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martes, 1 de marzo de 2022

El viaje

Fernando Centeno Zapata

Al pasar el vehículo, dos mujeres desgreñadas estiraron sus huesudas manos para que se detuviera.

-Indias brutas –dijo el chofer-, como si es caballo el que voy manejando.

Las mujeres discutieron el precio de la “llevada” con el conductor. Al fin treparon.

La primera saludó con las encías al subir: los dientes delanteros se le habían escapado, dejando una ventana abierta por donde silbaban las palabras.

Con la segunda, subió la “marimba”: siete caritas lánguidas y alunadas –como mangos alunados-, dos gallinas, un perro flaco y sarnoso, un gato chelicoso, con una quemada de manteca en la cara, y un motete de ropa sucia que hedía. Todos ellos también hedían. 

Se sentaron juntos, apiñados, miedosos, como queriendo darse calor, las mujeres en medio, los cipotes a los lados, uno iba chineado, la mujer lo arrullaba y trataba de cubrirlo con unos harapos andrajosos que si le tapaban la carita se le salían los pies. El muchacho iba emberrinchado.

 -¡Va con la calentura o es que lleva hambre este jodido! –le dijo a la compañera que llevaba otra cipota cargada. La criatura volvió a verla con unos ojitos rojos que le salían de unos párpados hinchados; tosía con dificultad, como si una mano le apretara la garganta, se retorcía, por los pies y la carita, carita de ángel de iglesia abandonado, le iba brotando el sarampión.

La mujer ya no aguantó más, porque todos los del “chunche“ le iban protestando por el berrinche y se levantó la camiseta para darle de mamar; el muchacho no mamaba, pero ya llevaba un tapón en la boca, un tapón sucio, negro, tierroso, con unas venas moradas y gruesas que se le metían en la boca. El muchacho se durmió o se desmayó, pero terminó el berrinche y terminaron también las protestas. 

*****

El vehículo que iba sin escape, hacía un ruido del demonio y subía en primera la cuesta del cerro, un cerro panzón, que llevaba la carretera apretada a su barriga, como un fajero.

La mayorcita de aquella extraña carga, una niña de siete años, seguía con los ojos el paisaje, unos ojos amarillos, su pelito lacio, suelto al viento, hacíale cosquillas a la otra hermana que se le recostaba en el hombro, ésta iba mareada, sudaba helado, por fin vomitó sobre las gallinas las que no hallaron qué comer en aquel vómito blanco, chirre, espumoso. El perro lamió la sombra húmeda que había quedado pegada en el piso.

La muchachita se sacó un sonoro coscorrón en la cabeza.

Sobre la carpa del “chunche”, el sol hervía, y los frágiles espejos del viento quebrábanse al pasar.

Siguiendo la carretera, volaba un río con sus líquidas alas, por fin, como una lanza, se metió en el monte y desapareció...

Una mujer ciega, con una cara picada de viruelas, “volaba” a las criaturas porque la iban apretando.

-Muchachos brutos, parecen animales- les dijo la ciega con voz colérica.

Los muchachos, al verla, le tuvieron miedo y se enrollaron como un yagual.

-Va, pues –contestaron las mamas, y el ruido del motor hicieron chingaste las demás palabras, que le salían silbando por la ventana de la dentadura de una de ellas, envuelta en la saliva prieta de su chilcagre.

La vieja, al oírlas, abrió los ojos, no vio nada, y se quedó callada.

*****

A la entrada del pueblo, el “chunche” se paró en seco, se sacudió el polvo violentamente y siguió temblando su parálisis.

Todos los del “chunche” también temblaron.

El conductor, un negro con una negra conciencia, saltó de la cabina como una fiera en acecho y comenzó a cobrar: siete.... ocho.... nueve córdobas.... El niño de pecho también paga.

Las mujeres esculcaron el motete, lo revolvieron, y dentro de los trapos sucios que hedían (ellos también hedían) sacaron los “riales” y comenzaron a contar....

La mano del cobrador se habría como una maldición: cinco puñales de avaricia clavados en el corazón de la miseria.

-Señor, rebájenos que no nos queda ni para la comida, mire que no hemos pasado bocado desde que salimos....

El “chunche” pitaba y pitaba, iba atrasado en su itinerario. El conductor, al despedirse, le arrebató de la mano el último peso a la mujer, y la mano quedó vacía, como el estómago de aquella extraña tropa.

