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martes, 8 de marzo de 2022

El juego perfecto

Sergio Ramirez Mercado

Siempre que subía tan apresurado por la boca de la gradería sólo tenía ojos para el bull-pen, ver si al muchacho se lo habían sacado a calentar, si al fin el manager se decidiría a ponerlo esa noche de abridor. Pero el bus se había descompuesto en la carretera sur y ahora venía con tanto retraso, el juego Boer-San Fernando qué años comenzado. Desde la tiniebla del túnel impregnado de olor a orines había oído el largo pujido del umpire cantando un strike, y casi corriendo, con el portaviandas colgando de la mano, la botella bajo el brazo, emergió a la blanca claridad que parecía bajar como un vapor lechoso desde el mismo cielo estrellado.

Procuraba llegar temprano al estadio, cuando todavía el manager del San Fernando no había entregado el line-up al umpire principal y los pitcheres seguían calentando en el bull-pen. A veces le sacaban a calentar al muchacho, y entonces se pegaba a la malla, con los dedos engarzados en el tejido de alambre para que lo viera que ya estaba allí, que ya había llegado. El muchacho era tímido y se hacía el desentendido mientras seguía tirando silencioso y desgarbado, para volver siempre a la banca cuando comenzaba el juego. Nunca, desde el principio de la temporada cuando el San Fernando se lo firmó para la liga profesional, se lo habían sacado a abrir. Y a veces ni a calentar. Algunas noches le daba la respuesta con la cabeza desde las sombras del dog-out: no, esa vez tampoco.

Pero ahora que llegaba tan tarde al juego, tras otear en la verde distancia del campo iluminado, lo descubrió al instante en la lomita, flaco y medio conchudo como era, estudiando la señal del catcher. Y antes de que pudiera poner en el suelo el portaviandas para ajustarse mejor los anteojos, lo vió armarse y tirar.

¡Strike! oyó vibrar otra vez el sostenido pujido del umpire en la noche calurosa. Volvió a otear, ahora llevándose las manos al ala del sombrero: era él, el muchacho estaba tirando, se lo habían sacado a abrir. Lo vió recoger con desgano la bola que le devolvía el catcher, limpiarse el sudor de la frente con la mano del guante. Le falta un poquito de pulimento, le falta lija, pensó orgulloso.

Recogió el portaviandas y como si temiera hacer ruido, caminó con cuidado, casi de puntillas, hasta la frontera entre los palcos del home-plate y la gradería de sol, lo más cerca posible del dog-out del San Fernando. Todavía no sabía qué estaba ocurriendo en el juego, a qué altura iba, sólo que el muchacho estaba allí al fin en la lomita bajo la luz de las torres, mientras la noche se extendía más allá de la pizarra, más allá de las graderías.

Un batazo que ascendía inofensivo lo detuvo en su camino. El short-stop retrocedía unos pasos y abrió los brazos en señal de que era suyo. Lo cogió tranquilamente, tiró la bola al campo y todo el equipo corrió hacia el dog-out. Final de inning, y el muchacho se vino caminando sin prisa, la cabeza gacha.

En realidad, el estadio estaba casi vacío. No se oían aplausos ni gritos y parecía más bien un día de práctica de esos que congregan a unos cuantos curiosos, los espectadores concentrados en pequeños grupos, como si tuvieran frío.

Aún de pie, estudió la pizarra que se alzaba a lo lejos detrás de la barda abigarrada de anuncios de colores, ya en la zona donde la luz de las torres no caía directamente y se comenzaba a crear una penumbra. La pizarra era como una casa con ventanas, dos ventanas para las anotaciones de cada inning por donde se veían las siluetas de los empleados encargados de colocar los números. La sombra de uno de los empleados cerraba la ventana de la parte baja del cuarto inning con un cero:

A su muchacho no le habían pegado ni un hit, ni el cuadro le había cometido error, por lo tanto iba pitcheando perfecto. Perfecto, volvió a limpiar los anteojos en la falda de la camisa, el portaviandas otra vez en el suelo, la botella prensada bajo el brazo, empañándolos con el aliento y volviéndolos a limpiar.

Ascendió unas cuantas gradas para entrar en el grupo de espectadores más próximo, y se sentó junto a un gordo manchado de bienteveo, vendedor de quinielas. El gordo tenía a su alrededor un halo de cáscaras de maní que escupía continuamente mientras quebraba las cáscaras con los dientes y masticaba las semillas.

A su lado, en la grada, puso el portaviandas y la botella. En el portaviandas traía la cena que ella le preparaba al muchacho para que se la comiera al terminar cada juego. La botella era de café con leche.

- ¿No ha habido carrera?- preguntó al grupo, para cerciorarse de que la pizarra no le mentía, volteándose penosamente. Un mal aire en el cuello, viejo de tenerlo, no le permitía girar con libertad la cabeza.

El gordo lo miró con esa segura familiaridad de los espectadores de beisbol. Todos se conocen en las graderías aunque nunca se hayan visto en la vida.

-¿Carrera?- se sorprendió el gordo como frente a una gran herejía, sin dejar de meterse los maníes en la boca. Al flaquito ese del San Fernando no le han tocado la primera base.

-Si es un muchachito- dijo una mujer que estaba en la fila de atrás, estirando la boca con la compasión que se habla de los niños muy tiernos. La mujer tenía dientes de oro y usaba anteojos como de culo de botella. A sus pies custodiaba una gran cartera.

Otro de los espectadores que estaba sentado más arriba se rió, complaciente, con toda su boca chintana.

-¿De dónde habrán sacado a esa quirina?

El se esforzó en voltear otra vez la cabeza para encontrar aquella boca grosera que había llamado quirina al muchacho. Se acomodó los anteojos para mirarlo mejor, con todo su reproche. A los anteojos les faltaba una pata, y en lugar de la pata se los amarraba a la oreja con un cordón de zapatos.

-Es mi hijo- les notificó a todos, recorriendo sus caras de manera desafiante, pese a la dificultad. El chintano seguía con la misma mueca de risa pero no dijo nada. El gordo le dió unas palmaditas afectuosas en la pierna, sin dejar de escupir las cáscaras.

Cero carrera, cero hit, cero error. Era su hijo, estaba pitcheando al fin, y estaba pitcheando sin mácula. Se sintió seguro allí en la gradería.

Y los altavoces roncos anunciaron que era precisamente el muchacho quien salía a batear ahora que le tocaba el turno al San Fernando.

Se lo poncharon rápido. Uno de los cargabates corrió a pasarle la chaqueta para que no se le enfriara el brazo.

-Buen bateador no es- explicó sin mirar a nadie.

-No se ha inventado todavía el pitcher que sepa batear- contestó la mujer.

La mujer no parecía andar con su marido y extrañaba verla en el grupo de hombres. Esta mujer que debía ya estar acostada en su cama a semejantes horas, sabe de beisbol, pensó agradecido.

Ella, por el contrario, nunca había querido coger camino de noche para acompañarlo al estadio; le alistaba al muchacho el portaviandas con su cena y se quedaba oyendo la partida aunque no le entendiera, sentada junto al radio en el taller de zapatería que les servía de cuarto y de cocina.

Ahora el San Fernando se tendía en el terreno después de batear sin pena ni gloria. El juego seguía cero a cero y el muchacho regresaba a la lomita. Cierre del quinto inning.

-Vamos a ver cómo se porta- dijo el gordo cariñosamente. -Yo soy boerista a muerte, pero delante de un buen pitcher me quito el sombrero-. Y acto seguido se quitó la gorra amarilla con la insignia de Allys-Chalmer y la paseó alrededor de su cabeza, como en homenaje.

El cuarto bate del Boer era el primero que salía a batear, un yankote chele, importado. Mascaba chicle, o tabaco. Debió haber sido tabaco porque la pelota le abultaba en el carrillo y escupía continuamente.

El muchacho le lanzó tres veces nada más. Tres strikes de filigrana, el último una curva que quebró perfecta, en la esquina de afuera del plato. El yanki ni siquiera pasó el bate una sóla vez, estaba como sorprendido.

-Pasó de noche, -se rió la mujer- el chavalo está crecido.

Después hubo un roletazo al cuadro, fácil. Por último un globito a las manos del tercera base. Estaban los tres outs en un abrir de ojos.

-Vaya, pues -exclamó el chintano- tiene caña esta quirina. Era como para que lo oyera todo el estadio, si el estadio hubiera estado lleno de gente. Pero más allá sólo se extendían las graderías vacías, y en los palcos, unas cuantas chispas de cigarrillo entre las ristras de sillas metálicas, debajo de las cabinas iluminadas de los narradores de radio.

El ya no se molestó en voltear a ver al chabacano. Quince outs colgados. ¿Estaría ella pegada al radio allá en el taller? Algo estaría entendiendo, el nombre del muchacho ya lo habría oído.

