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sábado, 26 de febrero de 2022

La Cita

Arquímedes González

Voy a salir, avisa el hombre en la sala con voz tan normal como decir “tengo hambre”.

Consulta el reloj como si hubiera pasado una hora esperando a obtener respuesta y va al armario dejando a la esposa inalterable, viendo la televisión en el sillón tan cómodo que cada vez que el hombre se sienta ahí, lo ataca el sueño. Ella está inmóvil, con el perfil bombardeado por el intenso y vertiginoso cambio de luces de la pantalla.

Voy con mis amigos, continúa desde el cuarto, con un énfasis en “mis amigos” que la deja excluida esperándolo hasta el amanecer.

Escoge la camisa blanca almidonada que la empleada planchó dos días antes. La saca de la percha, la deja caer en la cama y busca los zapatos. Están sucios. Toma el derecho para lustrarlo.
¡Ya imagino! , reclama la mujer como si resucitara de un estado cataléptico.

No empecemos por favor, suplica el marido cepillando el zapato izquierdo, tratando de evadir lo irremediable.

Siempre me dejás sola los viernes, lamenta la mujer.

El hombre mete los faldones de la camisa dentro del pantalón acomodando la tela para evitar las arrugas y cierra la bragueta. Comprime la panza, aprisiona el botón y asegura el trabajo con el cinturón. Transpira. Busca un pañuelo y se seca. Lo introduce en el bolsillo trasero. Se calza los zapatos. Se unta colonia y en el lavamanos cepilla los dientes viendo en el espejo su enojado rostro.

Sos un desgraciado, dice ella sin ánimo ni fuerzas, cansada de reclamar cada viernes desde que se casaron.

El hombre ni siquiera se altera concentrado en la salida. Se peina, después extrae una espinilla del labio inferior. Ante el espejo confirma que los dientes están limpios y sale.

No tardaré, promete buscando la copia de llaves de la casa y la del vehículo.

Recuerda la cartera y la recobra de la mesa de noche. Comprueba tener suficiente dinero y se la mete en el bolsillo derecho.

Las voces de José

  

Su única carta enviada a España fue tan breve como un telegrama y lo que anunciaba no era motivo de alegría. Vicenta Brisa, nacida hace cincuenta años en Benaguacil, Valencia, ha leído las palabras miles de veces: “Ésta es la primera y última carta que enviaré. Me va bien. Te odio mucho”.

El viaje es fatigador. Nunca ha salido tan lejos y menos de su tierra. Está cansada de ir sentada y con frío dentro del avión, pero quiere salir de esta agonía de desconocer dónde está su hijo, José Víctor Durán, nacido el treinta y uno de diciembre de mil novecientos ochenta y que desapareció de su familia, de su novia Pepa y de sus amigos, Pedro, Rafael y Antonio. La carta tiene la siguiente dirección: barrio San José Oriental, de la I.T.R., una cuadra al sur, Ciudad Jardín, Managua, Nicaragua.

A Vicenta le han dicho que este país ha sido atormentado por dictaduras, terremotos, huracanes, violencia, corrupción y que tiene un inmenso lago pero no imagina que está repleto de mierda. La estampilla en la carta muestra la fotografía de un puente. Con una lupa ha leído que dice: Bienvenidos a Ocotal.

Carga dos fotos de José. En una, está ella tomándole el brazo. José aparece de esmoquin negro, corbata de pajarita, un rosario en el pecho, una pulsera en su muñeca derecha, los ojos casi cerrados y sin sonrisa. Vicenta ríe orgullosa porque fue el día de la graduación de José. Ella está con un vestido rosado, un par de pendientes de perlas falsas y sin el anillo de casada que hace años tiró por el inodoro.

En la otra fotografía están Pepa y José. Pepa sonríe enamorada. Tiene brazos blancos como si nunca se hubiera bronceado y las manos entrelazadas a la altura del vientre. Viste pantalón amarillo y camisa café sin mangas. José aparece de pantalón gris, con chaleco más una camisa manga larga café y corbata dorada. Se ve pálido. Tiene los ojos abiertos, boca empurrada y expresión triste.

Vicenta carga copias del pasaporte de José, las actas de comparecencia a la Guardia Civil de Benaguacil, las reiteradas súplicas enviadas al embajador español en Nicaragua pidiéndole diligencia para ayudarla a localizar a su hijo y la última de hace tres meses quejándose porque no atienden su caso que comenzó con los extraños malestares de José. Su hijo tenía náusea, vértigo, golpes en el pecho, dolor de cabeza, espasmos en la panza, hormigueo en el cuerpo y sudoración. Cada día era algo diferente y en emergencias no sabían qué hacer. Los exámenes no revelaron ninguna enfermedad física. Le recetaron calmantes y descanso, pero José sentía que algo dentro de él lo mataba.

Era un cáncer invisible para los médicos, pero que a diario avanzaba dentro de su cabeza carcomiéndole los pensamientos, borrándole los recuerdos, provocándole tristeza y rabia y acorralándolo a la oscuridad. Dejó dos trabajos. Se tornó irrespetuoso con Pepa a quien hasta le gritó. Obligó a su mamá a dejarlo solo viendo la televisión y a la hora de desayunar, almorzar o cenar, cogía su plato y se encerraba en su cuarto. Ordenó que su comida y el pan no tuvieran sal, y bebía agua embotellada. Tuvo altercados más frecuentes con Pepa. No quiso hablar con sus mejores amigos de la infancia, Pedro, Rafael y Antonio, y cuando su madre lo hostigó para que le dijera lo que le molestaba, la abofeteó y escapó de casa. Fue el último día que se vieron.

A los seis meses de su desaparición, Vicenta, desesperada, mostró la carta a un grafólogo, quien concluyó que José padecía depresión. José no lo sabe. Se siente aturdido, como si dentro de su mente no saliera el sol y ráfagas de viento le desordenan sus pensamientos, pero lo peor son las voces que le hablan, lo acosan, lo molestan y no lo dejan dormir. Por una de ellas descubrió que Pepa, su novia de hace dos años, lo traiciona con Antonio. Rafael y Pedro sabían los desgraciados y no dijeron nada. Otra le advirtió que Vicenta, su propia madre, lo quería matar con sobredosis de sal y cloro, y la tercera voz, lo invitaba a embriagarse. Debía huir donde no lo pudieran herir. Entró a una librería, al azar consultó guías turísticas y dio con Nicaragua. Dos de las voces le aseguraron que ahí estaría a salvo. La tercera, discutió y rechazó.

