero alcanzarlos nunca.

Solo Fervonio, como que no era con él, ahí te van balas y “aguántense muchachos”. Cuando los muchachos ya no podían aguantarse más dieron el colazo en firme. En el corralillo solo quedaron 2 mal heridos, 1 muerto y los rifles abandonados, ¿Quién iba a estar entonces pensando en rifles, sin saber si quiera cuantas leguas iba a tener que abrirse?

Claro que en el corralillo quedo también Fervonio, que como no sabía correr, pero ni cambiar el paso, cayó prisionero. El que le hecho el guante fue un general enemigo que comandaba el grupo más osado del ataque. El tal general tenia enteros todos los nervios del combate, y así fue que en cuanto avanzaron a Fervonio, solo fue mentarle a su madre y sin más ni más lo amarro contra un chilamate, mando formar 5 números frente a él y tras el “carguen armas”, le dijo: -“Oiga, desgraciado, despídase, que estos son sus últimos momentos”. Fervonio se quedo viéndolo; después paseo la vista por los soldados del pelotón; después hablo: -“Por mí no se atrase… De quien quiere que me despida si no conozco a ninguno?”

Varios de los soldados se rieron. El general primero se asustó, en seguida soltó una carcajada y soltó a Fervonio después, diciendo: -“déjenlo muchachos… Que hombre más bruto…!”

Fervonio ni gracias dijo, sino que con su mismo paso aquel, se fue a agregar, “pecho de paloma” como lo tenía a la fila de avanzado. Muchos de los de esta fila, si el general hubiera seguido tan nervioso y si Fervonio no ha salido con eso, se hubiera doblado también con el pecho pasconeado, hasta donde el mecate los dejara.

En las guerras ese es el momento peliagudo: cuando lo acaban de avanzar a uno. El que logro anochecer ya esta salvado; y así fue como Fervonio Baquedano consiguió vivir un tiempo más, hasta darme ocasión de volver a encontrarlo, meses después, y cuando ya sabía yo el cuento de su milagrosa escapada. Fue entonces cuando le dije: -“Hombre Fervonio dicen que te viste “alitas de cucaracha”; que por un pelo no te doblaron sobre mecates, cuando el zanjón de Santo Cristo”.

-“que le parece, amigó. Casi me parten en ese día”.

-“Bueno, pero vos que sentiste esa vez, cuando tenias las cañas huecas frente a frente?”, le pregunté.

Y Fervonio, siempre grandote, siempre despacioso, se llevo a la nuca su mano derecha, y rascándose suavecito, con aquel su modote sin prisa me contestó: -“pues amigó, viera usted que hormiguero más bravo el que tenía ese chilamate”.

Amar hasta fracasar

Hay escritos curiosos que se han hecho con el lenguaje. Versos que se pueden leer al revés y al derecho, guardando siempre el mismo sentido,...