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miércoles, 2 de marzo de 2022

Sol de Septiembre

Ulises Juárez Polanco
Primer Lugar Concurso Cuentos de patria (2008)

¡Qué extraño es el país de las lágrimas!
Antoine de Saint-Exupéry

La casa era humilde y no ayudaba que fuéramos catorce chigüines. Mamá vendía pan en el pueblo y nunca conocimos a papá; escuchábamos esa palabra y no la identificábamos con nadie ni nada, quizás con las papas que rara vez comíamos.

El mayor de nosotros, Primero, nos cuidaba. Ya no lo recuerdo, se fue a esta guerra apenas inició y nunca regresó. Un día le dijo a mamá, “Me voy al ejército, la Patria me reclama”. Me pareció extraño, su novia era Teresa, así que por días indagué sin éxito por esa tal Patria. Los más compasivos me preguntaban si el nombre no era Patricia o Priscila; yo llegué a pensar que en el mundo sólo había una Patria, aquélla que raptó a mi hermano y que sería hermosa y tranquila, a diferencia de Teresa, quien me caía mal. Pobre de mí, tenía diez años.

Luego fueron marchándose, uno a uno, mis otros hermanos. Cuatro de ellos se fueron en pareja, con un par de días de diferencia y a bandos contrarios. Así se fueron Segundo y Quinto, Tercero y Séptimo. Un mes después, Cuarto, Sexto, Octavo, Noveno y Doceavo (él dos años menor que yo) se sentaron en los tablones del patio, llamaron a mamá y la abrazaron: “Es por la Patria, vamos a luchar por ella”.

La guerra continuó en el país; cumplió ocho años de fuego y acero y en casa sólo quedamos cuatro hermanos. Mamá ya no vendía pan, el maíz costaba demasiado y de todos modos la gente del pueblo no tenía cómo comprar los bollos, así que entre todos le compramos una Singer centenaria que supuestamente fue de Blanquita Aráuz, la mujer de Sandino.

Una tarde mamá recibió un telegrama donde le pedían bajar al pueblo. Todos querían acompañarla, pero se los prohibí. Como hermano mayor, les ordené quedarse y no salir bajo ninguna circunstancia. “Alimenten al chancho, el pobre parece perro”, fue lo último que les comenté cuando salí hacia mi destino. “Mamá, vos también te quedás. Ahora iré yo”. Jamás olvidaba la entereza con que mi madre, vestida triste de negro, había caminado nueve veces rumbo al pueblo a recibir la noticia de muerte en combate de alguno de sus hijos.

Llegué a la oficina y elogiaron mi valor de aparecer. Me arrastraron al cuarto contiguo mientras me resistía bajo una fachada. No era ningún baboso, ya tenía edad para el servicio militar y sabía que si no me enlistaba “voluntariamente” irían a la comarca a buscarme, y tal vez a Onceavo, Treceavo y Catorceavo, ¡ninguno de ellos tenía trece años! Por eso fui, por ellos. Odiaba esta guerra que mataba con balas a los involucrados y de hambre a los civiles, mientras los culpables felices en sus fincas y mansiones.

“Aquí dice que tenés edad suficiente para luchar por la Patria”, dijo el sargento. Ya lo ven, nuevamente ella. Para alguien a quien “la Patria” le había arrebatado diez hermanos, tal explicación era la peor forma de reclutamiento. Hice lo planeado. Me escapé nomás tuve la oportunidad y me uní a la guerrilla para sí luchar por la Patria.

Los años pasaron y de no ser este mundo incomprensible, hubiera sido feliz con esta guerra que pronto ganaremos.

Pero no lo seré.
Sé que hoy cuando liberemos al pueblo, me encontraré a Onceavo y Treceavo repeliendo la toma, leales al tirano. Ordenaré a mis hombres un alto al fuego. Les gritaré qué diablos están haciendo ahí, y mis hermanos dirán, “luchamos por la Patria”. Suspiraré bajo el sol de septiembre, mis lágrimas lamentarán que nadie nos enseñara que la Patria es una y que luchar “por la Patria” es luchar contra ella.