Retiró sus ahorros del banco y a los tres días salió de Valencia a Madrid con escala en Miami y de ahí a Managua. En la capital alquiló un cuarto de hotel. Los primeros días fueron estupendos, pero al mes, le robaron la pulsera que le regaló Pepa. Quedó tan nervioso que no salió de su cuarto en dos días. “Vámonos”, le ordenaron las voces, pero primero había que escribir a su madre. Al pegar la estampilla vio la imagen del puente de Ocotal. Dos voces le ordenaron que fuera a esa ciudad. La otra, estaba dormida.

En Ocotal padeció mareos, el pulso se le aceleró y un día caminando por una de las calles, se desmayó. Lo hospitalizaron. El médico preguntó, pero José habló poco. Insistió en que estaba bien. El doctor le explicó que podía ser presión alta. José le dijo que era de España. Sin embargo, una de las voces mintió al afirmar que se llamaba Víctor Iglesias, como Enrique Iglesias. Le contó que tenía veintiún años, que andaba de paseo y que por favor, no avisaran a nadie. Tras el incidente, descansó en el peor hospedaje a merced de los mosquitos. Comió en distintos lugares. Los jueves y viernes se emborrachó. Conoció a otros españoles que lo llamaron Víctor, pero las voces se inquietaron y le aconsejaron que para no correr riesgos se fuera a las montañas.

A petición del coro compró una cuerda, zapatos de escalador, frazada, comida enlatada y en pocos días se le esfumó el dinero restante. Estaba flaco, barbudo, tenía la mirada más triste del mundo y muchas ganas de llorar. Las voces revoloteaban, le ordenaban lo que no debía hacer y lo guiaban adonde no debía ir, a la cima de la montaña donde escaló el árbol más grande, sujetó la soga a la rama y decidió acabar con las voces y el cáncer. No podrían matarlo. Él las mataría primero. No contaban con esta jugada. Sintió la brisa fría. Admiró el paisaje y recordó a Pepa.

Vicenta, en Managua, descubrió que la dirección era falsa. Resolvió ir a Ocotal. Paró un taxi y rezando por encontrarlo con vida, pidió que la trasladara a la Terminal de autobuses que iban a esa ciudad.

El Gran Capricho

 Arquímedes González

- No voy a trabajar -, anunció el marido.

La mujer, pensando que era broma porque gastaba una que otra cada día, no hizo caso y se preparó para salir. Vió su reloj. Eran las siete en punto de la mañana.

Cuando estaba perfumada, polvoreada y pintarrajeada, volvió al cuarto. Lo encontró tendido en la cama sobre las sábanas recién dobladas con zapatos y vestido, los ojos cerrados y tres botones de la camisa sueltos.

La mujer fue a la cocina. Ordenó a la criada lo que debía preparar para la cena, rogó limpiar el inodoro con cloro, pulir el fondo con el cepillo, no lavar la ropa con detergente porque la estropeaba, fregar los platos, dejarlos escurrir y secarlos con las servilletas descartables, sacar la basura e hizo énfasis en limpiar las ventanas, pues al regresar las encontraba mugrosas.

Desesperada, se asomó al umbral y con las manos en las caderas, ordenó:

- ¡Levantate perezoso!

Pero él no se movió. La mujer fue hacia la cama, se inclinó y le dio un empujón gritándole:

- ¡Son más de las siete!

Dando tiempo a terminar la farsa, salió, buscó la cartera, sacó la llave del vehículo y se arrimó golpeando tres veces la puerta con la punta metálica.

Reprendió molesta:

- Si no querés trabajar, es tu problema. Sos dueño de quedarte en la cama pero deberías llamar a la oficina para que no te esperen.

Taconeó insistente apoyada en el marco de la puerta, los brazos cruzados presionando la cartera en el pecho, la mirada agria y los labios contraídos. La criada, temiendo la tormenta, escapó a la cocina y se ocupó de los trastos sucios.

La esposa desesperada, dio media vuelta, fue a la cocina, esquivó a la sirvienta, sacó un vaso, lo llenó de agua fría del congelador, bebió un largo sorbo, respiró profundo, lo dejó en la mesa y volvió al cuarto.

En esos minutos el hombre como sintiendo que ella se había apartado, abrió el paquete de cigarros recuperado del bolsillo trasero del pantalón - tenía otro más escondido bajo la almohada -, extrajo uno y lo encendió dando largas chupadas, tirando las cenizas al suelo.

- ¡Te he dicho que no fumés… y menos en el cuarto! -, gruñó la mujer cuando regresó y lo descubrió.

Furiosa, se acercó y trató de quitarle el cigarro, pero él dio la espalda. Aspiró el humo y alejó la colilla más allá de su alcance. Rabiosa, lo golpeó con la cartera. El esposo se volvió y le gritó:

- ¡Arpía!, ¡Andate a la mierda!

Otra vez salió o más bien, esta vez huyó del cuarto, fue al sanitario, se encerró y lloró pasmada por la inesperada reacción del esposo. De su cartera sacó pañuelos descartables y se sonó la nariz. Asomó al espejo, confirmó el daño del maquillaje y se lamentó de lo que tardaría en retocarlo.

En el momento que la mujer reparaba el desastre, el esposo se levantó, cerró bajo llave la puerta del cuarto, volvió a la cama y encendió otro cigarrillo.

Cuando la esposa apareció en el pasillo, tenía la expresión satisfecha de haber recuperado el control y el retoque. Al descubrir la puerta del cuarto cerrada, oprimió el pañuelo en su mano derecha y lo tiró transformado en una deforme bola. No lo podía creer. Era el colmo. La empleada, que había visto la mutación del rostro, desempolvaba los muebles y trataba de hacerse invisible para evitar lo que se venía.