Salió el San Fernando otra vez a batear, apertura del sexto inning. Un hombre llegó a primera con un toque sorpresivo y el catcher que era el quinto bate, pegó un doble. Con un corring tremendo el embasado de primera llegó a home. Y aquello fue todo; el inning cayó con una carrera anotada.

-Bueno, -dijo el gordo boerista con cierta tristeza- ahora su muchacho entra con una carrera de ventaja.

Era la primera vez que le decían "su muchacho". Y su muchacho se alejaba otra vez hacia la lomita, encorvado, frágil, la cara afilada bajo la sombra de la visera de la gorra. Un niño, había comentado antes la mujer.

-En junio me cumple los dieciocho años - le confió al gordo.

Pero el gordo se estaba levantando entusiasmado porque de entrada sonaba un batazo largo, por el centerfield. El se consternó cuando vió la bola alejarse hacia semejantes profundidades, pero allá, junto a la cerca esmaltada con sus letras brillantes que parecía recién humedecida de lluvia, el centerfielder fue retrocediendo hasta agarrar el batazo. Se oyó el crujido de la cerca cuando chocó con ella.

El gordo volvió a sentarse, desilusionado.

-Buen cachimbazo-, dijo nada más.

Después hubo un roletazo largo, por la tercera. El hombre de tercera recogió detrás de la almohadilla, engarzó bien y tiró con todo el brazo. Out en primera.

-Le está jugando bonito el cuadro a su muchacho- dijo la mujer.

-¿Y usted con quién va ahora, doña Teresa?- le preguntó el gordo, un tanto ofendido.

-Yo nunca voy con nadie, yo sólo vengo a apostar, pero hoy no hay con quien- contestó ella, tranquila.

Ella llegaba con reales en la cartera, a apostar por todo: bola o strike, se embasa o no se embasa, carrera o no hay carrera. Y el gordo a vender sus quinielas en los sobrecitos.

Ahora el tercer hombre al bate producía un machucón frente al plate, que el catcher recogía rápidamente para matar en primera. El bateador ni siquiera se molestó en correr, lo que ofendió al gordo.

-¿Y a este huevón para qué le pagan? ¡Huevón!- gritó, haciendo bocina con las manos.

Desde la lejanía de las graderías desiertas alguien se acercaba con un radio al oído. Un pequeño transmisor celeste, de plástico. El gordo llamó al dueño del radio por su nombre, para que se acercara.

-¿Qué está diciendo Sucre?- le preguntó.

-Que aquí puede haber juego perfecto.

El dueño del radio hablaba con la entonación de Sucre Frech.

-¿Eso dice?- preguntó él, enronquecido por la emoción. Se amarró mejor a la oreja el cordón de zapatos de los anteojos, como si necesitara ver bien lo que le estaban contando.

-Subile el volumen- pidió el gordo. El dueño del radio lo puso sobre la grada y le subió el volumen. El gordo hizo el ademán de tirarse a la boca un maní invisible, y masticó: los que se quedaron tranquilos en su casa esta noche están despreciando este regalo de la suerte, la posibilidad de ver pitchear por primera vez en la historia patria un juego perfecto. No saben de lo que se están perdiendo.

Y la apertura del séptimo inning, el inning de la suerte. El San Fernando al bate: un hombre recibió una base por bolas, pero no logró pasar de primera, lo agarraron movido; después un hit más, pero no hubo nada, una línea de aire a las manos del pitcher, un ponchado, el juego iba rápido.

Otra vez el Boer iba a batear y en el lucky-seven, al muchacho le tocaba enfrentar la batería gruesa, una carga pesada aquí en el cierre del séptimo inning, el inning de las cábalas, las sorpresas y los sustos. A temblar todo el mundo.

El estaba temblando, como si le fuera a entrar fiebre, a pesar del calor. Miró penosamente hacia atrás para ver qué cara estaba poniendo el chintano. Pero el chintano se había quedado abstraído y silencioso, pegado al radio azul. El viento tibio parecía alejar la voz de Sucre Frech, sumergida en la estática.

El pujido del umpire era real, se podía tocar.

¡Strike three! El muchacho se había ponchado al primero.

-Lo que esta quirina está tirando son pedradas- musitó el chintano como rezando, las manos pegadas a la barbilla.

Vió levantarse serenísima la bola en la blanca claridad, un globo que pegado a la raya viene buscando el leftfielder: se coloca lentamente, espera ¡captura la bola! para el segundo out del inning.

La mujer se golpeó entusiasmadamente las rodillas.

-¡Eso, eso!- dijo. En sus anteojos de culo de botella el mundo parecía al revés.
El gordo masticaba aire en silencio.

Bola, alta, la primera. El chintano se paró como para desentumirse, pero era pura muina. Foul, hacia atrás. Primer strike.

Uno y uno la cuenta para el bateador. Foul, de machucón. Lo pone en dos y una.

Y el campo calmo, silencioso, los outfielderes jugando a media distancia, inmóviles. Un camión pasando lejano hacia la carretera sur.

Foul, hacia atrás, tres foules seguidos. El hombre no quería rendirse.
¡Strike!

La bola pasó como un bólido por el centro del plate, el bateador ni siquiera la vió y se quedó con la carabina al hombro.

¡Final del séptimo inning!

Y se oyeron aplausos desperdigados, como hojas secas. Los aplausos tardaban en llegar a sus oídos en aquellas soledades. Y antes de poder girar la cabeza se rió. Sabía que todos los del grupo, el chintano, incluso el gordo, estaban contentos.

-Esto es grande, aunque me duela- dijo el gordo con gravedad.

Ahora Sucre Frech estaba hablando de Don Larsen, que hacía sólo dos años había pitcheado en una serie mundial el único juego perfecto en la historia de las grandes ligas, la hazaña a la cual este pitcher desconocido de Nicaragua parece acercarse ahora paso a paso, lanzamiento por lanzamiento.

Estaban comparando con Don Larsen al muchacho que había regresado al dog-out para sentarse tranquilo en el extremo de la banca, callado allí en su rincón, como si nada. Sus compañeros de equipo hablando de otras cosas como si nada, el manager como si nada. Managua en la oscuridad, dormida, como si nada. Y él mismo allí como si nada, ni siquiera se había acercado a la malla como siempre, para dejarse ver, que supiera que ya estaba allí.

Un muchacho desconocido y novato, que me dicen es de Masatepe, ha firmado este mismo año por el San Fernando. Su primera experiencia de abridor en la liga profesional, su primera oportunidad, y aquí está: lanzando un juego perfecto. ¡Quién lo iba a decir!

-Juego perfecto significa la gloria- asintió el gordo, que estaba poniendo atención religiosa al radio.

-Eso es asunto de pasar ya a las grandes ligas. Ya, mañana mismo, y agarrar la marmaja- afirmó la mujer, haciendo un gesto como de enseñar los billetes.

El se sintió emocionado y envalentonado. Burlón, miró casi de reojo al chintano: aquí está tu quirina, quería decirle. Pero el chintano, lejos de querer desafiarlo, meneó la cabeza con respeto.
Los altavoces repitieron dos veces el nombre del primer bateador del San Fernando. Llegó a primera con un infield hit y el siguiente bateó para dobleplay, un roletazo al short. Al muchacho que cerraba la tanda se lo volvieron a ponchar, y cayó el inning.

-¡Apúrense que quiero ver pitchear a la quirina!- gritó el chintano cuando el Boer salía del terreno, pero a nadie le cayó en gracia. El gordo lo calló: ¡ssshhh!

Y allí se apagaban otra vez las luces rojas de los strikes y de los outs en la pizarra lejana, y ahora al cierre del octavo. Todo mundo, a amarrarse los cinturones.

El muchacho volvió a la lomita. Allí estaba ya otra vez, sudoroso, estudiando la señal del catcher. Todo lo que le había sacado al brazo esa noche no era juguete, haciendo historia con el brazo. ¿Se estarían dando cuenta en Masatepe? ¿Estaría la gente despierta en el barrio? La noticia ya debía haber corrido a esas horas, estarían abriendo las puertas, encendiendo las luces, congregándose en las esquinas, porque el hijo del pueblo estaba pitcheando un juego perfecto.

¡Strike, tirándole, al primero!

Otra vez el yanki, cuarto bate del Boer, plantado frente al plato blandía el bate con rabia, la pelota de tabaco tensa en el cachete.

Antes de que se diera cuenta, el muchacho le atravesó el segundo strike.

No trajo bolas malas el chavalo, las dejó todas en su casa. Allí va otro lanzamiento de humo: ¡Strike, le cantan el tercero! ¡Se ha ponchado!

El yanki tiró el bate furioso, tan duro que fue a rebotar cerca del dog-out del Boer. El chintano lo silbó, llevándose los dedos a la boca.

-¿Se da cuenta, amigó?- le tocó el brazo el gordo de las quinielas. Cinco outs más, y usted también pasa a la inmortalidad, por ser su padre.