Las ráfagas siempre tiñen la tierra con sangre de hermanos.

Si lo hubiésemos aprendido antes, si alguien nos hubiera domesticado en la paz, y no en la guerra, mamá nos tendría en la comarca, a nosotros catorce, viéndola coser con su Singer centenaria. En cambio, mamá sólo tendrá aquellos telegramas fúnebres y en vos, Treceavo, hermano mío, al último de nosotros.

Todo porque en este país de las lágrimas nadie aprende que el hogar es la Patria y la Patria, el hogar.

Cati y de cómo una niña nos enseñó el idioma de Papá Noel

Ulises Juárez Polanco

Comenzó en febrero. Cati apenas pasaba el metro de altura y guardaba fresca su inocencia de siete años. Una noche mi cuñada telefoneó, preguntó si podía pasar por la casa al día siguiente, que Cati quería hablar conmigo sobre un asunto “cosmopolita”. No pregunté por lo cosmopolita, era muy de Cati aprender palabras aventajadas a su edad.

La trajo a casa después del colegio y almorzamos pescado sin abordar el “asunto cosmopolita”. Catarina dejó claro que lo hablaría en privado únicamente conmigo. Mi cuñada estuvo de acuerdo, confiamos que era una muestra más de su madurez precoz. Tres años atrás, ambas habían sobrevivido milagrosamente un accidente aéreo; José, su esposo y padre, mi hermano, no resistió. Yo, que nunca había pensado tener hijos, me fui convirtiendo en su figura paterna. Era inevitable, desde pequeña Cati fue idéntica a mí: una ratoncita de biblioteca, curiosa de saber cómo funcionan las cosas, alegre y segura de sí misma. Bastaba que Cati sonriera y me llamara “tío” para que mi interior vibrara. Era la hija que yo no tenía.

Después del postre Cati me llevó de la mano a mi despacho. Miró con su sinceridad infantil mis ojos de adulto y confió su preocupación: aprender el idioma de Papá Noel.

– ¿El idioma de Papá Noel? ¿Para qué?

– Es que todos los años pido lo mismo y Papá Noel nunca cumple. Papá Noel habla todos los idiomas, pero estoy segura que ya con su edad se le cruzan las palabras. Imaginate cuantos años debe tener el pobre. Entonces quiero aprender su idioma antes de Navidad para que no se confunda y traiga lo que quiero…

Sentí que esta plática me llevaría a donde menos quería. Para mí, Cati merecía saber que no existía Papá Noel, que era una ficción y que los regalos navideños son de los adultos. Estuve cerca de abrirme en esta verdad cuando Cati tocó mi corazón.

– Es que quiero tener una última Navidad con papi. Sólo quiero despedirme de él, porque cuando murió yo estaba chiquitita y no pude hacerlo. En todo el mundo, sólo Papá Noel puede cumplirme ese deseo.

Es de Turquía, un país europeo, ¿sabías que es turco, tío?
- me señaló emocionada en un mapa mientras limpiaba mis lágrimas recientes.
– ¿Sí, Cati, es turco? ¿Entonces querés aprender turco?

– No sólo turco, también inglés, sueco y holandés. Fijáte que unos escritores hablan de Papá Noel y dicen que es un mito. Yo no les creo, y quiero aprender sus idiomas para demostrarles que es falso. No saben lo que dicen, ¡Papá Noel sí existe! Tío, ¿verdad que Papá Noel sí existe?

– Sí, mi niña, Papá Noel sí existe… -atiné a mentir antes de quedarme sin palabras. La semana siguiente Cati estaba inscrita en el Instituto de Lenguas, pero descartamos el sueco y el holandés por razones prácticas. Esto no debe sorprender a nadie; yo tenía la visión pragmática de aprovechar su interés por otras lenguas. No me interesaba en absoluto lo de Papá Noel, eso era pura fantasía. Sé cuatro idiomas y la importancia en el mercado laboral. Convenimos otro detalle esencial: mi cuñada y yo iríamos preparando antes de Navidad a Cati para desengañarla de Papá Noel. En este tiempo, fueron inútiles mis esfuerzos científicos de explicar la inexistencia de este personaje.