El niño de pecho sufrió un ataque y otro y otro: se estiraba, se encogía, se iba poniendo morado, la boquita espumosa y torcida, lo ojitos brillantes; otro ataque y por fin un suspiro....

La madre gritó, todos los cipotes también gritaron.

El “chunche” salió huyendo, envolviendo con su ruidaje las lamentaciones.

Los gritos de angustia y de dolor se partieron en el filo de aquel rayo de sol que caía indiferente sobre la tierra.

Los curiosos acudieron con los ojos abiertos, abrieron la boca y alguien, caritativo, propuso comprar las gallinas:

-Ocho pesos por las dos...

-Si me costaron cinco cada una, señor, no me haga perder...

Por caridad señor, es una ayuda....

-Siete cincuenta, si se resuelve ya....

-Siete, si los quiere, y antes que me arrepienta.

La mujer tomó los siete pesos. De sus brazos se le escapó un soplo de vida que como una hostia arrugada se hundió en el misterio....

En la extraña tropa iba uno menos.

La tierra estaba caliente, hervía...

La mujer cargó con el perro que lloraba. Y siguieron el viaje......

El niño, el mendigo y el perro

Fernando Centeno Zapata 

En la esquina, esquina donde la calle se abre como un abanico, se yergue en su orgullo vegetal, con serena verticalidad, un lucio poste de madera, y allá arriba a unos tres metros doce pulgadas, como suspendida en el aire, una lámpara de mercurio.

La luz brillante se baja, se extiende, se diluye.

Al pie del poste, agarrado, fuertemente agarrado como si estuviera pasando un violento vendaval, estaba un niño.

La intensa luz palidecíale el rostro, le quitaba el color a las manos y le hacía temblar los párpados, pero aún así, el niño estaba agarrado, como si estuviera pasando frente a él un violento y fuerte vendaval.

El niño quería en ese momento no ser niño, sino ser como aquel poste que estaba abrazando, porque pensaba que las cosas materiales no sienten, ni ven, ni oyen; quería ser árbol, o piedra, o cualquier cosa, menos niño, porque los niños padecen y mueren y algunos como él no saben nada de sus padres.

¡Cómo le dolían los huesos y los ojos y los pies y las manos! ¿No sería mejor ser como aquel poste y cuando estuviera crecido sostener a tres metros doce pulgadas una lámpara de mercurio?
El niño se fue poniendo rojo, luego rosado, luego verde, verde triste, se fue poniendo color de la tierra, y abriendo los ojos y abriendo las manos y abriendo los brazos, se fue desprendiendo del poste donde estaba fuertemente asido.

La gente que pasaba por la acera le quedaba mirando y seguía su camino.

La gente que pasaba por la calle le quedaba mirando y seguía su marcha.

La gente que pasaba en su vehículo le quedaba mirando y aceleraba.

Sólo un anciano tuvo compasión del niño. Le quedó mirando, se agachó como pudo, sosteniéndose las rodillas con las manos pero se agachó.

-Cómo te llamas, le preguntó, ya! El nombre es lo de menos. Pobre chico, duerme hijito, duerme y no te despiertes nunca, ¿me oyes? nunca.

-Me has ganado la partida, sabes? Morir a tu edad es una dicha. Qué hubiera sido de tu vida? Dios se ha compadecido de ti.

-Dios es malo conmigo, sabes? No hay derecho, hijo, no hay derecho.

-Te voy a dar un recado: si le miras allá en el cielo dile que se acuerde de este pobre viejo.

-Yo a tu edad era un chico rosado. Mis padres eran muy ricos, sabes? A tu edad nada me hizo falta, a ti todo te ha hecho falta, hasta un rincón para morir.

-Yo me eduqué en Europa, sabes? O mejor dicho allí me civilicé un poco. Lo que entonces aprendí me ha servido de mucho, de lo contrario ya me hubiera muerto de hambre.

-Óyeme chico: Yo me considero culpable de tu muerte, con lo que derroché en mi juventud, miles de chicos, como tú, se hubieran salvado.

-Todo está escrito, hijo. Todo está escrito. No me hagas caso.

-A ver, si es mejor, recuesta un poquito tu cuerpo sobre el poste, así creerán que estás vivo.