Sucre Frech estaba hablando ahora de la inmortalidad en el radito celeste que vibraba sobre la dura gradería de cemento, de los grandes inmortales del deporte rey, Managua entera debería estar ya aquí para presenciar la entrada de un muchacho humilde y desconocido en la inmortalidad. Y él asentía, aterido, todo Managua debería estar ya aquí a estas horas, la gente entrando apresurada por los túneles, emergiendo apiñada en las bocas de las graderías, repletando los palcos, en pijamas, en chinelas, en camisola, levantándose de sus camas, cogiendo taxis, viniéndose a pie a ver la gran hazaña, la hazaña única: línea dura, durísima, entre center y left.

Desde la nada el leftfielder apareció corriendo hacia adelante y extendiendo el brazo en la carrera engarzó como por magia la bola, que ahora devolvía tranquilamente al cuadro. ¡Segundo out del inning!

El se había querido poner de pie, pero no pudo. La mujer vió la jugada entre los dedos, cubriéndose los ojos con las manos.

El chintano le tocó el hombro.

-En cuanto acabe este inning lo quieren entrevistar de Radio Mundial. Sucre Frech, en persona -le dijo-, y chifló sin sacar ningún sonido de su boca desdentada.

-¿Y cómo saben que él es el papá?- preguntó el gordo.

-Yo les fui a decir- contestó el chintano, la boca llena con su risa odiosa: roletazo por primera, entra el hombre de primera, captura, va a asistir el pitcher. ¡Un out fácil! ¡Out en primera!
-¡Vamos todos!- ordenó el gordo.

El grupo entero se puso de pie. El gordo encabezaba la procesión que se dirigió hacia los palcos, para que él hablara desde la cabina de Radio Mundial. Subieron por entre las silletas vacías y desde la ventana de la cabina Sucre Frech le alcanzó el micrófono.

Cogió el micrófono con miedo. El chintano empujaba para acercarse, la mujer pelaba los dientes de oro con su cartera de los reales colgada del brazo, como si fueran a retratarla. El gordo ponía oído, circunspecto.

-Déle sin miedo, viejito- lo animó el chintano por lo bajo.

Ahora ya no se acuerda las palabras que dijo, pero mandó un saludo a toda la fanaticada nacional, y en especial a la de Masatepe, a su señora esposa y madre del pitcher, a todo el barrio de Veracruz.

Yo lo hice como pitcher, hubiera querido haber continuado, desde la edad de trece años le empecé a cultivar el brazo, a los quince abrió su primer juego con el "General Moncada", todos los días yo mismo lo llevaba por delante en la bicicleta a su práctica, yo le cosí su primer guante en la zapatería, los spikes que anda ahora puestos son hechos míos.

Pero ya le quitaban el micrófono porque Sucre Frech tenía que empezar a narrar, apertura del noveno inning y el San Fernando en su último turno al bate, el juego una a cero. De lo que se están perdiendo los que no vinieron.

Y otra vez se fue en cero el San Fernando, en lo que volvieron a sus lugares en la gradería ya había un out, y los otros outs vinieron sin sorpresas. Y todo mundo lo que quería era entrar a la hora de la verdad, la última bateada del Boer, el último desafío para el muchacho que tanto se había agigantado a lo largo de la jornada:

Todo era cosa de un cero más en la pizarra, cerrar la última ventana abierta por la que se asomaba la cabeza distante del encargado. Ya ni pondrían la tabla, nunca la colocaban al final del juego.

Y cuando el muchacho partió hacia el centro del diamante, todos se quedaron en silencio respetuoso como despidiéndolo para un largo viaje. Desde la gradería lo vió voltear la cabeza un instante hacia él, quería cerciorarse quizás de que estaba allí, que no había dejado de llegar esa noche. ¿Es que lo he dejado solo?, empezó a reprocharse.

-¿Verdad, amigó, que es mejor que no me le haya acercado?- le preguntó de manera muy queda al gordo.

-Sí -sentenció el gordo- será cuando acabe el juego perfecto que vamos a ir todos a abrazarlo.
Bola, alta, la primera.

El catcher tuvo que recibir de pie el lanzamiento. Comienzo del noveno inning, una bola, cero strike.

-Yo no me atrevo ni a ver- dijo la mujer y se cubrió la cara con la cartera de los reales.

El negro que estaba bateando era cubano de los Sugar Kings, ya el muchacho se lo había ponchado una vez. Requeneto y musculoso, el uniforme le quedaba tilinte. Con impaciencia se daba con el bate en las suelas.

-Este negro se ve con ganas de romperle las costuras a la bola- proclamó el chintano.

El segundo lanzamiento pasó alto también. El umpire se volteó hacia un lado para marcar la bola, sin ningún aspaviento.

Dos bolas, cero strike.

-No te me vayas a descontrolar a estas horas de la noche, papito lindo- volvió a hablar para todas las tribunas el chintano.

Bola, mala, la tercera, cantó Sucre Frech desde el radio con gran alarma.

-¿Qué ha pasado?- preguntó la mujer sin dar la cara.

-¡Qué barbaridad!- se lamentó el gordo, y lo miró a él, con lástima sincera. El sólo sentía que el sudor le mojaba copiosamente la badana del sombrero.

El catcher pidió tiempo y fue trotando hasta la lomita a conferenciar con el muchacho. Escuchó muy atento lo que el catcher le decía, al mismo tiempo que rebotaba la bola contra el guante.

La conferencia en la lomita ya terminaba, el catcher se colocaba de nuevo la máscara y el bateador volvía al plate. El próximo lanzamiento una bola y el negro del uniforme tilinte tiraría burlón el bate para trotar hacia la primera base, contento de la desgracia ajena.

¡Strike!, se oyó cantar en el gran silencio al umpire, el brazo en una manigueta violenta. Cuando el eco del pujido se apagó, parecía oirse el chisporrotear de los focos desde la altura de las torres.
-El automático- dijo el chintano.

La cuenta es de tres bolas, un strike. No hay out. Sucre Frech no dijo más. Por el radio sólo entraban ráfagas de estática.

Acurrucado y con los brazos pegados a las rodillas, se sentía como indefenso. Pero su ilusión lo hacía deshacerse en el mismo vapor iluminado que descendía de las torres, del cielo estrellado mismo. Era una ilusión que le dolía.

¡Strike!, volvió a cantar el juez.

-Ese strike lo oyeron en todo Managua- se sonrió afable el gordo.

El negro le había tirado a la bola con toda el alma y después de girar en redondo quedó trastabillando, desbalanceado.

-Si llega a agarrar esa bola, no la vemos nunca más- dijo el chintano, que seguía predicando en el desierto.

Tres bolas, dos strikes. Los que padecen del corazón, mejor apaguen sus receptores y averigüen mañana en el periódico qué es lo que pasó aquí esta noche.

El muchacho cazó con desgano la bola que le devolvía el catcher, una bola nueva. La observó en su mano, como interrogándola.

La mujer seguía preguntando qué pasaba, oculta tras la cartera.

-Qué jodés- la regañó el gordo, nervioso.

El negro soltó un batazo altísimo que el viento trajo hasta el dog-out del San Fernando, cerca de donde ellos estaban sentados. El catcher vino en su persecusión, con cara desesperada, pero la bola fue a rebotar con golpes sordos en el techo de los palcos. -La cuenta ser mantiene en tres y dos- dijo el chintano, como si fuera el locutor.

-¿Vos sos payaso, o qué?- el gordo ya estaba bravo: roletazo entre short y tercera, sale el short, recoge, tira a primera: ¡out en primera!

A él la ilusión se le subió a la garganta, estalló allí triunfalmente y el estallido lo inundó por completo. ¿Volvería con él a Masatepe esa misma noche? Cohetes, el gentío en la calle, habría que cerrar la puerta de la zapatería, no fueran a robársele todo.

El ojo rojo de la pizarra estaba marcando el primer out.

-Ya va llegando, va llegando- suspiró la mujer, con esfuerzo.

Sintió que el gordo le echaba afectuosamente el brazo, el chintano le palmeaba la espalda chabacanamente, el dueño del radio le subía más el volumen, en señal de alegría.

-No me feliciten todavía- pidió él, deteniéndolos con un gesto de las dos manos, pero más bien les quería decir: felicítenme, abrácenme todos y todos distraídos, riéndose, comentando.

El sorpresivo sonido del bate los hizo volver de inmediato la vista al cuadro.

Vió la bola blanca, nítida, rebotar en el engramado en viaje hacia la segunda base y detrás de la almohadilla el hombre de segunda ya estaba allí, venía al encuentro de la bola y le llegaba de costado, la recogía, recoge, la saca del guante, va a tirar a primera, la pierde entre las manos, una malabar que no acaba nunca, recupera, tira a primera, viene el tiro, el tiro es abierto.