Los argumentos eran los mismos que circulan en Internet:
-que ninguna especie de reno vuela y menos soporta el peso de al menos un regalo a cada niño y niña bien portados;  que era imposible visitar en una noche unos 91,8 millones de hogares en 110 millones de kilómetros en el mundo; que, si hacemos los cálculos matemáticos, no se puede realizar 822,6 visitas por segundo, con una milésima de segundo para parquear, bajar del trineo y por la chimenea, poner los regalos debajo del árbol, comer lo que le dejan, subir otra vez por la chimenea y al trineo y marchar hacia la casa siguiente; y, finalmente, que con la velocidad requerida y con la carga del trineo (unas 321.300 toneladas, sin incluir las libritas extras de Papá Noel) se crearía una resistencia aerodinámica impresionante, calentando a tal punto los renos que éstos se desintegrarían junto a Papá Noel. Cati sólo me observaba con sus ojos de búho brillantes de vida y se soltaba en risas. “Ay tío, pero que tontito que sos. ¿No mirás que en Nicaragua ni siquiera tenemos chimeneas?” Y así se iba a la cocina a buscar una galleta dejándome derrotado. ¿Cómo puede un adulto convencer a una niña que Papá Noel no existe ni puede resucitar a su padre? Lo que vino fue aún más prodigioso: a inicios de diciembre Cati tenía ocho años y en menos de once meses podía comunicarse sin dificultad en inglés y turco, ansiando a última hora aprender sueco y holandés.

Es claro que una niña con estas habilidades no es cosa de todos los días, así la noticia se regó con rapidez. Médicos, periodistas, ministros, embajadores y el propio presidente desfilaron por la casa. Cati jamás reveló su motivación idiomática; ni su madre o tío la ficción de Papá Noel. Hasta que sucedió. Dos semanas antes de Navidad, Cati entró a mi despacho para entregarme un sobre que, aun inteligible para mí, conocía a la perfección qué era. Era la prueba física del fracaso de mi cuñada y mío. Le prometí a Cati que esa misma tarde iría a la oficina de correos a dejar su carta para Papá Noel. Tan pronto Cati se fue, me encerré a leer el sobre, algo que como pueden imaginar resultó bastante tonto: estaba escrita en turco. Cumplí mi promesa y envié la carta, confiando que por la dirección regresaría a mis manos en un par de semanas.

Hasta donde sé, Correos de Nicaragua no entrega al Polo Norte. Dejé todo al destino. Es curioso que escriba que dejé todo al destino porque cosas inexplicables sucedieron. La Noche Buena dormí en casa de Cati y, justo en la madrugada, me despertó emocionada para compartir las noticias. Era tal su felicidad que no me dejó hablar:

– Tío, tiyiiito, ya hablé con papi. Te manda muchos abrazos y te ruega no olvidar el niño que fuiste. Que te ha notado muy frío desde que murió.

– ¿Eso te dijo el bandido? Y Papá Noel, ¿vino?

– Sí, y platicamos mucho. Me explicó cómo hace sus viajes y me enseñó su idioma, que no es el turco como creíamos, sino éste…-dijo, mientras me abrazaba igual que a los detalles que de verdad se aman. Jamás comprendí qué pasó esa noche, ni me interesó. Aprendí que el lenguaje de la Navidad y de todos los buenos momentos es el amor, el cariño, y éstos no requieren traducciones. La carta en turco depositada en Correos no regresó; según los registros, fue entregada.

Han pasado seis Navidades y Catarina pronto tendrá sus quince años. Entrará anticipadamente a una universidad alemana, becada. Domina ocho idiomas (sin contar el más importante, el de Papá Noel), un poco de astrofísica y si bien estudiará ingeniería aeroespacial, quiere ser piloto de aviones, según ella para que otros niños y niñas no pierdan a sus seres queridos. Dice que cada Noche Buena será voluntaria de Papá Noel, porque la artritis debe estar matando al viejito, y su señora merece por fin que le acompañe en casa una Navidad.