Pobrecito, está helado.

-Tendré que dejarte, si me quedo, a lo mejor van a creer que yo te maté y me meterán en la cárcel.
-La humanidad es así de ingrata, hijo. Si me quedo me interrogarán y aunque yo jure que es la primera vez que te he visto, no me van a creer. A los pobres no nos creen.
-Cuando yo tenía dinero, una vez maté por gusto a una mujer, me presenté a las autoridades y confesé mi crimen, no me creyeron, se pusieron a reír y me aconsejaron que tomara unas vacaciones.

-Pero ahora la cosa ha cambiado, sabes?, y si me quedo aquí me señalarán como el autor de tu muerte, me echarán en cara que te he matado de hambre, mientras yo me hartaba como un cerdo, y me lo repetirán tanto que terminaré por creerlo y entonces sí, me moriré de pena.

-Pedir una limosna no me da pena, es un trabajo como cualquier otro.

-Mejor que me vaya, si te hubiera conocido antes no te hubiera dejado morir así.

-Yo tuve mucho dinero, sabes? cuando quedé pobre se acabaron los parientes y los amigos.

-Bueno, pero es mejor que me vaya, ya la gente se está fijando mucho en mí. No te olvides de mi recado. Allá cuando nos encontremos, te seguiré contando mi historia.

-Así, así, un poco arrecostado al poste, mientras doblo la esquina, el tiempo justo, luego tu cuerpecito buscará su centro de gravedad, la gente mirará tus ojitos blancos, y dirá: está muerto.

Pero quien sabe, la gente no se fija en estas cosas, andan precipitadas como si fueran fugitivos de la justicia. Nos vemos, nos vemos hijo, no te olvides...

*****

El mendigo también siguió su camino.

Los transeúntes continuaron pasando a pie, a caballo, en coche, hasta otros niños llevando pesados bultos en sus cabezas, pasaron, vieron “aquello” y siguieron su camino.

Poco a poco también la lámpara de mercurio se fue apagando. Luego amaneció.

Todo amaneció lo mismo en aquella esquina donde las calles se abren como abanico.

Un perro callejero, de esos perros madrugadores que van siempre de prisa con el hambre pegada a las costillas y cuchilladas en el cuerpo, pasó junto al niño, se volvió de pronto, vio “aquello”, lo olfateó, dio una vuelta a su alrededor, alzó la pierna, le orinó la carita pálida y tierrosa y, siguió de prisa su camino.

El mojón

Fernando Centeno Zapata

Cuando los hijos del viejo Florentín salían para la celebración del santo de la tía Manuela, el padre les llamó y les dijo: “No quiero que vengan trasnochados, pues tenemos qui hablar”.

Ellos partieron con aquel comején en la intención, pero puestos en el lugar, se olvidaron de lo que les había dicho el viejo, y, no fue si no bien entrada la madrugada que se fueron apareciendo.

El viejo Florentín todavía estaba despierto, y cuando ellos quisieron acurrucarse en el tapesco, él los llamó: “No es pá mi bien que les quería hablar, ustedes saben cómo van las cosas con el nuevo vecino y agora tendrán que escucharme, porque ya mañana puede ser demasiado tarde”.

Entonces les comenzó a explicar que esos sitios desde sus primeros abuelos habían sido comuneros, todos sabían lo que tenían y todos trabajaban su parcela y nunca había habido discusión. Cuando él creció aprendió q’ había que ir a ayudar al vecino para levantar las cosechas, o para botar el desmonte o para quemar los potreros; para la “fierra”, que se hacía en el mes de enero, era costumbre entre los comuneros hacer varios rodeos, el sitio se convertía en un incendio de entusiasmo: se botaban los coyoles con un mes de anticipación, se destazaba la res más chúcara, y las mujeres se encargaban de preparar las meriendas.