La patrona pasó a su lado sin verla, fue al teléfono y apurada, marcó.

- Vení ya, tu papá no quiere ir a trabajar -, ordenó en tono inaplazable.

Colgó y pareció recordar la presencia de la empleada mandándola a preparar té de manzanilla. Se sentó en la mecedora, cruzó las piernas, abrió la ventana y vio a la calle con los brazos cruzados balanceando su cabeza con expresión colérica.

Pasaron los minutos, se escuchó la bocina y vio detenerse el carro azul de la hija. La empleada corrió a abrir y entró la hija del hombre que, refugiado en el cuarto, encendía su quinto cigarrillo. La chica vestía jeans y camisa ligera. El cabello suelto recién lavado, brillaba como alquitrán. Una argolla de oro colgaba en la muñeca izquierda y en la derecha, un diminuto reloj.

Su madre estaba enojada y asustada pero parecía más asustada que enojada. El hombre, jamás, en treinta años se había ausentado un solo día del trabajo. Incluso, cuando padecía dolores de oído, había insistido en ir. Más aún, al morir su madre y su padre, no pidió días libres. Más bien, se excusó mucho tener que ausentarse por los funerales y entierros. Lo peor de este inexplicable comportamiento, era el trato tan bochornoso que le había dado frente a la empleada.

Explicó lo sucedido y la hija atravesó sin apuro la sala, pasó por la cocina, el comedor, la sala de lectura y llegó a la puerta cerrada. Consultó el reloj. Eran las ocho menos cuarto de la mañana.

Golpeó pero el hombre no abrió.

- Papá, soy yo…-, se anunció.

Desconcertada, insistió y al no recibir respuesta, preguntó:

- ¿Decime qué pasa…?

Nada. Tanteó el pestillo, estaba bajo llave y no se atrevió a forzarlo. Volvió a tocar, esta vez enérgica con los nudillos. La madre se acercó refunfuñando:

- Puros caprichos de viejo chocho -, remató, con los brazos cruzados en el pecho.

El hombre fumando, escuchó las palabras. Repitió “capricho” y no, no era un capricho. No quería volver al trabajo. No estaba enfadado ni desanimado, más bien, resignado. Dijo: “Viejo”. ¡Ah!, vieja será tu abuela pero en verdad, demasiado viejo para aguantar abusos y “chocho”, ah no, eso no, a los “chochos” los botan en el asilo, se defendió.

La joven al no escuchar respuesta, pensaba en un infarto o algo por el estilo, pero le llegó el aroma del tabaco. Recuperó el ánimo y rogó a la puerta:

- Por lo menos podrías contestar…

La empleada, de reojo, seguía la escena de la indignada mujer y la preocupada hija, también extrañada porque el patrón no padecía de rabietas, más bien, tenía buen ánimo dando bromas, enamorándola, tratando de cogerle el trasero y ella le gritaba: “¡Cochino!” Y ahí terminaba el juego.

- ¡Papá!… Sé que estás fumando… Abrí para que hablemos -, pidió la hija que acarició la puerta como si fuera la mejilla del padre.

- ¡Dejate de mierdas y abrí la puertaaaa! -, rugió la esposa que protegida y respaldada respingaba la nariz y empurraba la boca viendo en el reloj que faltaban siete minutos para las ocho.

La hija le hizo señas de callarse dando manotazos al aire como si soplara. La mamá se alejó ofuscada, atravesó el lugar y se sentó de nuevo en la mecedora. Recordó el té en la mesa y lo sorbió quemándose la garganta.

La hija volvió y de pie, le preguntó:

- ¿Pelearon?

La madre negó con la cabeza y retorció los ojos.

- ¿Y quién le dio los cigarros?-, volvió a consultar.

Llamaron a la empleada.

- ¡Maríaaaa!

En cuanto llegó, sabía lo que le esperaba. La interrogaron y confesó: El “señor” guarecido en el cuarto, le ordenó cuando “la señora” se bañaba, comprar dos paquetes de cigarrillos y un encendedor.

- ¡Te he dicho que no lo hagás!-, amonestó la patrona.

La empleada bajó la vista, encogió los hombros y nerviosa, se jaló los dedos. La regañó un rato más y procurando mantener su clase alta, le ordenó lo más elegante posible se apartara de su vista y la sirvienta dejó a las dos mujeres que, en la sala, aún no sabían qué hacer con el obstinado hombre metido en el cuarto.

De pronto, la madre, como si tuviera resortes en las piernas, saltó.

- ¡Ya estoy harta!-, gritó. Fue a la puerta donde paró en seco y sentenció:

- Si no salís, juro que llamo a tu jefe.

La hija se arrimó y le susurró:

- ¿Y si no abre? Tengo que ir a la universidad y vos al trabajo…

Escucharon el chasquido del encendedor y olieron el fuerte aroma del humo de tabaco.

- ¡Sos un desgraciado!-, reprendió la esposa más allá de la rabia.

Fue a la sala, tomó el teléfono y marcó. Consultó el reloj. Faltaban tres minutos para las ocho. En ese mismo instante, la hija insistió en la puerta tocando, casi mimando la madera con sus largas uñas:



- Papi, papito, acordate del infarto … Te ordenaron dejar de fumar…-, suplicó dulcificando la voz.

La madre esperó que la telefonista de la planta pasara la llamada a la extensión. Escuchó la melodía de fondo y un “espere que tiene la línea ocupada”, de nuevo la música y finalmente, la voz del jefe del esposo.

- ¿Aló?

- Buenos días - dijo con voz inofensiva— ¿Cómo está?

- Buenos días... Bien, ¿Quién habla?

- La señora de Gutiérrez.

- Ah, señora Gutiérrez, ¿En qué puedo servirle?… Su esposo aún no llega… Debe estar atascado en el tráfico.

- No, está aquí.

- ¿Enfermo?

- No, no quiere ir a trabajar.

Silencio. No escuchaba respuesta. Pasaron varios segundos y el hombre habló:

- Ah, debe ser por lo de la silla …

Esta vez fue ella que enmudeció.