Escribo esta historia por la alegría de descubrir hoy que mi mujer está embarazada. Sea varón o mujer, seguiré el consejo de mi sobrina y se llamará Noel. ¿Es que queda alguien que dude de mi fe en el idioma que Cati nos enseñó?

Dolor profundo

Ulises Juárez Polanco 
1.

¿Qué recomienda el manual de instrucciones cuando nuestro rostro se asoma al espejo y uno no se reconoce? Soy un fugitivo, Gregorio Samsa después de la metamorfosis, no soy el de hace unas semanas. He cambiado. Bruscamente. Debo hacerlo, no hay marcha atrás, es lo mejor para mí y mi pareja. Alguien me apura, por la espalda me fastidia y apura. Agua en mi rostro para limpiarme, las palmas de mis manos uso como vaso y bebo, me limpio la cara y me asomo con temor a ese rostro que, macabro, me mira desde el interior del espejo. Alguien que no soy yo.
2.

Es sábado por la mañana y el Mercado Oriental está a reventar. El corazón del comercio capitalino es una gran mancha que desde arriba, cuando los aviones pasan rumbo al Aeropuerto Internacional, parece una orbe en miniatura dentro de Managua, muñecas rusas urbanas. Aquí se promete desde un alfiler hasta mansiones completas, y si las leyendas son ciertas, misiles SAM-7, submarinos rusos y hasta una avioneta cuyo descubrimiento, sin aparecer en los noticieros de nota roja, se trató de aquella bautizada como Narcojet. Todo aquí tiene precio. Todo.

El joven Julio Cortés salió de la letrina improvisada y pagó los dos pesos a la señora. Preguntó dónde quedaba el área de las verduras y dio un nombre. La señora obesa que llevaba las cuentas, le dijo, «por allá, ¡sinvergüenza hijueputa!». La reacción no tuvo relación con la tardanza en el lavamanos, menos, con la ubicación del área de verduras. Era el nombre por quien había preguntado.
3.

«Cuando me busqués el sábado, preguntá por el Señor de las cunas, ahí en el área de las verduras. En el mercado todos me conocen, no te me vas a perder. Llevá todo el dinero que no tengo tiempo para regalar; si me regateás, olvidáte de mí. Soy directo, a mi modo, o ni modo. Si sentís que estás cambiando de opinión, decíte a vos mismo: ‘Debo hacerlo, no hay marcha atrás, es lo mejor para mí y mi pareja’. Te me vas de camisa roja, gorra negra y lentes oscuros, para reconocerte. No te preocupés, una vez que llegués, yo sabré que estás aquí».

No podía sacarse de la cabeza la conversación telefónica. ­Pensando iba, cuando una niña le salió al paso:

– ¿Qué anda buscando, señor? ¿Seguro que no quiere que le venda algo? Quizá para su muchacha…

– Nada, nada. Ando buscando unas cosas para la casa. Dame lugar…

– Tengo unas cunas bien bonitas para usté.

La línea se hizo materia y espada cruenta le rompió su costado. Ni el calor infernal del mercado con todo su genterío evitó que dos gotas heladas le perlaran la sien. De su frente para dentro había una gran masa derritiéndose paralizaba por completo. «No se preocupe, ni tiene que decir nada, sólo sígame», le pareció escuchar antes que la niña le tomara la mano y lo condujera por los laberínticos trechos del Mercado Oriental. Julio Cortés era un autómata ambulante.
4.

– Así que vos sos el famoso Julio. Te imaginaba diferente – escuchó el autómata. La mesa estaba al fondo de un tramo que publicitaba objetos, libros y revistas religiosas. Antes, durante la caminata con la mujer, sintió la angustia de los hombres que entraban al laberinto del Minotauro. Ahora, sólo atinó a balbucear un par de palabras incompletas, evitando mirar a los ojos del Señor de las cunas.