El corredor pasaba raudo sobre la almohadilla de primera y con su misma sonrisa de un momento antes pidiéndoles que no lo felicitaran, él tornaba a mirarlos, todo aquello era mentira y era locura. Pero el juez de primera vestido de negro seguía allí, casi en cuclillas, los brazos abiertos barriendo una y otra vez el suelo, mientras el corredor se afirmaba desafiante sobre la almohadilla y lanzaba a lo lejos el casco protector.

El dueño del radio le quitó el volumen. La voz de Sucre Frech sonaba, pero ya no se entendía lo que seguía diciendo desde la cabina.

-Detrás del error, viene el hit- dijo el chintano, implacable. Los dos o tres fotógrafos que andaban por el campo, se congregaron junto al home plate.

El sonido claro y sólido del bate lo llamó otra vez desde las profundidades donde andaba perdido y desconsolado. La bola picaba en el fondo del centerfield, rebotaba contra la cerca y el hombre de primera estaba llegando cómodamente a la tercera base, venía el tiro de vuelta al cuadro, en relevo hacia el catcher para contener al corredor en tercera, un tiro malísimo y la bola casi la metían en el dog-out, los flashes de los fotógrafos denunciaban que estaban entrando a la carrera del empate y el segundo corredor ya doblando por tercera, la bola no llegaba nunca y el hombre se barría en home en medio de una gran polvareda y más flashes de los fotógrafos.

-¡Allí está el Boer, pendejos!- gritó el gordo, feliz.
El miró desconsolado a los del grupo.

-¿Y ahora?- les preguntó, casi sin darse a oir.

-La bola es redonda- declaró desde atrás el chintano, ya de pie para irse.

La poca gente comenzó a salir, despreocupada, apresurada. El gordo se alisó el pantalón por las nalgas, buscando el viaje. El San Fernando ya había desaparecido del cuadro. El gordo y la mujer se alejaron, platicando.

Entonces él recogió el portaviandas y la botella de café con leche ya fría. Empujó la puertecita de cedazo y entró al terreno. En el dog-out los jugadores andaban perdidos en la penumbra, vistiéndose para irse.

Se sentó en la banca junto al muchacho y desamarró el trapito que cubría el portaviandas. El muchacho, el uniforme traspasado de sudor, los zapatos llenos de tierra, comenzó a comer en silencio. A cada bocado que daba lo miraba a él. Masticaba, daba un trago de la botella, y lo miraba a él.

Mientras comía se quitó la gorra para secarse el sudor del pelo y una ráfaga de viento que arrastraba polvo desde el diamante, se le llevó la gorra. El se levantó presuroso para ir tras la gorra del muchacho, y logró recogerla más allá del home plate.

Del lado del rightfield comenzaron a apagar las torres. Sólo quedaban los dos en el estadio, rodeados por las graderías silenciosas que empezaban a ser invadidas por la oscuridad. Volvió con la gorra y se la puso cuidadosamente en la cabeza al muchacho que seguía comiendo.
(Clave de sol)

¿Por qué cantan los pájaros?

Sergio Ramírez Mercado

(Este relato pertenece al libro EL REINO ANIMAL, publicado por Alfaguara en junio del 2006, en Madrid y México)
1.
Cuando terminaron sus estudios en el colegio de monjas donde pasaron internas por cinco años, les tocó despedirse antes de volver cada una a su país. Eran tres. Una se llamaba Sara, la otra Gabriela, la otra Claudia. Se juntaron en el café donde iban siempre los domingos, y allí acordaron que nunca más volverían a comunicarse sino veinte años después. Entonces regresarían al mismo lugar para confesarse lo que había sido de sus vidas. La primera que llegara esperaría a las otras en la misma mesa a la que estaban ahora sentadas, al lado de la ventana que daba a la plaza. Y la hora del encuentro sería la misma que marcaban las campanadas del reloj de la torre del ayuntamiento, visible desde la mesa. Las cinco de la tarde.
2.
Aquella promesa se la habían hecho a comienzos de la primavera. De modo que cuando veinte años después llegó el día de la cita, también era primavera, pero una primavera de lluvias molestas, como la que caía ese día. Sara llegó de primera y fue directo a la mesa. Detrás del cristal de la ventana se veía pasar a los transeúntes bajo imponentes paraguas negros, como si se apresuraran camino de un funeral. Pidió un café expreso. No recordaba el rostro de ninguno de los camareros que iban y venían entre las mesas. El que la atendió ahora apenas habría nacido cuando ellas se despidieron.

Una mujer, desprevenida de la lluvia, atravesó la plaza. Era Gabriela. Cuando Sara la tuvo de frente se dio cuenta que llevaba el pelo teñido de un impreciso color violeta, y le sobraban las joyas. Pulseras, sobre todo. Se besaron, se miraron, una en brazos de la otra, volvieron a besarse. Gabriela, a su vez, vio en Sara a una mujer de ojos tristes que parpadeaban tras los lentes asegurados con una fina cadena de oro. Iba vestida con un gusto impecable, y llevaba el pelo muy corto, como el de un muchacho. Conservaba dos cosas. Conservaba la gracia de convertir el tic que la hacía fruncir hacia un lado la boca en algo así como una sonrisa insinuante. Y conservaba sus hermosos pechos. Altos, llenos. Lo más llamativo de su persona desde los tiempos del internado.

No tardó en aparecer Claudia. El paso del tiempo, al quitarle la juventud, la hacía ver como una mujer de apariencia mediocre, aún más baja de estatura quizás por los kilos de peso que le sobraban, y que se le veían así mismo en la papada. Se acercó a ellas entre espavientos, y luego lloró. Pidió un vodka tónico. Gabriela quiso otro, era lo de siempre en sus encuentros. Aún servían en el lugar los cocteles en vasos largos adornados con una sombrilla japonesa en miniatura. Sara no bebía. Había pasado por una crisis de alcoholismo, y gracias a la terapia de grupo era abstemia absoluta. Fue la primera confesión que se oyó en la mesa.

Tras muchas efusiones repasaron nimiedades de la vida en el colegio. Recordaron los apodos de las monjas, sus necedades, sus defectos. Recordaron a madre Yolanda, la prefecta, que tenía el vicio de dar conferencias al alumnado sobre las aves canoras, y en el curso de la exposición demostraba que sabía imitar sus trinos. Siempre era la misma conferencia, y el mismo repertorio de pájaros. Como regalo de graduación había dado a todas un pequeño libro escrito por ella misma que se llamaba Por qué cantan los pájaros. Sólo Sara lo conservaba. Lo había encontrado hacía poco trastejando cajas viejas.

Ninguna recordaba ahora las razones que daba la prefecta para explicar por qué cantaban los pájaros. Pero sí recordaban lo horrible de la comida en el internado, las faltas al reglamento. Recordaron que fumaban en los baños, seguras de no ser descubiertas porque el humo no tardaba en disiparse gracias a la altura de la bóveda del techo que se abría sobre las casetas. Una noche una interna, extranjera como ellas, metió al novio al dormitorio comunal. Una hazaña. Rígidas en sus camas, la cara mirando al cielo raso, los oyeron jadear, oyeron los grititos sofocados de ella. Alguna de las alumnas la denunció al otro día. Las monjas la expulsaron. Pusieron un cablegrama urgente a sus padres para que llegaran por ella y mientras tanto la mandaron a un hotel.

3.
Llegó el momento de rendirse cuentas. Caía la noche. En la plaza funcionaba un carrusel que ya había encendido sus racimos de luces. La caja de música del carrusel tocaba una polka, o bien pudo haber sido un valse de compases acentuados.

Sara se ofreció a empezar y la situación resultó ser la siguiente:

Se había casado dos veces, tenía un hijo del primer matrimonio, y una hija del segundo. Su primer marido había sido un dentista. Engañó al dentista al año de casados, y aquel hijo no era suyo. Al segundo marido, que era ingeniero civil, también lo engañaba, pero la niña sí era hija suya. Anselmo se había llamado el dentista. Llegó a su clínica una carta anónima donde se denunciaba la infidelidad de que era víctima, y sin someterla a ningún maltrato la abandonó. El niño de tiempos de ese matrimonio se llamaba Anselmo también, pero su verdadero padre era un instructor de gimnasia, Frank. Bello en su juventud. El segundo marido, el ingeniero civil, se llamaba Horacio. Muy exitoso. La niña, Marisabel, tenía ahora doce años, díscola, caprichosa. Anselmito, en cambio, un ángel. Estudiaba dentistería también, en homenaje al que creía ser su padre. Horacio seguía siendo su marido. La idolatraba, lo único es que era tan aburrido.