- Es que ayer abandonó sus labores porque no encontró su silla. Me acusó que lo quería despedir, pero le expliqué que las están reparando. Se enojó mucho… Creí que estaba claro. Ayer mismo la trajeron.

- Le diré -, aseguró la mujer.

- Disculpe. Muchas gracias.

La hija la vio avanzar. Tenía el rostro muy enfadado. De nuevo acomodó sus brazos en el pecho resaltando sus senos y sermoneó a la puerta como si fuera el hombre que fumaba dentro del cuarto.

- ¡Sos un grandísimo caprichoso!, dice tu jefecito que ya tenés tu estúpida sillita intocable. Salí porque son más de las ocho.

Por fin, el hombre habló tras la puerta:

- De todas formas, me van a despedir …

La mujer y la hija se miraron confundidas oliendo el humo del nuevo cigarro. Consultaron sus relojes. Uno marcaba las ocho en punto y el otro, tres minutos más tarde.

El kamikaze enamorado

Arquímedes González

Era el más joven y el más guapo del grupo. Llegamos a Tokio para tres meses de aburridas conferencias sobre desarrollo tecnológico. Los orientales se desmayaban en atenciones pero confieso, me dolía la espalda de tanto inclinarme para saludar.

Fue la primera regla que nos exigieron. La segunda, aprender tres palabras que sonaban estúpidas: Ohayogozaimazu, Konichua y Kombawa. Buenos días, buenas tardes y buenas noches. No tenía escapatoria.

Un mes antes de terminar las conferencias, el equipo fue separado para convivir dos semanas con familias y conocer sus hábitos y costumbres y con ello, me alejaron de una preciosa mexicana de rasgos morenos que desde el principio, me dirigía miradas incendiarias.

El último día antes de irnos al interior del país, confieso que estuvimos metidos en mi cuarto del octavo piso en el Hotel Ana y en la mañana, nos encontramos en la cama, los dos cansados, ella de resistirse y yo de intentar todo. ¡Todo! Fue una larga batalla con pírrica victoria.

Antes de salir, la muy desgraciada, dijo triunfante levantándose la falda:

- ¡De lo que te perdiste!

Y no tuve más que tocarme la bragueta abultada y contestarle:

-¡De lo que te salvaste!

Cuando bajamos, los japoneses consultaban sus relojes caminando de un lado a otro como hormigas locas. En el alboroto de salir cuanto antes, no tuve tiempo ni de decir gracias ni adiós a mi aztequita, más que tirarle un beso de te busco a la vuelta porque íbamos a diferentes destinos. De consuelo, llevaba su fragancia en mis dedos y subí al autobús oliendo esa pegajosa comida. ¡Y yo con tanta hambre! Ya nos volveríamos a ver.

Viajamos diez horas. Uno a uno se quedaban en cada pueblo. Llegamos a mi destino, Shimane, una ciudad según decían, agradable y de gente muy afable.Y ahí estaban, la mujer y su hija esperándome en la estación. Tan pobres que no tenían vehículo y tan descorteses que me obligaron a cargar las dos maletas. La mamá, una mujer de unos cincuenta años, se llamaba Toshie y la hija, una muchacha de unos veinte años, tenía un nombre atractivo: Miho. Parecía enferma de tan delgaducha, con cintura tan fina que podía abarcarla con las dos manos, pero se notaba la presencia de caderas, senos pequeños, boca fina con labios de cuchara y la estropeada dentadura característica de los japoneses.

No era atractiva, pero había algo en ella que me provocaba una sensación de furiosa conquista y por el momento, el expediente tequila estaba cerrado y tenía en mis manos otro caso qué resolver.

El camino a su casa se hizo una eternidad bajo el ardiente sol y como Cristo, hice estaciones para descansar. En una de esas paradas, divisé una máquina de refrescos que son como oasis. Una moneda y ¡Zas! la botella fría. Recuperado, seguimos. La joven me miraba y me dedicaba sonrisas coquetas y traviesas.

Toshie explicaba no sé que de un lago artificial con su limitado inglés para colmo mal pronunciado sin comprender mi cansancio de tanto cargar y arrastrar las maletas. Para callarla, le conté que en mi país, aunque no era ‘mío’, y eso de ‘país’ quien sabe, pero había un inmenso lago lleno de mierda y orines que nadie quería volver a ver y ella quedó tan sorprendida que no pronunció palabra.

Las calles estaban desiertas como si fuera fin de semana, en perfecto estado como los paisajes de los cuentos, pintadas las casas, las avenidas limpias y brillantes, los edificios calmos, los jardines recién cortados, el agua fluyendo delicada como si le hubieran dicho: ¡Cállese! Daba miedo incluso pisar fuerte el suelo.

Llegamos a una vivienda de tres pisos con fachada de madera a semejanza de un templo shintoísta en miniatura. Metí el bendito equipaje y antes que les pidiera un descanso, Toshie me llevó de la mano hacia las escaleras del que sería mi cuarto, pero insistió dejar la carga. Subimos y al llegar al tercer piso, aclaró que era el cuarto de ella y del esposo, Hideo. ¡Ah! Tanto dolor en la columna para el colmo de la estupidez. Bajamos al segundo piso y reveló que era de sus hijos Hidemi y Miho. ¡Qué aclaración tan oportuna!

En el primer piso, fuimos al comedor que también era sala, a la cocina y al que sería ‘mi cuarto’. Era más bien el almacén. Habían limpiado rápido y al sacar tantas cajas, quedaron las señas en el piso de tatami. Tenían sanitario occidental no como los huecos de ellos en los que se hace pulso con el culo, había televisor y un pequeño armario. Al preguntar por la cama, me facilitaron una colchoneta y una frazada. Frustrado y sin poder retroceder porque a estas horas el autobús había salido de la ciudad, no tuve más remedio que acomodarme.

Descansé un rato. Miho llegó con un termo y dos tazas. Sirvió té y platicó. En resumen: Veinte apetitosos años, estudiante de biología, muchas amigas y le gustaba ver televisión.