– El asunto es el siguiente. Como te tardaste en actuar, hay que entrar y sacar. Eso lo hago yo, rápido, en unos minutos. Después, yo desaparezco, me hago humo, pero te ofrezco asesoría y acompañamiento a distancia después del procedimiento. Soy médico, o lo fui, es lo mismo. Todo esto es 100% seguro, pero por si acaso, en caso de irregularidad posterior, llamás a este número, avisás, y te me vas al Velez Paíz, ahí vas a emergencias, preguntás por Carlita o Martita que ellas te atienden sin hacer preguntas. Por todo este servicio, son mil verdes. ¿Hay trato?

Julio Cortés, 26, administrador de empresa y gerente de ventas de una lujosa tienda de ropa de la familia, sacó diez billetes de cien dólares; contándolos, recordó que a un trabajador suyo le habían cobrado menos de 100 dólares. Tuvo intensiones de reclamar, mas le venció el miedo, ese monstruo de mil cabezas que inventó Poseidón. Nadie tenía idea lo que estaba haciendo. Ninguno de los dos estaba listo para lo que estaba sucediendo y menos lo que sucedería en pocos meses si no se detenía. Era una pesadilla de la que, desde hace un mes, no podían despertarse. Una espaciosa oscuridad.

– Estamos listos, y cuando vayás a hacerlo, me llamás el día temprano, llego, entro, saco y vuelo. Aquí somos dedicados y honestos en nuestro pegue, y cumplimos lo que prometemos. Preguntále a Ricardo, que te puede dar las buenas referencias.

– Ya le pregunté. Estoy claro de todo. Sólo le pido discrecionalidad en este asunto.

– Claro, claro, ¿y vos qué creés? ¿Que yo soy 22-22 o Canal 10 para meterme donde no debo? Noooo, por algo me dicen el Señor de las cunas, porque soy tan fino en mi negocio que hasta las madres me confían sus bebés, nadie se dará cuenta bróder… Para cerrar el bistec, dame un abrazo.

Era el abrazo de un caníbal listo a devorar su almuerzo, pensó el autómata.

5.

Julio Cortés comienza a recuperar el control de su cuerpo, lucha por salir del Mercado Oriental lo más pronto posible. Quiere desvanecer su cuerpo, hacerlo arena y cabalgar el viento sin que nadie lo vea. La intensidad paranoica de ser vigilado le punza en la cabeza. Siente que los escasos policías y vigilantes del mercado lo siguen, la multitud le sigue, recuerda los sucesos del francotirador gringo que mata desde quien sabe donde, y Julio, solo, sólo se siente en la mira del rifle. Hace lo que un hombre normal haría en la misma situación: correr desesperadamente hasta un supuesto lugar seguro, esto es, subirse a un taxi, cerca de la Carretera Norte. Lléveme a Metrocentro, le dice desde el asiento trasero, y se sumerge en un sueño de ojos abiertos.

Al bajarse en Metrocentro frente a Radio Shack, entra directo a su oficina. Son las 3 de la tarde. Pide que nadie le moleste y llama al celular de Rossana, para encontrar que similar a las últimas semanas, está apagado e invita a dejar un mensaje. «Amor, ya lo tengo.­­­ Voy mañana por la mañana, ¿está bien?», dice a la contestadota y corta. Repasa todo lo del día e inexplicablemente, la tranquilidad le mira desde la esquina, por primera vez en buen rato.

«Esto hay que celebrarlo­­­­ a lo grande». Toma otro celular guardado bajo llave en una gaveta y le dice a la persona al otro lado de la llamada que llegará en un rato. «Te tengo buenas noticias. Hoy hay fiesta».
Le había bajado el volumen a la angustia de la mañana.

Se asoma a la puerta de su oficina y desde ahí llama a Ricardo Santana. Le actualiza lo sucedido durante la mañana y le pide que se encargue de cerrar la tienda. «Acordáte que ya este mes te subo el sueldo, ¿ok? Voy a salir ahorita. Vos mandás el resto del día. Ah, y si llama la Rossana, decile que tuve que salir de emergencia a desaduanar unos productos­­.­­ Ahí ve que inventar si se pone a preguntar.»