Los hijos del viejo Florentín, también habían crecido en el sitio y sabían que todo aquello que les estaba diciendo el padre era verdad, escuchaban con atención, y las palabras del anciano les golpeaban el pecho y se les metían muy adentro. El sitio era para ellos familiar, algo como pegado a su propio cuerpo, como si la tierra y el paisaje, y el llano y el río, estuvieran metidos en su propia sangre; ellos conocían todo aquello: sabían que cuando el Crucero estaba por el cerro de “La Campana”, eran las cuatro de la madrugada; que a las cinco de la tarde, los pájaros buscaban sus nidales; sabían por la dirección que tenía la entrada de los nidos de la Oropéndola, por qué lado entraría el invierno y si las lluvias iban a ser copiosas o se retirarían pronto; las milpas de primera, debían de sembrarse en mayo; el arroz en junio, antes de la entrada de la canícula y los frijoles en noviembre. Era la mejor cosecha. Los de primera eran “chiquiones”; sabían que se ahuyentaban los conejos del frijolar, colocando las tuzas del maíz alrededor del plantío, y para los zahinos tenían los mejores perros de la vecindad; sabían que después de un aguacero eran seguros los venados en los claros, y montar terneros en los llanos era el mejor deporte para ellos.

El “ñato Luis”, hijo del tío Luis, no tomó el consejo del abuelo y el ternero lo lanzó por los aires, quedó renco para toda la vida.

En todas estas cosas pensaban los hijos del viejo Florentín, cuando éste se metió al cuarto y volvió con unos papeles amarillos. Los títulos del sitio estaban ahí guardados en un largo tubo zinc; a la luz del candil los fue desenrollando y comenzó a descifrarlos: Eran títulos otorgados por el Rey de España y habían pertenecido a aquel Don Florentín de Vargas –de esto hacía más de un siglo.-

Durante todo este tiempo los amarillentos pergaminos habían permanecido guardados, pues no había una razón para tocarlos, y así hubieran estado quien sabe cuántas generaciones más, si el tío Luis no se hubiera muerto, y los hijos no hubieran salido sin amor a la tierra y no la hubieran vendido a aquel señor del interior, que desde que llegó quiso alambrar hasta donde su vista alcanzara, y los alambres se iban tendiendo por todo el sitio y nadie protestaba, y todos salían llorando y los que aún quedaban podían morirse de pena; pero cuando el alambre quiso pegarse muy cerca del rancho del viejo Florentín, éste dejó el butaco donde desgranaba sus mazorcas, porque ya no podía ni montar a caballo, ni agarrar su machete, ni lanzar cimarrones, ni domar un potro, y fue a pararse muy recto por donde la línea iba a pasar, y el alambre, ese día, llegó hasta allí, pero las cosas no terminaron en ese lugar.

 -II-

El mojón de “Las Pilas”, debe de estar en su mismo sitio, los mojones no cambian ni se destruyen –decía el viejo Florentín- levantando la vista de aquellos papeles amarillentos. Él creció viéndolo junto al cedro, a la orilla de la quebrada del guarumo, ellos también lo habían visto allí y allí tenían que estar, así lo decía el título y los títulos como los mojones no cambian nunca.

El día había amanecido tierno y se iba metiendo en el rancho, por la única puerta que tenía. El candil exhaló su último suspiro de luz, y los hijos del viejo Florentín se olvidaron del sueño que les siguió sus pasos y les venía poniendo vendas de cansancio en los ojos.

A ellos también la cosa no les gustó y estaban dispuestos a defender sus derechos. Si los hijos del tío Luis se habían dejado robar, y habían salido “desamorados” a lo que les quedó; si habían vendido todo, sin reserva, eso era cuenta de ellos, allá ellos...

Pero los Vargas defenderían la tierra trabajada por sus manos, porque allí, al morir su madre les dijo: “Aquí nacieron ustedes, aquí crecieron, aquí todos jugaron cuando eran niños; aquí aprendieron a trabajar al lado de su padre, y aquí si me muero, quiero me entierren y que estas tierras nunca pasen a manos extrañas”.

Y todos, padre e hijos, salieron montados, cuando el sol salía cauteloso tras las verdes milpas. Una lluvia cernida caía de aquel cielo opaco, y al oriente una densa neblina se habría paso por las débiles serranías.

Bajando y subiendo empinadas cuestas, bordeando peligrosas laderas, cruzando el verde llano donde tantas veces dio prueba el viejo Florentín de su potente brazo, llegaron al mojón de Las Pilas.

Si, en aquel lugar debía de estar: era una piedra larga, con una punta redonda y una señal bien puesta. Pero el mojón no estaba ahí, ni la piedra, ni el cedro, sólo el agua de la quebradita corría como una lágrima entre mugrientas piedras.

El viejo Florentín palideció, y todos los hijos también palidecieron.