Llevaba una falda corta, muy corta. Se podían ver sus piernas delgadas como de pollo, pero eso sí, gustosas. Una blusa celeste transparente que dejaba ver sus tiernas aureolas y pezones en crecimiento y en sus pies, unos calcetines blancos, como modelo de película porno que se hace pasar por colegiala. La chica al sonreír escondía su boca con las manos para no dejar ver los dientes, que confirmé, eran igual de atrofiados que del resto de los millones de japoneses.

Prendió la televisión, extendió la colchoneta y se recostó. Yo estaba sentado en el piso arrimado a la pared y comenzamos a ver ¡Dibujos animados! El colmo, viajar tanto para ver a un niño retrasado mental llamado Nobita y a un gato medio payaso conocido como Doraemon. Pasé una hora viendo la pantalla junto a la jovencita de piernas esqueléticas, que estaba comodísima en mi colchoneta. Como la falda era corta, en descuidos de ella, a diario podía ver asomándose, sus calzoncitos floreados en los que guardaba su tesoro y que pronto, muy pronto sería mío. Haciéndome el desentendido, me arrimé para el primer ataque exploratorio pero Toshie abrió la puerta e invitó a pasar a la sala para la cena.

Para mi sorpresa, estaba ahí Hideo, el padre y Hidemi el hijo. Eran tan exactos como gemelos. Los dos de cara cuadrada, anteojos horrendos, ojos rasgados, serios, callados y con la expresión de interés fingido. Parecía que el padre lo había fecundado y parido. Había algo raro en Hidemi. Me miraba con recelo. No me soportaba. Estaba celoso y presentía que me acostaría con su hermana.

Comimos el pescado crudo, ramen y un poco de tempura. Era un banquete, pero no se hubieran molestado. Con un hot dog y un refresco, hubiera bastado. Se nos hizo tarde, ellos, buscando cada palabra en el diccionario y yo, tratando de hacerme entender y al rato, hastiado, les dije Oyasuminazai y me refugié en mi cuarto.

Al correr la cortina del baño, descubrí la tina y me sumergí una hora en el agua tibia y reconfortante. Suerte que me había puesto la ropa porque al salir encontré a Miho sentada en la cama improvisada. Estaba viendo la tele. Tenía sus deliciosas piernas cruzadas y bebía té. Parecía una geisha adolescente.

Platicamos y más tarde como presumía que los padres y el hermano estaban dormidos, me atreví a darle un beso en la mejilla. Se alocó y suplicó: ¡Dame! que significa un “no” rotundo, pero estaba dado. Miho siguió ahí. No estaba enojada. Sacó dos videos y de nuevo el tal Nobita. Me acosté lo más cerca posible de ella y sin pretenderlo, me dormí.

A la mañana siguiente, descubrí lo trastornado que son los japoneses: ¡Tenían vehículo! Y yo cargando las estúpidas maletas por la ciudad. Me dieron ganas de patearles el trasero.

Pasé el día con Miho que estaba de vacaciones escolares. Pregunté:

- ¿Tenés novio?

Estalló en risas cubriéndose la boca y en un descuido, me dio un manotazo en el pecho. ¡Ah, conque esas tenemos niñita! Juego de manos es de villanos y te voy a disparar con mi Colt 45 de tambor, cañón largo y excelente estado le dije en español y Miho como no entendía, hizo lo que los japoneses hacen: Mirar como tontos y preguntar ¿Eeeee?

Así pasaron los días. La chica y yo por las mañanas viendo al mentado Nobita y por las tardes la familia me invitaba a caminar por la ciudad, visitando el lago, subiendo al faro, al mejor restaurante del centro, yendo al puente y a la única calle central. En resumen, en tres días me conocí el cochino pueblo de cabo a rabo y para no aburrirme, improvisaba juegos con Miho como las escondidas, el ahorcado, X y 0 o el yankenpó, papel, piedra y tijera.

Nunca estaba solo. Miho me hostigaba y andaba detrás de mí. Era tan pegajosa que un día se metió al inodoro cuando yo le sacaba veneno a mi culebra. Ruborizado, pudoroso, me cubrí pero Miho evidenciaba una curiosidad como la de los niños por saber cómo funcionan los juguetes. Éste era de chupar, meter y sacar.

Otra vez, metida en mi cuarto, Miho preguntó con su restringido inglés:

- ¿Te gusta el campo?

- No.

Quedó insatisfecha.

- ¿Por qué?

- Porque es aburrido.

- ¿Y por qué es aburrido?

- No hay cafés, ni restaurantes, ni cines, ni discos, ni tiendas, teatros, ¡No hay vida!…

Se quedó callada. Me sentí mal por romper sus fantasías y acaricié su mejilla. Se dejó mimar. La abracé y sentí un incendio en mi interior como fósforo ardiente viendo sus senos juveniles que se asomaban de la blusa. En acto suicida, como kamikaze enamorado, la besé.

Al principio, Miho no abrió la boca pero tras insistir, la hendidura cedió y dejó entrar mi lengua que tocó su órgano inerte como si fuera carne de pescado muerto. Su cuerpo se estremeció y retrocedió. La tomé de la cintura. Resignada, se dejó escarbar, arriba, abajo, adentro, adentro en su boca pequeña y dentadura deforme dejándose llevar como si estuviera desmayada. Metí mi mano en su blusa. Entregó sus senos y sentí la tibieza, la santidad de sus chatos pezones. Me incliné para lamer sus coronas tímidas y chupé como recién nacido.

Cuando nos separamos, llevó sus manos a su boca, bajó la vista, se acomodó la blusa y se quedó quieta, inmóvil, sin decir nada con la mirada en el piso. Se levantó y escapó alocada tropezando como un salmón saltando contra corriente. Temí lo peor. Le diría a Hideo de lo ocurrido y la bomba explotaría, enloquecido me partiría en dos con una de esas espadas de samurai y me haría sushi. Hidemi me molería a patadas estilo Kung Fu y Toshie me echaría té verde hirviendo. ¡En qué lío me había metido!

Pasó el día, la noche y por la mañana apareció la nena de nuevo con el termo y las dos tazas. Le había gustado a la condenada. Respiré aliviado. Platicamos un rato, ella aún sin levantar la vista la bandida.