6.

Aparcó su Toyota Yaris frente a un apartamento de la Colonia Centroamérica. De su bolsillo extrajo el celular verde y volvió a llamar al mismo número. Una voz femenina le contestó. Bastó un “estoy afuera” para que la puerta del apartamento se abriera. Ábrete Sésamo, pensó a las cinco de la tarde.

Sabemos lo que ocurrió en las siguientes dos horas: Julio Cortés entró al apartamento, besó en la boca a Luisa Ventura, apretó sus nalgas de ébano y acarició sus pechos bebiendo en el sendero de una lujuria animal, devorándose él a ella y ella a él y terminar fundidos en un cuerpo único. Sudaron tanto que el efecto del licor se desvaneció inmediato, dejando la cama completamente humedecida. Rito ya frecuente, tuvieron que exprimir las sábanas para luchar contra el exceso de líquidos y fluidos. Disfrutaban esta rutina placerosa, especialmente los últimos días cuando Julio urgía un vientre amigo.

Se vistió mientras la muchacha tomaba un baño. Ella en la ducha y él en el dormitorio, platicaron sobre los últimos acontecimientos. Callada, Luisa escuchó la historia. Había algo que no estaba bien. No tenía relación con saber que el hombre al que acababa de entregarse estaba comprometido, eso era información ya procesada. Tampoco los planes del mismo hombre, pues durante los últimos días fue ella quien lo consoló con sexo astronauta. Era una mera sensación, sexto sentido femenino cuya realidad, posteriormente, descubriría desabrigada de todo coraje.

– Ya me voy a ir, que la Rossana me llama a la casa siempre a las 10 antes de dormirse.

Él estaba mejor. Ella, cada vez menos. Se despidieron.

A las 9 de la noche con 10 minutos, el joven Cortés estaba de regreso en su casa, ubicada en Altamira, cenando con su madre y dos hermanas. A las 9 con 59, el teléfono de su casa sonó.

7.

Luisa Ventura, 25, amiga de infancia de Julio Cortés, poseía una belleza exuberante. Su madre era una costeña descendiente de garífunas y su padre un chele británico que trabajó para BBC a inicios de la década sandinista. La historia que unió a sus padres es la siguiente:

Mr. John Ventura trabajaba un reportaje in situ sobre el territorio que alguna vez fuese protectorado británico, conocido como la Mosquitia, hace más de siglo y medio, pero que duró poco, pues pasó a llamarse Departamento de Zelaya cuando, en 1894, Nicaragua reincorporó el territorio guiada por Rigoberto Cabezas. Actualmente, en los tiempos de Luisa Ventura, pasaron a conocerse como Regiones Autónomas Atlántico Norte y Atlántico Sur.

Emilia Sambola trabajaba de mucama en una mansión blanca de madera caribe construida sobre una loma, una de las más grandes de la ciudad de los campos azules. No ganaba mucho dinero, pero disfrutaba de la seguridad de un techo y comida diaria. Por esas cosas del destino, Mr. Ventura llegó a parar a la casa de Mrs. Sambola. Se enamoraron inmediatamente y a los 8 meses Emilia Sambola pariría a Luisa Ventura, mientras el desesperado padre tomaba el último vuelo del día Managua-Bluefields, después de un vuelo en avioneta desde Londres. Antes que Emilia quedase dormida con Luisa, llegó Mr. Ventura, justo para dar la primera buenas noches a su primogénita. Era 1983.

8.

   «Y entonces, Ross, ¿qué vas a hacer?», pensaba para sí Rossana Ortegaray, 23, tercer hija de un militar de alto rango. «Si ya te metiste en esto, ahora hay que terminarlo, ¿no? Mañana será un día largo.­­» Se acomodó en su cama, y ahí, presa del temor, cayó en los brazos de Morfeo.
9. 