Sin bosticar palabras, metidos en un silencio trágico, siguieron la ancha abra, camino de regreso.
Cuando llegaron, el alambre había cercado hasta el camino que se metía muy adentro del rancho, y ellos tuvieron que doblar las rodillas y arrastrarse como reptiles para entrar de nuevo.

La burla fue sangrienta.

Ellos eran seis, pero el señor del interior no salía si no era con un ejército.


Al ver todo aquello, dijo el viejo Florentín:

-Es mejor descansar, ya mañana será otro día.

-III-



¿Descansar? –No, él no descansaría, él sabía que no iba a descansar, que tampoco sus hijos descansarían. Él los conocía muy bien, además, él ya era un viejo inservible: en cambio sus hijos.

Quiso recostar su osamenta y sintió como que aquella armazón viniera sobre él, su cuerpo no estaba para el reposo y su mente seguía fija en el Mojón. Pensó que pudieran estar equivocados. –Hay tantos parajes tan parecidos.- Además él tenía ya muchos años de no frecuentar esos lugares. Lo mejor sería volver, y volver solo, sólo con su perro y su escopeta, y si encontraba el mojón la cosa iba a cambiar.

Y así pensando el viejo Florentín, montó como pudo en su bestia mular y regresó a reandar el camino, con su alma metida en un silencio sepulcral. Los hijos que le vieron alejarse pensaron: Así será mejor.

Sintió corto, muy corto aquel trayecto, a pesar de que avanzaba más despacio que de costumbre, sus ojos recorrían punto por punto aquellos lugares que le eran familiares.

En su juventud la que iba desenvolviendo su hobillo de recuerdos sobre aquel camino peligroso y amenazante.

Cuando los últimos rayos de sol cerníanse sobre el verde sitio dándole tintes pálidos a la sabana inmensa, llegó el viejo Florentín al mismo lugar donde hacía pocas horas había estado con sus hijos, husmeó como todo buen baqueano de todos aquellos alrededores y pensó que no se había equivocado, todo estaba igual a como hace diez años lo dejara, sólo faltaba el mojón y el corpulento cedro, -pero ahí muy cerca tenía que estar,- y buscó, buscó con esa desesperación del náufrago por ver una tabla de salvación, y el mojón estaba allí, escondido bajo unos matorrales, semidestruido, pero intacta las señas que grabara con fuerte pica, aquel don Florentín de Vargas. También estaba a ras del suelo, el tronco del corpulento cedro, todo era igual, nada había cambiado y su convicción se afirmó tan honda que sus últimas dudas se escaparon con los últimos celajes del crepúsculo.

-IV-



La noche entró pesadamente, como si un pintor extraño de un solo paletazo manchara la naturaleza de sombras tenebrosas.

Allá, a poca distancia, 50 varas a lo sumo, estaba la casa-hacienda del señor del interior; en el alto, abríanse dos ventanas por donde se escapaba la luz temblorosa y cobarde de una lámpara de gas, frente a la cual perfilábase la figura de un hombre.

-¡Era él!- el mismo que dejó la ciudad para lanzar por la fuerza y con dinero, a todos los comuneros del sitio, el mismo que había hecho levantarse al viejo Florentín de su butato e irse a parar muy firme frente a su rancho, el mismo que sin respetar el derecho de los demás había mandado a arrancar el mojón de las pilas; el mismo que arrancó la paz de su hogar y sembró la desesperación.

El viejo Florentín se fue acercando poco a poco: Ya estaba a cien varas de distancia. –Ya podía distinguir que leía, que era él; -pero no, no leía, pensaba seguir arrapando con sus alambradas hasta más no poder, pensaba quedarse solo, expulsarlos a todos, obligarlos a todos a salir, ser él el único dueño, reinar sólo él, como un gran señor de vidas y haciendas. Y entonces el viejo Florentín pensó en sus hijos, que eran hombres decididos y valientes, que nunca venderían ni por todo el oro del mundo, que querían aquella tierra que ellos la vivían trabajando y recordó también lo que su mujer les había dicho al entregar su alma al Creador, pensó entonces que él era un viejo que no servía para nada y que no quería morirse dejando a sus hijos en la calle, y recordó que él, en su tiempo, era el mejor tirador de los contornos.