Sometida a interrogatorio tuvo que confesar que no era feliz. Las infidelidades no la habían hecho feliz, dijo, y su tic de fruncir hacia un lado la boca, en lugar de convertirse en sonrisa, pareció congelarse en su cara. ¿Y el segundo amante? No engañaba al ingeniero civil con un amante fijo, ahora prefería romances ocasionales que no la comprometieran. Disfrutaba la trasgresión, pero cuando se consumaba, la invadía la tristeza. Era como si buscara algo que no lograba encontrar. Por eso se había dedicado en un tiempo a la bebida, y por eso el ingeniero civil había estado dispuesto a abandonarla, más que por sus infidelidades que no conocía.

4.
Vino el turno de Gabriela. Antes de rendir su confesión se rió de buena gana, como si con aquella risa anunciara lo divertido, o lo absurdo, de lo que iba a contar. Pidió otro vodka tónico antes de seguir adelante. Quería darse valor. Imagínense, si lo llegara a saber madre Yolanda, la prefecta. Madre Yolanda , la amante del canto de los pájaros, de todas maneras ya debería haber muerto. Era muy vieja. El día de la graduación hubo que subirla casi en peso al estrado, y se había acercado al micrófono apoyándose en dos bastones.

Cuando volvió a su país, dijo Gabriela, empezó un noviazgo con un hombre casado. Estaba dispuesto a divorciarse de su esposa, porque quería todo en buena regla, al punto que mientras ella no salió de casa de su padre jamás tuvieron relaciones carnales. El padre se había opuesto a aquella relación. La viudez, porque quedó viudo poco después de volver ella, lo había endurecido. Y, peor que eso, lo había convertido en moralista, después que toda su vida de casado dio guerra sin ocultarlo, una mujer de cartel tras otra. Se volvió de un catolicismo odioso. Un furibundo practicante. Y como ella no quiso obedecer sus órdenes de que dejara a aquel hombre casado, la echó de la casa.

Mario Alberto se llamaba aquel hombre casado, con dos hijos. No se rían, por favor, pero lo mejor que tenía, si me preguntan cuáles eran sus cualidades, era la de ser supremo bailarín. Parecía pisar las nubes. Lo conoció en casa de una amiga de la infancia, le llevaba diez años pero no importaba.

El caso es que cuando su padre la puso en la calle, no tenía ni para el taxi que debía llevarla adonde debía ir, y tampoco existía ese lugar adonde ir. Así que el hombre casado se encargó de todo. La puso en un hotel, y después a un apartamento pequeño. Era dueño de una fábrica de mercancías de plástico, baldes para pintura, regaderas de jardín, palos de escoba. Se entregó virgen a él la tercera noche que le tocó dormir en el hotel. No se rían, yo era virgen, así fue.

Un mes después murió su padre de un derrame cerebral. Sería de la cólera. La desheredó, y siendo su única descendiente, haciendas, acciones, hasta la casa solariega, todo lo dejó a los padres claretianos. Había llegado al colmo de ayudar a decir misa cada mañana en la iglesia de los claretianos. Él, tan lleno de vanidad y orgullo, que se paraba el sol a verlo cuando se hacía acompañar de las bellezas de moda.

El hombre casado, una vez que probó la miel ya no quiso divorciarse. Un día la esposa engañada, una mujer insignificante, tocó a mi puerta llevando de la mano al niño más pequeño, que tendría cuatro años, y se echó a llorar. No se rían si les cuento que lloré con ella. Llegó Juan Carlos de la calle, y al hallarnos juntas conversando lo que hizo fue huir. De allí en adelante todo fue declive, caída. Fue alejando sus visitas, hasta que dejó de aparecer. Y después que dejó de aparecer, dejó de pagar el apartamento. Si nos vimos, no me acuerdo.

Entonces se convirtió en vendedora de cosméticos a domicilio. Y un día, mientras iba por una calle cargando su valija de cosméticos, se encontró con un novio de la adolescencia. La vio triste y ojerosa, se lo dijo, que la veía triste y ojerosa, y la invitó a cenar. Bebió varias copas de vino en la cena, bastantes, y esa noche se entregó al novio de la adolescencia. Como le había contado sus dificultades, al irse en la madrugada le dejó un billete de cien dólares sobre la mesa de noche. Como en las películas.

Empezó a buscar a viejas amistades, porque no había muchos novios de la adolescencia de quienes echar mano. Después, amigos de sus amigos, y después, desconocidos amigos de los amigos de sus amigos. La valija de cosméticos pasó a la historia. Pero sabía que por mucho que el círculo se ampliara, con el paso de los años sus atractivos no podían durar, porque en la vida todo se acaba, salud, juventud, todo. De manera que inventó algo que le dio resultado.

Lo que inventó fue recuperar su valija de cosméticos. Y se presentaba en los colegios públicos, de jovencitas más o menos pobres, a hacer pruebas gratis de maquillaje. Fue un éxito. Mientras las maquillaba hacía su selección, y luego invitaba a las elegidas a tomar un refresco a la esquina, y si las cosas prosperaban, las invitaban a un almuerzo. Les regalaba dinero, poco. O las llevaba a las boutiques a que se compraran ropa, y como si fuera en broma les advertía que aquella compra quedaba como deuda, y ellas mismas quedaban en prenda. Pero no era broma. Las invitaba a su apartamento, organizaba fiestecitas vespertinas, llegaban sus amigos, los amigos de sus amigos, los desconocidos amigos de los amigos de sus amigos.

Luego eran ellas mismas las que le llevaban a otras del mismo colegio, o de otros colegios. Ya no necesitó más la valija de cosméticos. Desde que inventaron los celulares, ha dado a cada una un celular para tenerlas a mano. Los clientes sólo pueden llamar a un número central, que es el de ella misma, y ella se encarga de pasar la voz a la escogida.

Un día, cuál es su asombro, llama al teléfono de contactos aquel hombre casado sin saber que era ella. Tanto la habría olvidado que no le reconoció la voz. Entonces le hizo una cita falsa, le dio el nombre del colegio donde debía recoger a la jovencita frente al portón, y a la hora indicada se presentó ella misma a la cita. No se rían, no me pregunten por qué hice eso porque ni yo misma lo sé. Cuando el hombre casado la vio, huyó, segunda vez que huía, pero antes ella se le rió en la cara. Me le reí en la cara, dijo, pero al decirlo las miró una a una, y más bien se soltó en llanto.

Claudia abrió la cartera y le alcanzó un pañuelito de papel. Qué cosas las de la vida, adónde nos lleva en sus vueltas, dijo Claudia. Sara preguntó si hasta ahora no había tenido problemas con la policía. Gabriela , mientras se secaba las lágrimas con el pañuelito de papel, contestó que no con la cabeza. Y luego dijo: una tiene que arreglarse bien con la policía para tener un negocio de ese tipo, si entienden lo que quiero decirles. Entendían. Le preguntaron si podía considerarse feliz. ¿Todavía me lo preguntan?, dijo. Y volvió a llorar.

5.
Le tocaba a Claudia. Antes de empezar dijo que tenía algo de hambre, de modo que llamó al camarero que apenas habría nacido cuando ellas se despidieron, y pidió que le llevara el sándwich de pan cubano con lechón, mostaza y tomate, que lo hacían allí de muerte, si es que todavía lo hacían. El camarero dijo que sí, lo hacían. Ninguna de las otras pidió nada de comer. Claudia dijo que quería otro vodka tónico, y Gabriela dijo que estaba bien, la acompañaba.

Partió el sándwich con el cuchillo en tres porciones, y para hacer gala de buenos modales aprendidos un día con las monjas, extendió el plato a las otras dos, ¿no quieren, verdad? No, gracias, no querían. Siempre la misma Gabriela. En el comedor del internado, si se descuidaban, echaba mano del plato de al lado. Cogió la primera porción del sándwich entre los dedos de largas uñas pintadas de nácar, y empezó a masticar despacio con la boca cerrada, a tragar despacio. Pero luego apresuró los mordiscos, y se llenaba los dos carrillos, lo peor de la mala educación a ojos de las monjas. De ellas también había aprendido a no desperdiciar ni una miga, porque el desperdicio del alimento era ofensa al Señor. Fíjense en los pájaros canoros, decía madre Yolanda, recogen hasta el último granito, hasta la última semilla. De manera que igual que los pájaros canoros, ella recogía ahora cada pedacito de corteza caída sobre el mantel. Y mientras comía, sonreía a las otras.