– ¿Y ya te hiciste la prueba de embarazo?

– Sí, la de orina, sí… dos veces. Siempre el resultado es negativo.

– ¿Y entonces porqué me salís con que estás embarazada?

– ¡Porque ya tengo más de seis semanas de retraso! ¡Seis! En dos días serán ¡siete! 

– ¿Y es mío?

– ¡Y DE QUIEN MÁS, IMBÉCIL!

– Ya, ya, ya, no grités, que tu papá va a venir a vernos… ¿y de sangre?, ¿Por qué no te hacés un examen de sangre? Así salís de la duda…

–Mi papá se daría cuenta si voy a una clínica, vos sabés que soy su hija, su bebé, su tierna, y por su trabajo, sus informantes me delatarían antes que yo misma decida si voy o no voy…

 – ¿Y qué hacemos?

 – Nos quedamos dos: vos y yo. 

 – ¿Ah? No entiendo.

 – No seremos tres.

 – No seremos tres.      

 – Sí, no seremos tres.

 – Nos quedamos dos: vos y yo.

Domingo. Dos semanas después. Julio Cortés recordó la conversación al despertarse. Se levantó y marcó el número entregado por el Señor de las cunas, avisándole que «la pizza va en camino». Saludando a su madre, doña Julia, desayunó huevos revueltos con jamón, una rodaja de pan, una taza de café bastante cargada. Sin darse cuenta, al terminar su desayuno había explicado a su madre que saldría a pasear con su novia fuera de Managua, y que lo más probable es que regresarán hasta el martes. Le recordó que su hermana Carmen se haría cargo del negocio, que ya todo estaba arreglado con el joven Santana. Doña Julia sólo le miró, bendiciéndole la frente con un beso y un «te me vas con cuidado, mi angelito».

Una vez arreglado, dispuso todas las herramientas extendidas sobre su cama. Su celular particular, las llaves de su carro, la factura anticipada de un cuarto en un hotelito sobre Carretera Sur, una mochila con toallas, ropa de cama, dos camisetas y un botiquín de emergencia con pastillas para el dolor y relajantes, entre otros detalles. Agregó un condón, «no vaya a ser y me entran las ganas».

A las 9 y cinco minutos de la mañana, estaba en camino a la casa de los Ortegaray.

10.

¿Quién en su sano juicio se haría llamar El señor de las cunas? ¿Y quién, aún más insensato, confiaría en alguien con tremendo apodo?

11.

Mientras Julio manejaba su vehículo plateado, se sentía divagar en una nube densa de contradicciones y temores. Al doblar en la Suburbana, justo frente a la Embajada brasileña, encendió la radio y puso un disco de reguetón para animar el ambiente de aquel carro fúnebre.

Al pasar por el retén policial de Carretera Sur, el oficial de tránsito José Gutiérrez apenas escuchó un fragmento de ♪¡Castígala! ¡Dale un latigazo! Y coge un latigazo... ¡Perréala! ¡Coge un latigazo! ♫ El reloj marcaba las 11 y 53 minutos de la mañana.

Estate tranquila amor, que todo va a salir bien, dijo Julio, pero en su interior la culpaba por quedar embarazada antes de “lo planeado”. Segundos después de pasar el Calasanz, entraron a un camino de tierra que les llevó al hotelito.

12.

Cuando Mr. Ventura intentó por todos los medios posibles llevar a su nueva familia a Londres, para residir y disfrutar the civilized style of life, en la sangre de Emilia Sambola retumbó su sangre garífuna.

– No, nos quedamos aquí. Aquí vinieron mis padres y los padres de mis padres, en esta tierra nací yo y nació mi hija, aquí viviremos. 

– No, nos iremos a Londres. En Londres tenemos todo. Es mucho mejor para la niña…

Doscientos años antes, los británicos expulsaron de San Vicente y Granadinas, lágrimas de tierra en el Caribe, a todos los garífunas, después de luchas sangrientas por territorio. Antes de ser esclavos, prefirieron emigrar a las costas caribeñas de los países centroamericanos…

 – ¡Jamás! ¡Yo no me voy allá! ¡Yo muero aquí! You bastard, I knew it all the time… ¡Esta niña no será esclava, no lo será, por mis ancestros que ya no están que no lo será!