-V-

Un seco disparo quebró en mil pedazos el silencio de la noche y tras aquel disparo el aullido del perro pareció alejarse buscando las estrellas.

El viejo Florentín regresó ya con la madrugada.

Se sintió cansado, y al ver que frente a su rancho ya no existían las alambradas, se le humedecieron los ojos. Sus hijos aún con las huellas del desvelo alistaban sus machetes para irse al trabajo, el arroz ya estaba de desyerbar.

Y el viejo Florentín tomó de nuevo su butaco y continuó desgranando sus mazorcas, porque ya no podía ni montar a caballo, ni agarrar un machete, ni lanzar cimarrones, ni jinetear un potro de primera albardeada.

La cerca

Fernando Centeno Zapata

A las diez en punto de la mañana el Alcaide de la cárcel suspendía la audiencia para el público, y comenzaba a leer la sentencia a los prisioneros recogidos el día anterior por faltas leves de policía.

Entre los sentenciados aquella mañana estaba Henry, muchacho de unos 30 años, alto y delgado cuerpo, pelo castaño, ojos café, de color más blanco que moreno, vestía un pantalón oscuro de casimir tropical y camisa guayabana; en sus delgados labios mantenía constantemente una sonrisa burlona, los ojos no los mantenía fijos en ninguna parte, tampoco se mantenía quieto en la fila de reos que esperaban su sentencia.

Todos fueron sentenciados con penas leves, Henry fue el último.

-Muchacho, le dijo el Alcaide levantándose de su escritorio y tomando un aire paternal, con ésta tienes 50 fichas en la policía, ¿sabes tú lo que esto significa?

Henry le miró fijamente y le contestó al Alcaide con indiferencia:

-¿Eso es todo lo que tiene que decirme?

El Alcaide perdió su tono paternal y a la pregunta airada de Henry le repuso enérgicamente:

-Quería perdonarte por última vez, me habías caído simpático, pero si tú lo quieres, ya sabes lo que te espera.

Henry dio la vuelta sin mirar a nadie y se encaminó silencioso con su custodia.

El Alcaide continuó la audiencia pública. La mañana se tendía al sol sobre la ciudad, y sobre los campos como un trapo limpio. Allá en el interior de la prisión chirriaron los goznes de una puerta y el cabo al retirarse golpeó con violencia sobre los barrotes de hierro, el pesado candado que acababa de cerrar.
_______________

Henry estaba solo. Miles de pensamientos galopaban por su mente. Se sentó sobre un pequeño muro que era a la vez, en la celda, asiento y lecho y se apretó fuertemente con las manos la cabeza.

La celda daba a la calle, un pequeño orificio del tamaño de un puño hacía entrar el aire viciado de la ciudad, las voces alegres de los niños saliendo del colegio, los gritos de los voceadores, el ruido de los taxis, las voces de las gentes y un pedacito de cielo.

En la calle dos vehículos frenaron y tras el ruido agudo de los frenos el impacto de un violento choque. Henry saltó, buscó el orificio para ver, pero como estaba muy alto, pegó el oído sobre el muro negro y grasiento.

Unas sirenas se abrían paso a lo largo de la calle. Henry dijo: es la policía de tránsito que viene a levantar el croquis; luego se oyó otra sirena que se aproximaba, ahora es la ambulancia la que llega, se volvió a decir; a través del muro adivinaba todo lo que estaba pasando frente a su celda: una mujer que llora, la policía da órdenes, parte primero la ambulancia, después la policía que va a rendir su informe; las voces se fueron retirando, luego un ruido extraño, como de un balde de agua que tiran sobre el pavimento.

-Están lavando el pavimento, se dijo, los hombres le tienen miedo a su propia sangre, y continuó monologando:

-Son unos cobardes; ahora han tomado una escoba para despegar el último coágulo; parece que todo se ha normalizado, continúan los taxis pidiendo vía, las voces de los niños vuelven a correr por las calles como locas; a lo mejor fue un niño la víctima, tiene que ser una víctima inocente, y una víctima que no ha cumplido los 15 años. Yo mejor me hubiera muerto antes de cumplir los 15 años.

-A los 15 años comencé mi oficio, la primera ficha en la policía me la hicieron a los 15 años. El teniente era bueno y me entregó a mis padres después de hacerme la ficha, mis padres me castigaron salvajemente, no me dieron de comer ocho días, pero tampoco devolvieron lo que había robado.