Era viuda. Había enviudado a los tres años de casada. Su marido se había llamado Clarence. Clarence no tenía oficio, sólo estampa, y una mamá que desde el día de la boda los había mantenido a los dos. Bueno, tenía oficio. Siempre era presidente, o era tesorero, o algo, de la directiva del country club. Muy deportivo. Jugaba polo, jugaba jockey, jugaba golf, cualquier cosa, con tal de distraerse en algo. Muy social. Siempre estaba en cocteles, en tertulias. Conversador, siempre estaba hablando de todo. Experto en cosas que las otras ni se imaginaban. Las distancias, por ejemplo. Se sabía las distancias entre Londres y París, entre Sidney y Pekín, y las alturas, se sabía la altura del monte Everest, del monte Fujiyama, del Chimborazo. Se sabía la longitud de los ríos, el Amazonas, el Yan Tse, el Danubio. Murió de enfisema, clavado en la cama de un hospital, le pasó por empedernido fumador. No, nunca tuvieron hijos, gracias a Dios, qué haría ella ahora con hijos. Tampoco le dejó nada, era puro aire, pura apariencia, un mantenido de su mamá, ya les dije. La verdad, le dejó algo. Le dejó un closet lleno de zapatos de todo estilo, corbatas de seda italiana, chaquetas deportivas con insignias bordadas en la pechera, trajes cruzados, trajes de dos y tres botones, un smoking negro, otro smoking tropical, más la ropa y los instrumentos de sus deportes. Y las tarjetas de crédito reventadas, que la mamá ya no quiso pagar.

De modo que ya veían. Empezó a ganarse la vida como agente vendedora de seguros. Después se pasó a los bienes raíces. Le había ido más que bien. Jamás había vuelto a sentir apetitos sexuales, mejor sola que mal acompañada, niñas. Vivía para ella misma, se mimaba. Se compraba cremas y lociones caras, cosméticos caros, ropa interior cara, vestidos de marca. Hacía cruceros dos veces al año. Viajaba en los aviones en clase ejecutiva, se hospeda en los pisos ejecutivos de los hoteles. Le fascinaba comer. Cuando dijo esto, extendió las manos con los dedos llenos de mostaza, como buscando auxilio. Sara frunció la boca, atacada por su tic, y le alcanzó una servilleta. Le preguntaron entonces si era feliz, y respondió que si todo aquello podía llamarse la felicidad, era feliz.

6
Se levantaron cuando el camarero que apenas habría nacido cuando ellas se despidieron veinte años atrás, colocaba las sillas sobre las mesas para empezar su tarea de barrer el piso. El reloj de la torre del ayuntamiento dio las once, y el carrusel dormía en las sombras de la plaza cerrado con una cortina de lona.

Volvieron a despedirse. Pero antes se prometieron que se encontrarían de nuevo aquí diez años después, a las cinco de la tarde en esta misma fecha. El tiempo avanza, y a medida que avanza corre más de prisa. De manera que los plazos se acortan. No podían prometerse tanto como otros veinte años.

7.
El día en que se cumplió el plazo para la segunda cita, Sara y Claudia llegaron al mismo tiempo a la puerta del café. Ahora no hubo efusiones. Claudia ahogó un chillido que quiso ser risa. Se miraron, como midiéndose, como si se tuvieran desconfianza. Pero sólo era desconfianza con el tiempo que las había cambiado más de lo que imaginaban.

El tic que obligaba a Sara a fruncir la boca semejaba ahora una mueca de dolor. Había algo de acartonado en su figura. Traía un turbante y sus cejas aparecían borradas. Lo único suyo de recordar eran los lentes atados de la cadena dorada, que no habían cambiado de modelo. Tras ellos, sus ojos, más que tristes, eran unos ojos asombrados.

Claudia había ganado todavía más peso y parecía aún de menor estatura que la vez anterior. Su apariencia no era ya mediocre, sino ridícula. Las canas no concordaban con ella. Envejecía con comicidad. Pero en sus gruesos lentes no había nada cómico, o tal vez sí lo había. Se esforzaba por mirar detrás de ellos, y eso hacía que la falsa apariencia de desconfianza mutua, en ella fuera mayor.

Encontraron la mesa de siempre ocupada por una pareja de novios, pero ya pagaban para irse. El camarero que apenas habría nacido cuando ellas se despidieron la primera vez, se acercó a limpiar la mesa.

Claudia dijo que esperaría a que llegar Gabriela para ordenar su vodka tónico. Sara ordenó de una vez su café expreso. El reloj de la torre del ayuntamiento marcaba las cinco y cuarto. Cuando Sara terminó su café había pasado otro cuarto de hora. Se miraron. Era imposible saber lo que habría pasado con Gabriela, porque la regla de no comunicarse nunca mientras corría el plazo, había quedado vigente.

El camarero se acercó llevando un sobre. Dijo que aquel sobre había llegado por el correo una semana atrás, consignado al café, y que si serían ellas las personas a las que aludía la nota que venía escrita a mano encima: “entregar a las dos mujeres que a las cinco de la tarde del día (aquí el día) se sentarán en la mesa al lado de la ventana que mira a la plaza”. Dijeron que sí, eran ellas.

Sara preguntó a Claudia si estaría de acuerdo en que leyeran por último el mensaje de la ausente, cuando ambas hubieran hecho sus confesiones. Claudia estuvo de acuerdo, y pidió su vodka tónico.

8.
Empezó Sara, como la vez anterior. Contó que padecía de un cáncer mamario. Le habían quitado los dos pechos, por lo que usaba un brassier con relleno de silicón. La “quimio” le había hecho perder las cejas y el pelo. Se quitó el turbante y mostró la cabeza desnuda. Seguía todavía con la “quimio”, no sabía hasta cuando. También le aplicaban radiaciones. Decía “quimio”, al referirse a la quimioterapia, en tono tal vez cariñoso, pero con cierto desdén. Me dejaron plana, niña, dijo, como cuando tenía diez años. Como te imaginarás, dijo, he perdido el apetito por los amores, sin mis pechos no soy nada. Una repulsiva. Además, huelo de lejos a chamusquina, tengo el aliento de yodo.

Los hijos hace tiempos se habían ido lejos, Anselmito, Marisabel. El ingeniero civil se había vuelto cada vez más aburrido. Creo, dijo, que lo único que ha venido a interrumpir el aburrimiento que reina en mi casa es mi enfermedad, este cáncer. Este cáncer, dijo, y se llevó las manos a los pechos de silicón.

9.
Claudia la mujer feliz, dijo que su única novedad era que le habían diagnosticado azúcar. Se dio cuenta porque la taza del inodoro se llenaba de hormigones, los orines de una diabética serán miel para ellos. Le hicieron exámenes de sangre, le hicieron un fondo de ojos, allí estaba ya el daño, un principio de glaucoma. Tengo prohibido el licor, dijo, y dio un sorbo apresurado a su vaso de vodka tónico. Los pastelitos, los dulces de toda clase, prohibidos. Tengo que andar en mi cartera el aparato para tomarme yo misma las muestras de sangre. Se me baja el azúcar, y me dan desmayos, se me sube, se me nubla la vista. Y lo peor es el hambre, esta enfermedad da mucha hambre. Ya ves, estoy hecha una cerda de gorda.

10.
Sara abrió su cartera. Dentro de la cartera traía el librito de madre Yolanda, la prefecta, en el que explicaba por qué cantan los pájaros. Claudia lo reconoció de inmediato. Lo tomó entre sus manos, estuvo acariciándolo. Cómo fui a perderlo, dijo. Me pareció que les iba a gustar a las dos verlo de nuevo, dijo Sara. Sí, dijo Claudia, te agradezco, si vieras todos los recuerdos que se me vienen. Madre Yolanda, aquellas imitaciones que hacía de los cantos de los pájaros, poniéndose las manos viejas en la boca y moviéndolas de diferentes maneras, la admiración de nosotras, las risas. Es el día y sigo sin acordarme por qué razón es que cantan los pájaros, o tal vez no es que lo olvidé, sino que nunca puse atención a sus conferencias, ni tampoco habré leído el libro. Me gusta que te guste, dijo Sara, y el tic provocó aquella mueca de su boca. Una mueca cruel en aquel rostro pálido, de cejas borradas bajo el turbante.

11.
¿Sabes qué?, dijo Claudia. ¿Y si dejamos sin abrir el sobre? No, dijo Sara. Venimos aquí para saber qué ha sido de nuestras vidas. Sí, dijo Claudia, pero ella faltó a la cita. Sara dudó. Pero sin esperar más, rasgó el sobre.

Adentro lo que venía era una foto de bodas tomada en un estudio. Una foto divertida, la foto de dos personas mayores disfrazadas de novios. Gabriela, vestida de velo y corona, al lado el novio vestido de chaqué. En el reverso había algo escrito a mano.

Espera, dijo Claudia cerrando los ojos. Puedo adivinar. El novio es aquel famoso hombre casado. Era el hombre casado. Gabriela escribía que con mucho dolor tenía que romper la promesa, pero la fecha de la cita había coincidido con su boda, Mario Alberto había vuelto a ella por sus propios pasos ya debidamente divorciado, se preparaba a ser feliz en su nueva vida matrimonial al lado del hombre al que siempre había querido, dejaba atrás su pasado, volverían juntos a pisar nubes, no se rían por favor, siempre baila divino, y les mandaba esta foto momentos antes de dirigirse al aeropuerto para abordar el avión que los llevaría en su viaje de luna de miel, tarda la felicidad pero llega, y ante la pregunta que me hubieran hecho acerca de que si soy feliz, la respuesta es positiva, soy feliz, chao.