Quería más la calenturienta y yo, que andaba con ganas de vengarme de la otra que me había dejado en ascuas, tenía más que razones para seguir el juego.

El sábado los padres anunciaron que iríamos al mar. Les dije que me sentía mal y me quedaría a dormir. Al final, Hideo, Hidemi y la señora Toshie se fueron y creí que Miho pero a eso de las once de la mañana la oí llegar.

La escuché dando pasos fuertes en el segundo piso, el agua cayendo en la bañera, silencio y de nuevo sus pasos de un lado a otro apurada. Estaba a pedir de boca. Esperé y como lo había previsto, apareció con otra falda aún más corta, blusa breve y calcetines blancos. Llegó hacia mí y tomándome la cabeza, me la llevó a su pecho ordenándome:

- Huele.

Tenía impregnado un perfume dulzón pero no me concentraba en eso, sino en ver sus senos virginales. Retrocedí. Su cara exigía un “Besame”. La tomé de la cintura y la atraje dándole un largo beso que hizo excitarme. Miho sintió que abajo, algo crecía, llevó sus manos pequeñas al cierre del pantalón y lo sostuvo como si pesara una bolsa de papas.

Le había abierto la blusa y de nuevo admiraba los senos dulces, el pecho pequeño como de niña y sorbiendo el manjar, escuché con mucha rabia que llegaban sus padres. ¡Maldita sea!

Se disculparon porque el mar estaba muy picado. Me mordí el puño de tanta mala suerte. No tuve más remedio que domar a la culebra y quedarme con Miho viendo al odioso Nobita y su gato mágico. Me ocupé tanto en otras excursiones y comidas, que el tiempo pasó y de pronto, llegó el día de la despedida.

No pude cumplir mi sueño: Tener novia geisha de veinte años. Resignado, enojado, triste y desconsolado, preparaba las maletas. Miho entró.

- Anoche soñé con vos -, me dijo. No contesté. Estaba desanimado y volvía a Tokio con otra pequeña hazaña infructífera.

- Estabas vestido como samurai y yo con kimono. Nos casábamos…

- ¡Que bien! -, dije cortante.

Para consolarla, di mi dirección postal, le robé un largo beso y fui al sanitario.

- Miho, creo que no debes…

Como no salía del cuarto, quise cerrar la puerta pero ella lo impidió. Estaba desconcertado. Como si se hubiera convertido en una mujer, desabrochó mi camisa y quedé frente a ella desnudo de la cintura para arriba. Se acercó sin miedo, extendió su brazo y con un dedo, recorrió desde mi pecho al ombligo. Me besó a la altura del corazón y dijo viéndome:

- ¡Qué hermoso sos!

Estalló en llantos y escapó. Terminé de hacer las maletas. Me vestí y salí. En la calle estaban Toshie, Hideo y Hidemi. La madre gritó:

- ¡Miho, vení despedí al joven!…

Pero la chica no contestó. Entramos y la escuchamos sollozar dentro del tocador. La madre extrañada, me miró.

- Es muy sentimental-, se disculpó.

- Lo sé -, dije.

Di las gracias y salí con ellos tres a pie cargando mis malditas maletas en busca del autobús que me llevaría de regreso a la capital y a la mexicana con la que tenía un expediente abierto.

La obsesión con Celia

Arquímedes González

Lo único que él y yo teníamos en común, era ella. Pero ninguno de los dos ni nadie más en el mundo la podrá tener. Yo, porque estoy preso, él, porque está muerto y ella, ya lo sabrán.

Hay gente que me odia y no los culpo. Espero ardan conmigo en la olla más grande del infierno y a los que me creen, conocen de estas penas del amor no correspondido y sin saber las circunstancias, confían en mí, igual los invito a que nos asemos en las eternas llamas del averno.

Me he declarado culpable de su muerte, soy reo confeso pero no acepto el calificativo de ‘asesino’ que señala la Fiscalía porque no fue algo premeditado, ni con alevosía ni ventaja como tratan de enredar, fue más bien un accidente en el que me involucré sin querer y del que resultamos desgraciados estos tres seres.

Antes de esto, mi vida era un remanso de días de trabajo y descanso. Sin ninguna novedad más que las dos cervezas mensuales, las largas siestas tomadas los fines de semana o las noches en la oficina para no regresar al solitario refugio de mi cuarto.

En estos largos días esperando mi condena, he decidido escribir mi versión, parcial, pero la más cercana a la exactitud. Sé que cada uno hará sus propias conclusiones porque cada cabeza es un mundo. Unos dirán que soy un desdichado y lo acepto, otros concluirán, que fui una víctima y lo reconozco, pero no toleraré que tras leer este desahogo sincero, se vayan por ahí diciendo que soy un asesino.

¡Eso no!

Mi tragedia comenzó hace dos años.

Crecí en un reparto, más tarde colonia y hace unos diez años un barrio asediado por rateros.

Salí de ahí cansado de los expendedores de marihuana y cocaína, de las usuales e interminables fiestas del vecino atormentando la paz del sueño con potentes parlantes; borrachos expertos en boxeo con sus mujeres; gritos de ellas peleando porque la basura de una casa se iba a la otra por la magia del viento y pandilleros con cuchillos perforando estómagos y otros con piedras destrozando tejados.

Abandoné la casa de mis padres, con treinta y cinco años encima, calvo, gordo, bigote grueso, un ojo virado, astigmatismo de menos seis y, para colmo, sin mujer, novia o enamorada, sólo las inconfesables a las que les declaraba mi amor en el éxtasis del orgasmo, que descendían del taxi sin beso de despedida, cargando el dinero que compraba mis cortos enlaces.

Alquilé un apartamento a una mujer llamada Celia, en las afueras de la capital donde el calor era más denso por la cercanía del cochino lago, pero la quietud, envidiable. La casa tenía un hermoso jardín de rosas, enredaderas y gruesa hierba.