– ¿Pero de qué estás hablando?

– Ahorita mismo nos vamos, nos vamos… You know the history of my people!

(La historia de los garífunas es compleja y trágica. Descienden de indígenas y negros que llegaron a las islitas del Caribe cuando hace cuatro siglos un barco británico en donde viajaban como mercancía, esclavos, maquinaria de carne, naufragó sin causa aparente. Los esclavos venían cantando, y así murieron…)

Los Ventura no abandonaron la Costa, pero sin explicación aparente, a los pocos días murió Mr. John, víctima de una indigestión que ningún médico ni curandero supo explicar. Emilia algo sabía.
13.

– Amor, me he sentido mal. No estoy segura si esto es lo mejor.
– No te preocupés, esto es lo mejor. Vos lo dijiste, lo mejor es quedarnos dos. Vos y yo…

–  …sí, pero no me siento bien. Creo que es mejor esperar que…

– Son los nervios, mi amor. Tomate estas pastillas para relajarte. 

– Pero es que de verdad no me siento bien, y no sé si sea buena idea. ¿Por qué mejor no esperamos hasta mañana? Es que creo que voy a…

– No, niña, ya lo platicamos esto varias veces. Es lo mejor, acordate...

En el cuartucho, un aire rancio llenaba los pulmones. Al procurar encender el aire acondicionado, un ruido seco aconsejó abrir las ventanas. No. Las ventanas no se podían abrir, por precaución. Julio Cortés y Rossana Ortegaray oyeron llegar un carro. Los nudillos del Señor de las cunas tocaron la puerta. “La pizza está aquí”. Entró. Rossana lo observó atrapada entre los barrotes de la angustia.

14.

Dos piernas abiertas. Un hilito de sangre. Un puño ardiente que abriéndose, desgarra el interior de Rossana. Luego, mucha sangre. Sudor. Nerviosismo. Calentura. Dolor en todo el cuerpo. Me duele todo. Ayyyyy. Negritud. Sangre. Choques eléctricos. Relajación. Menstruación. Un grito. Más menstruación.

– ¡Esta mujer no está embarazada!

– Es que, no me sentía que…

– …amor, ¿y esa sangre?

– No sé, no sé, supongo que… no sé-, contesta ella, perpleja pero sin esconder su júbilo. Creo que el estrés del trabajo… o no sé…

El joven Cortés no sabe qué hacer. Alegría o enojo. Alivio o rencor.

– Bueno, supongo que esto significa que puede regresarme el dinero…

El Señor de las cunas se fue antes, como un pájaro que vuela libremente.

15.
Suena el teléfono.

– Corazoncito, ¿estás en tu casa? Hay algo bueno que quiero contarte…

– Yo también, pero no estoy segura si decírtelo… ¿Vas a venir?

– Lo que sea, ¡ahorita me resulta lindo! Llego en una hora…

16.

Garífuna significa dolor profundo. Algunos concuerdan en que ese nombre viene por la desocupación perpetua que ha sufrido este pueblo, generación tras generación. Otros, más atrevidos, afirman que existe un toque divino que castiga a quienes se burlen de sus últimos descendientes. Nadie lo sabe con seguridad.

17.
– Amor, ¿cómo estás?

– Mal, no sé qué hacer…

– ¿Pasó algo malo?

Luisa Ventura rompe a llorar. En su mano, un papel de un laboratorio tiene algunos datos que no alcanzamos a leer con claridad. Que nosotros no veamos, no impide imaginar el desenlace de este cuento.

Que lo diga Luisa, garífuna, soltera y quien pronto regresará a la Costa. Con dos meses de embarazo.

Amar hasta fracasar

Hay escritos curiosos que se han hecho con el lenguaje. Versos que se pueden leer al revés y al derecho, guardando siempre el mismo sentido,...