12.
Antes de despedirse reflexionaron acerca de si valía la pena citarse de nuevo quedando sólo dos. Resolvieron que valía la pena. Pero el tiempo corría mucha más prisa que antes. De manera que redujeron el plazo a cinco años. Mucho, dijo Sara, pero en fin. Claudia pidió prestado el libro a Sara hasta el siguiente encuentro. Tenía esa curiosidad sobre la razón del canto de los pájaros. Se levantaron, fueron juntas hasta la puerta, y allí se separaron. Sara subió a un taxi. Claudia atravesó la plaza. El carrusel no estaba.

13.
Pasó el tiempo que ahora volaba. Se cumplió el plazo de los cinco años. La torre del ayuntamiento se hallaba en obras y habían desmontado el reloj, de manera que no se oyeron sonar aquel día las campanadas de las cinco de la tarde.

Claudia llegó en punto. Caminar no era fácil para ella, de modo que se acercó con dificultad a la mesa. Le faltaban los dedos del pie izquierdo, culpa de la gangrena. El glaucoma avanzaba. El camarero que apenas habría nacido cuando la primera despedida ya no existía, y otro, un rubio que apenas salía de la adolescencia, se apresuró para ayudarla a sentarse.

Traía consigo el ejemplar del libro que debía devolver, y lo puso frente a ella. Dijo que quería un vodka tónico. ¿Con mucho hielo o con poco hielo? Poco hielo, dijo. Sus ojos, perplejos, miraban tras los lentes turbios de tan gruesos.

Apartó la miniatura de sombrilla japonesa, tomó el vaso con las dos manos, y se lo llevó a los labios con miedo de derramarlo. Preguntó la hora y el camarero dijo que las seis. ¿Tan tarde se había hecho ya?

A las siete Sara no había llegado. A las ocho se acercó el camarero para preguntarle si no se le ofrecía nada más. Fuera del primer sorbo no había vuelto a probar la bebida y el hielo se había deshecho en el vaso. ¿Otro vodka tónico? Dijo que no, y a su vez preguntó si no había algún sobre para ella. Alguna carta. El camarero se mostró extrañado. No. Ninguna carta, señora.

Lo oyó alejarse. Acercó las manos al libro que había traído para devolver. Seguía sin recordar las razones que daba la prefecta para explicar por qué cantaban los pájaros.

¿Por qué cantan los pájaros? ¿Habría alguna razón para que cantaran? 

Ilusión perdida

Sergio Ramírez Mercado

Las manos cruzadas bajo la nuca, Lisandro Ramírez se balanceaba plácidamente empujándose con la punta del botín, recostado en la hamaca de manila colgada en los pilares del corredor que daba al cerco de piñuelas de la calle ronda, mientras Migdalia Laguna, a su lado, se adornaba con flores de reseda la cabellera humedecida asomándose a un trozo de espejo, al tiempo que cantaba el vals Sortilegio que él le había compuesto cuando años atrás empezaron en la penumbra del coro de la iglesia parroquial sus amoríos clandestinos.

El estuche del violín descansaba en el piso cerca de su botín, y se le antojó que debía acompañarla. Decidido a incorporarse, se agarró de los bordes del cabezal, pero en el impulso la cuerda se rompió y fue a dar de nalgas contra el suelo de talpetate. Repuesto del susto se río, ella riéndose con él mientras trataba de ayudarlo a pararse, y todavía se reían como locos cuando Lisandro Ramírez se encontró con los ojos curiosos de Napoleón, su cuñado, que lo espiaban tras el cerco de piñuelas. Lo vio un instante, porque cuando al fin estuvo de pie, ya había desaparecido y sólo oyó el alboroto de las ruedas de su carretón de aguador y el entrechocar de los cántaros, alejándose por la calle.

No había escuchado acercarse el carretón, distraído por los trémolos enamorados de la voz de Migdalia Laguna que entonaba su vals, como siempre lo hacía, después de bañarse en cuclillas en la jofaina enlozada, dentro del aposento donde habían disfrutado la tarde entera vigilados por las gallinas que se posaban por turnos en el vano de la ventana.

Napoleón, el mudo impertinente, dejaría de repartir el agua para ir derecho a calentarle los sesos a su esposa con el cuento, estaba seguro. Descolgó del clavo en la pared el saco de dril para ponérselo con movimientos urgidos, tan urgidos que no acertaba a meterse las mangas, un enredijo encima de su cabeza; recogió el estuche del violín y se fue sin despedirse, mientras Migdalia Laguna retomaba con despecho la primera estrofa de la letra del vals que lo acompañó, como un reclamo adolorido, hasta la esquina del billar.

Lisandro Ramírez tenía para entonces siete años de casado. Un día antes de su boda con Petrona Gutiérrez, el padre Estanislao Mormeneo, que lo había nombrado maestro de capilla a pesar de su juventud, lo mandó llamar a la sacristía, lo hizo arrodillarse y le exigió el juramento de abandonar a Migdalia si quería recibir de sus manos el sacramento del matrimonio. Migdalia Laguna cantaba a la hora del rosario y él la acompañaba en la soledad del coro con el violín, y desde el altar mayor el padre Mormeneo los había visto besarse más de una vez.

- ¿Han pasado a más? - lo increpó, jalándolo de la oreja.

Por toda respuesta, Lisandro Ramírez abatió la cabeza. Entonces, sin soltarle la oreja, lo hizo avanzar siempre de rodillas hasta el altarcito enflorado de la sacristía y él juró dejarla, la mano en el Cristo crucificado mientras aguantaba la risa, sabiendo que juraba en vano.

Migdalia Laguna era lo de menos Mirta, Eulalia, Diamantina, Filomena, el padre Mormeneo no las conocía y, por lo tanto, no entraban en el falso juramento que había prestado, pero sí en las cuentas entonces implacables de Petrona Gutiérrez, que a los dieciséis años y ya esperando al primero de los catorce hijos que tuvo, había averiguado que una desbocada multitud de mujeres existía en su vida, cada una de las cuales había merecido, a su turno, la partitura de un vals.

Las sospechas aturdieron por primera vez el corazón inocente de Petrona Gutiérrez cuando un día, mientras él andaba ausente en uno de sus toques religiosos en Santa Teresa y ella barría el aposento, se encontró debajo del cofre donde guardaba con llave sus papeles de música, la partitura del vals Desconsuelo, dedicado a Mirta Cordero, cuya letra, encendida de reclamos amoroso, leyó, deletreando las sílabas encima de los signos musicales de la gruesa hoja pautada que saltaron como alacranes emponzoñados frente a sus ojos furibundos. Forzó la chapa de la cerradura, y entre los legajos de sones de pascua, pastorelas, himnos litúrgicos, requiems y misas de gloria, encontró escondidos otros valses dedicados a Eulalia Cabestrán, Diamantina Arburola, Filomena Arceyut.

La mañana que debía regresar, ella lo esperó como siempre en la puerta de la casa, y al verlo acercarse entre la partida de filarmónicos que lo acompañaban a lomo de bestia en sus giras musicales por Santa Teresa, la Conquista, Dolores, El Rosario, cargando sobre los arneses de las monturas sus instrumentos de viento y los estuches de los violines, fue como siempre a encontrarlo a media calle, y como siempre agarró la rienda del caballito mortecino que montaba, para llevarlo hasta el cobertizo del pesebre donde él, como siempre también, se apeó, adolorido por las largas horas del trote, y desvelado, además, porque hasta la madrugada no había terminado la última de sus serenatas galantes.

Petrona Gutiérrez se pasó la mañana sin decirle nada, entregada a sus oficios, mientras él, olvidado ya de su desvelo, componía un nuevo vals sentado en las gradas de la acera, vestido con su saco de dril martajado en sus andanzas de varios días, el tintero abierto a su lado. Pero a la hora del almuerzo, no escuchó el grito acostumbrado desde la cocina, llamándolo a comer. Entró, y en la mesa servida descubrió las partituras de los valses rotas en pedazos junto al plato todavía humeante.

Se había ido por el cerco del solar, cargando en una funda de almohada su ropa, a refugiarse en casa de su madrina, quien la había criado junto a Napoleón, el mudo, porque eran huérfanos. De todas maneras se sentó a comer, y al poco rato fueron apareciendo en la casa abandonada los músicos que acudían como de costumbre a los ensayos, sabidos ya de la desgracia porque la madrina, instalada a su puerta en un taburete, denunciaba a todo el que pasaba las liviandades del compositor.

- ¿Qué pensás hacer? -le preguntó Gilberto Quesada la tuba entre sus manos.

- Pues nada -le contestó Lisandro Ramírez, tras enjuagarse la boca-, empezar a enamorarla otra vez.