Mi cuarto tenía entrada independiente con unas gradas de acceso de seis escalones. Podía entrar y salir sin ser visto. Gozaba de la libertad de llevar compañía, sin embargo nunca sucedió porque a como me he descrito, pueden concluir que soy feo. Sé que lo soy y mi más evidente y peor defecto, es dar una mirada morbosa a las nalgas o los pechos de las mujeres. Eso me mata. Es inevitable y ellas, se espantan pero con Celia era distinto.

Mis impúdicos sueños no podían ensuciar su imagen. Me sentía cohibido. Dios había exagerado en su creación. La escuchaba dando órdenes a la empleada, mimando a su bebé de pocos meses, levantándose a mitad de la noche para darle pecho y por las mañanas, al abrir el grifo del agua, olía el dulce aroma del jabón en su cuerpo, sus pasos apresurados, más indicaciones a la empleada y salía a su trabajo.

Celia es una mujer blanca y tengo predilección por ese color de piel. Hay negras y morenas que son bellas, bellísimas pero las prefiero blancas y espero que no utilicen esto en mi contra. ¡Sería el colmo que me acusen de racista! El amor nunca me destinó una con tez oscura y para colmo, tuve una sola novia. Celia tiene cabello y ojos negros intensos. Sus pechos son grandes, jugosos y sus caderas desarrolladas, como una orgullosa mamá.

Supe que vivía sola.

Desde la primera entrevista para ser su nuevo inquilino, no encontré huellas de hombre en la casa. Celia tenía una actitud dura y desconfiada, esa de las mujeres engañadas y con el pasar de los días, confirmé que ésa había sido la causa de su separación.

La empleada me reveló que el ex marido llamado Luis, había traicionado a Celia e incluso, se ufanaba de sus constantes atracos pero Celia a los seis meses de embarazo, en decisión final, lo corrió de la casa.

Luis se aparecía una vez a la semana para ver al bebé llamado Fernando. Celia prefería no estar. Calculé que la separación había sido un evento demasiado reciente y no tendría oportunidad de conquistarla. Su vida estaba concentrada en el hijo y lamer las heridas del divorcio.

Además, una relación con una mujer y un hijo recién nacido, sería complicada y traumática para los dos, sin embargo en las noches de abstinencia y ahogado de calor, soñaba poseerla, éramos felices y me convertía en ‘padre’ de Fernando, pero al despertar, caía en la realidad: Nunca estaría con ella.

Me habían atraído sus ojos y su cuerpo grueso, delicioso, incluso hoy se me hace agua la boca recordar la suavidad de su piel escondida tras sus largos vestidos.

No sé.

Dándole vueltas, veo que esto inició con sus calzones. Cada día había uno en el tendedero del patio y desde mi ventana, lo miraba tratando de olerlo.

Cuando Celia se iba y la empleada estaba atareada atendiendo al bebé, me deslizaba para sentir la suave seda mojada y lo olía excitado sintiendo el aroma de ropa recién lavada pero aún con su íntimo perfume.

Los meses pasaron y el bebé creció.

Celia recuperó su cuerpo ágil quedándole unos grandes pechos para amamantar al que envidiaba de gozarla. Luis visitaba al bebé los viernes después de las cinco y se retiraba a las siete de la noche. Celia se aparecía a las ocho.

Un día, Celia descubrió mi fascinación por sus calzones. Como siempre, había visto por la ventana que lo colocaba, esperé, salí y me arrimé a olerlo sin saber que Celia había regresado por las llaves de su automóvil.

-¿¡Qué hace usted!? - gritó indignada al verme concentrado con la nariz pegada en su calzón.

Corrí a mi habitación, cerré y me escondí en el baño. No pude enfrentarla. A estas alturas estaría convencida que yo era un depravado y la ilusión de estar con ella se me esfumó. Esperé paciente mi pronto desalojo pero no ocurrió.

Al día siguiente colocó otro calzón… Me sentí confuso. No sabía qué pensar de esa actitud a no ser que… y entonces, descubrí que yo le atraía imaginando que pronto, muy pronto, estaríamos juntos.

Una noche, desperté por ruidos en la casa. Corrí la cortina de la ventana sin encender la luz y para mi sorpresa, ella caminaba desnuda por la sala. Sus piernas gruesas, su vientre un poco abultado pero delicioso y sus grandes senos aparecieron ante mis ojos. Hechizado, la vi ir de la cocina a la sala con una cerveza y sentarse ante el televisor.

Cuando lo encendió, escuché los lamentos y las palabras sucias de las tradicionales películas porno. De inmediato redujo el volumen. No era la primera vez. Otras noches había despertado bañado en sudor escuchando extraños ruidos.

Observé cómo se encorvaba en el sillón abriendo las piernas, su gesto de gozo y al final, bebía de la botella. Esto no me amedrentó más bien, incrementó mi apetito por ella.

Fui más evidente con mis insinuaciones y obtuve primero, una larga charla en la cocina, otra en un restaurante y en dos meses, estábamos en la sala desnudos, besándonos frente al televisor prendido practicando las posiciones más difíciles que veíamos.

Así creció mi amor por esa mujer de comportamiento dual, conservadora en el día, pero desenfrenada por las noches, que exigía le apretara con fuerza el cabello o se lo hiciera por el trasero, encima del comedor o detrás de la puerta con dos sesiones en cada enfrentamiento. Ella me hacía ruegos, desaires, yo con fuerza jalaba su ropa, me aruñaba rechazándome y al final, dominada y vencida, se entregaba.

Pero la relación se convirtió en maraña.

Yo aullaba de agonía por ser su dueño. Estaba perturbado, desequilibrado, atolondrado por ese amor ilícito que nos condujo a los tres a esta situación en la que hoy estamos. Celia inválida, él muerto y yo condenado a pasar el resto de mis últimos días tras los barrotes de esta prisión.

Para mí ha sido una triple condena al conocerla, los eventos que segaron la vida de Luis y esto.

Mi amor por Celia, o mi deslumbramiento, se alimentó por las diarias citas nocturnas frente al televisor viendo películas con menos contenido erótico y más violencia sexual pero no hablábamos. Sin beso ni despedida cada quién volvía a su cuarto.

Así nació mi tragedia.