Para hacerla volver, pasó más de un mes poniéndole serenatas, la orquesta convocada cada noche junto a la puerta cerrada de la casa de la madrina, asediándola en las esquinas cuando salía a los mandados como en los días de su noviazgo. Petrona Gutiérrez no aceptó regresar a su lado sino cuando oyó que le cantaba desde la calle, con acompañamiento pleno de cuerdas y vientos, el vals Abandono, el primero que hasta entonces le componía.

Vuelve por bruta -le dijo empurrada la madrina cuando fue a dejársela de regreso, llevándola de la mano-. La que quiere calvario, que aguante su cruz.

Esa vez que Napoleón, su cuñado, lo sorprendió con Migdalia Laguna, en lugar de dirigirse a la iglesia para el rosario de las seis, regresó a la casa contrito. Ya el mudo entremetido estaba adentro, lo supo porque divisó el carretón cagado con los cántaros frente a la puerta. A estas horas le estaría explicando a Petrona Gutiérrez, con alarde de señas, todo lo que había visto, haciéndolo víctima no sólo de las evidencias, sino que adornando el cuento con exageraciones de sus manos, una nueva desgracia porque Migdalia Laguna jamás había entrado en las cuentas de sus reclamos.

Ya tenían seis hijos para entonces, de los catorce que fueron en total, y a Lisandro Ramírez no le preocupaban más las llamaradas de celos de su esposa, que se habían ido apagando, sino sus burlas y chifletas, que eran las armas con que ahora, artera y maligna, se defendía de sus infidelidades desde la tarde en que lo había sorprendido con Leopoldina Betanco.

Le dijo esa vez que iba para la iglesia, porque había una función solemne de difuntos, y ella lo siguió por su verdadero camino sin que advirtiera los pasos cautelosos que de lejos iban tras de los suyos en su persecución. Lisandro Ramírez, confiado, penetró en el patio, el estuche del violín colgado de su mano, y ella se escondió tras una pila de leña hasta que lo vio desaparecer por la puerta que Leopoldina le entreabría sigilosamente. Petrona Gutiérrez esperó con calculada paciencia a que se desvistieran, y cuando irrumpió en el aposento los encontró sentados en la cama, él en calzoncillos, Leopoldina Betanco en fustanes.

- Vine a cobrarle una misa que me debe- le dijo él, sin saber por qué, enredando las palabras.

Petrona Gutiérrez, sin responderle nada recogió con movimientos tranquilos la ropa del marido regada en el suelo, el sombrero, el saco, los pantalones, la corbata, y se llevó todo, dejándolo en calzoncillos, nada más en posesión del estuche del violín. Lisandro Ramírez, humillado y disgustado como nunca, regresó a la casa ya muy noche, vestido con una mudada ajena después de haberse pasado encerrado en el aposento de Leopoldina Betanco por largas horas, hasta que, tras recurrir a todos los músicos de su orquesta en demanda de auxilio, encontró una que le quedara.

Entró furioso, pero ella no hacía sino reírse embozada bajo la cobija en la cama, sacudida por los estertores de su risa incontenible, mientras él lanzaba improperios en la oscuridad, tropezando en busca del quinqué que al fin encontró pero que no pudo encender porque se le cayó de las manos, quebrándose en el piso en medio de un reguero de aceite que le empapó los calcetines, ya que había hecho descalzo todo el trayecto de regreso, caminando en la oscurana como un alcaraván, pues ninguno de los botines que le enviaron hasta su encierro era de su medida.

Fue a partir de entonces que Petrona Gutiérrez aprendió a reírse de las inconstancias y devaneos del compositor, como se reía maléfica ahora, tras el informe de Napoleón, mientras cortaba con la navaja la punta de los puros chilcagre que fabricaba, la tabla sobre sus piernas, para poder criar a sus hijos que ya empezaban a llenar la casa, así como horneaba rosquillas que los niños mayores salían a vender por las calles, porque el violín no daba lo suficiente para tanta boca.

- ¿No querés aceite de cusuco, para que te huntés en las nalgas? Es milagroso para las caídas -le dijo zumbona, al otro lado de la pared, cuando él depositaba el estuche del violín en lo alto del ropero del aposento, hasta donde había llegado cauteloso, abrigando la vana esperanza de pasar inadvertido.

Lisandro Ramírez siguió componiendo valses en homenaje a cada nuevo amor y lejanos quedaban ya los días en que Petrona Gutiérrez, el más tierno de sus hijos en el cuadril los otros siguiéndola por la calle, prendidos de su larga falda, volvía llorando a la casa de su madrina cada vez que la descubría una nueva veleidad, lejano el día en que intentó envenenarse con pastillas de permanganato de potasio, en que desesperada por los celos le quebró el violín, aporreándolo contra la pared, para lamentarse después arrepentida, porque reponer el violín habría de costarles infinidad de angustias.

Pero jamás llegó a burlarse de él como lo hizo cuando años después se enamoró perdidamente de Salomé Sabino, dueña de un estanco de aguardiente, quien altanera y desdeñosa no cedió nunca a sus serenatas y a sus asedios. Ya habían nacido para entonces todos sus hijos, y los mayores tocaban en la Orquesta Ramírez que se hizo célebre en Masatepe y los demás pueblos del sur, solicitados para funciones religiosas y fiestas danzantes. A la hora de los ensayos, cada tarde, la calle se llenaba de gente, atraída por el alegre concierto de los instrumentos que desbordaba las puertas abiertas; los muchachos, Francisco el violinista, Alejandro el flautista, Alberto el chelista, Pedro el contrabajista, Carlos José el clarinetista, olvidándose de la música sacra tocaban los viejos valses secretos cuyas partituras volaban ahora libremente desparramadas por la casa, y las muchachas, María, Laura, Ester, Angela, Luz, los cantaban en coro; la casa que parecía vivir una fiesta perpetua mientras Petrona Gutiérrez continuaba fabricando puros, gozosa también en medio del jolgorio.

Aquella pasión desenfrenada de Lisandro Ramírez por Salomé Sabino, que nunca tuvo respuesta, lo llevó a cometer graves desatinos, al grado de instalarse todo el día con su violín al lado del mostrador en la penumbra del estanco; dejaba el violín para ayudarla, solicito, a trasegar el aguardiente de los barriles a las garrafas; la perseguía desalado por las calles, abandonaba la orquesta a la vista de sus hijos para sentarse a su lado en la iglesia a la hora de la misa. Petrona Gutiérrez supo que le había ofrecido matrimonio y se rio otra vez de la propuesta y de la rotunda contestación de Salomé Sabino:

- Prefiero quedarme a desvestir santos que vestir músicos.

Salomé Sabino envejeció sin casarse, y la única vez que mostró alguna debilidad en su obstinación, fue cuando sonrió de manera caprichosa al aceptar de manos de Lisandro Ramírez la partitura del vals Ilusión Perdida, que le entregó enrollada y atada con una cinta roja en el estanco adonde ya nunca más volvió, convencido al fin de que todos sus embates habían sido vanos. Ilusión Perdida fue el último vals que compuso, y ya no sufrió más descarríos, frustrado para siempre por aquel fracaso que Petrona Gutiérrez agradeció arrodillada como un milagro delante del altar de sus santos, haciendo que todos sus hijos se arrodillaran con ella.

Sosegado, y en adelante enemigo jurado de los libertinajes, guardián implacable de sus hijas, Lisandro Ramírez envejeció también al lado de Petrona Gutiérrez, encolerizándose cada vez que ella le recordaba sus inconstancias y desvaríos, implacable en sus cuyas al remojarle su derrota frente a Salomé Sabino.

Martirizado por la ceguera en sus últimos años, sus nietas ya casadas y crianderas se turnaban para vertir gotas de leche de sus pezones en sus ojos nublados por las cataratas. Siguió componiendo hasta su muerte, el rostro pegado al papel pautado para adivinar los signos, pero sólo música religiosa, himnos a la virgen, marchas solemnes y misas de difuntos.

Una tarde, mientras dormitaba, Petrona Gutiérrez lo arrancó de su mecedora, agarrándolo de la manga para conducirlo, insistente frente a su resistencia, hasta la puerta donde ella solía apostarse, siempre parlanchina, para detener a los transeúntes y enterarse de lo que pasaba afuera.

- ¿Qué es la cosa? - gruñó molesto, cuando ella se detuvo, ya en la acera.

Petrona Gutiérrez señaló hacia la calle, sin soltarlo, sabiendo que sus ojos ya no podían ver más que sombras irisadas. Salomé Sabino, encogida sobre sí misma, se alejaba rengueando penosamente, apoyada en su bordón.

- Allí va tu ilusión perdida - le susurró al oído. Y se rio.

- Qué ganas de fregar- dijo colérico Lisandro Ramírez, y se soltó con violencia de la mano que lo retenía.
Managua, noviembre de 1990

Amar hasta fracasar

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