Yo la quería, pero Celia se divertía conmigo. Era su amante alocado, el ogro con la doncella, el jorobado del cuento que le seguía la corriente. Decidí que debíamos formalizar algo y no seguir con esos salvajes encuentros que me dejaban dolores en la pelvis o heridas en el cuerpo por sus arañazos y mordiscos.

Cuando se lo anuncié, se rió a carcajadas. Me dijo que era un tonto y me aconsejó no enredarme en amores porque lo echaría a perder, pero no cedí y de un plumazo, ella rompió conmigo.

Desde ese día, por mi torpeza, no pude tenerla más.

El viernes siguiente se dieron los trágicos hechos. Si hubiera partido ahí nomás, si hubiera tenido más dignidad, esto sería un cuento de otro arruinado, pero por guardar esperanzas, es que estoy aquí con la tragedia más grande del mundo.

Volví al cuarto a las dos de la madrugada tras ahogar mis desgracias en el ron. Al escalar las gradas, observé el televisor prendido y me acerqué a la ventana. Ahí estaba Celia y otro hombre ¡Haciendo el amor como lo había hecho conmigo! La rabia se apoderó de mí al ver a Celia sin vergüenza, gozando con ese hombre que la corneaba.

En mi celosa ceguera, rompí la ventana y supe quién era el sujeto. Era Luis, su ex esposo y no hubo retroceso. El hombre salió, me golpeó la boca y caí al suelo entre los vidrios rotos. Me incorporé y sentí otro impacto en mi ojo. Lo tomé por los testículos, lo hice rogar y lo lancé por la escalera. Se rompió el cuello y murió. Celia dio un grito e histérica, me golpeó con el tacón de su zapato. Furioso, la tiré y rodó por las gradas. Debido a las fracturas en su columna Celia quedó lisiada de por vida.

Como han leído, fue un accidente.

Lo que vino después fue una trama de Celia al convencer a la Fiscalía de mi culpabilidad. Lo que más lamento, es que, a pesar del daño que Celia me ha hecho, aún la amo, más de lo que la amó Luis.

Los pechos de Silvia

 Arquímedes González

Silvia se desmayó en el patio de la escuela durante la clase de educación física.

Nadie supo qué hacer y menos yo, el enamorado furtivo, quien dejaba cartas en su mochila con mensajes admirando sus ojos negros tan deliciosos que daban ganas de lamer y sorber como si fueran chocolates.

Ese día la había citado al finalizar las lecciones, bajo el árbol de almendras. Confesaría mi amor y la besaría a como lo había imaginado por las noches con mis manos en la oscuridad formando su nombre: Silvia… Silvia… Silvia…

Reaccioné y corrí por el vehículo de mamá dejado en el garaje de la casa a menos de tres minutos a pie. En cuanto estacioné el carro cerca de la entrada del colegio, la cargaron entre cuatro y la acomodaron en el interior como si estuviera dormida.

-¡Que no se muera! - grité a Norma, la mejor de sus amigas y la única con fuerzas para acompañarla. Mientras aceleraba, las piernas me temblaban. Giraba sin frenar en las curvas, controlando el timón con precariedad e intentando no volcarnos.

-¿Todavía respira?

-Creo que un poquito - observó Norma que lloraba y acariciaba las mejillas de Silvia.

Presioné el acelerador, pité una y otra vez, asalté los carriles sin sentir ni los pulmones ni el corazón, concentrado en eliminar el temblor de mis piernas.

Maldije la estrechez de la carretera y la cantidad de carros. Desesperado, saqué la cabeza por la ventana, insulté como nunca antes, encendí las luces, activé los pide vía, presioné la bocina, pero el tráfico estaba cerrado.

-¿Vos sos el de las cartas? - preguntó Norma.

Fingí no escuchar. A la derecha había cinco automóviles y a la izquierda nueve esperando el cambio de luces del semáforo.

- Le gustás mucho…

- No soy yo - mentí cobarde viéndola por el retrovisor.

- Dijo que hoy te esperaría bajo el árbol de almendras…

Sentí ahogo en la garganta y me salieron lágrimas.

Pasamos el semáforo, seguimos derecho, doblamos a la izquierda y por fin entramos al área de Emergencia. Frené, salté del asiento y abrí la puerta.

Cargué a Silvia imaginando que era el día de nuestro casamiento.

-!Se me muere! - le grité a la enfermera, que me vio entrar con Silvia a la sala saturada de moribundos vendados, enyesados o cosidos lamentándose con ayes y caras desconsoladas tras sobrevivir a asaltos, ataques o choques.

Alguien acercó una camilla donde la acosté con cuidado como si no quisiera que despertara. Sus labios habían adquirido una rápida palidez.

- ¿Sos el novio? - preguntó la enfermera jalando la camilla a uno de los cuartos.

-No - le respondí.

Pidió quitarle los zapatos y calcetines. Con brusquedad, rompió la camisa y con tijeras, cortó el sostén dejando expuestos sus senos sólidos como dos tortas incrustadas en el pecho, los pezones chatos, inmaculados y las aureolas bañadas por una delicada escarcha de granos de café.

En ese momento imploré a Dios, a las vírgenes y santos que pude recordar para que la dejaran con vida.

- Debés salir - aconsejó la enfermera, viendo las lágrimas en mi cara.

Pero me quedé.

Entró el médico, no se fijó en mí, le tomó el pulso a Silvia, abrió sus párpados y en un instante colocó la palma de su mano en la frente de quien yo amaba.

Pronto estaría bien.

El doctor salió, regresó con una inyección y pinchó el brazo de Silvia quien no reaccionó.

La enfermera asistía a las órdenes del encargado y una que otra vez me miraba preocupada.

El especialista escuchó con el estetoscopio, presionó su pecho, otra vez la inyectó, intentó con descargas eléctricas, pero al rato, desistieron.

- Falleció - reconoció al rato el doctor retrocediendo como si la muerte lo fuera a morder.

Y yo, hipnotizado, lloraba frente a los pechos de Silvia.

Amar hasta fracasar

Hay escritos curiosos que se han hecho con el lenguaje. Versos que se pueden leer al revés y al derecho, guardando siempre el mismo sentido,...