Poco tiempo después hubo hambre en la casa y me mandaron a vender lo que yo había robado, aquí me aprehendieron por segunda vez, ya tenía con ésta, dos fichas en la policía.

Esta vez mis padres no me castigaron, pero tampoco se presentaron a pagar la multa, salí de la cárcel hasta que cumplí la sentencia. Está bueno, me dijo mi padre, para que otro día aprendas a hacer las cosas.

Por eso es mejor morir antes de cumplir los 15 años.

Estoy seguro que la víctima fue un pobre niño que no había cumplido los 15 años. Yo no castigaría a los culpables.

Si yo hubiera muerto antes de llegar a los 15 años....

Ahora tengo 50 fichas en la policía. El Alcaide quería regañarme y perdonarme. Qué estúpido es el militarote ese. He conocido a más de 20 Alcaides y todos son estúpidos, éste por ejemplo, me ha querido aconsejar, tal vez es que tiene un hijo que se parece a mí; otros me han estimulado, hasta me llamaban con un nombre sonoro y me mostraban con orgullo los periódicos, cuando se ocupaban de mí, pero se quedaban con todo lo robado; para estimularme, prometían que harían desaparecer las fichas del archivo, yo sabía que no lo harían, que me estaban engañando. Allá ellos.

Nadie en este mundo se va sin pagarlas. Mis padres murieron ahogados. Yo no pude ver cuando murieron, estaba preso; cuando salí me contó el teniente y me dio el pésame muy compungido.

Nunca me he podido explicar qué hacían junto al río; a los ocho días los encontraron soplados entre las ramas de los árboles; lo conocieron a él porque le faltaba una mano y a ella porque tenía una cicatriz en la espalda, mi padre se la había dado cuando una vez, borrachos, se pusieron a disputarse el botín del robo.

Una vez le pregunté a mi padre por qué me había pegado cuando cometí mi primer robo y él me dijo, que no quería que yo siguiera su ejemplo. Sus almas andan errantes, como la de todos los condenados. Pronto así andará la mía.

50 fichas en la policía es un récord a mi edad. El Alcaide quería darme consejos, o a lo mejor, quería hacerme una buena propuesta. Qué estúpido fui. El Alcaide me dijo:

-“Quería perdonarte por última vez, pero si tú lo quieres, ya sabes lo que te espera”. El Alcaide tiene mucho parecido con mi padre, a lo mejor es mi tío. Si es mi tío él no dirá que yo soy su sobrino. Él tiene cara de hombre honrado, se parece mucho a mi padre. A mi madre no la culpo, ella, me decía, que era de buena familia. Aunque sea mi tío no quiero más perdón, Dios todo lo tiene dispuesto para esta noche.
_____________

-A las siete se oirá el chirriar de la puerta, el cabo, gordo y pesado, con una batería en la mano, alumbrará por todos los rincones de la celda hasta encontrarme, al descubrirme me gritará:

-Eh vos, salí de allí.

-Si pudiera jugar con el cabo al “cero escondido”, pero aquí no hay donde esconderse: cuatro paredes altas, un piso húmedo y sucio, una pesada puerta que da al patio del presidio y hacia el oriente, donde sale el sol, el pequeño orificio por donde entra el aire apretado y las noticias de última hora.

-Eh vos, salí de allí, volverá a gritarme el cabo, ya lleno de impaciencia.

-Yo me haré pasar por hombre de importancia. Le diré:

-Tengo mi nombre, por favor, llamame por mi nombre, me llamo, si no lo sabe: Henry, Henry Solórzano –soy de buena familia, sabe?

-El cabo volverá sobre su carga:

-Con vos hablo hijo de pe....

-Yo sigo de buen humor y le protesto: Le suplico caballero, hijo de santa, que no me ofenda.
Recuerde que un reo es sagrado.

-El cabo, que no entiende de bromas se vendrá sobre mi pobre humanidad a descargarme un culatazo, estaré presto a detenerlo y le diré: no es para tanto hombre, era una broma.

-Cuando salga al patio del presidio saludaré a todo el mundo, sé que nadie me contestará que todos se harán los desentendidos, como si no fuera para ellos mis saludos. Qué estúpida es la humanidad:

Ya saben para donde voy o para donde me llevan y se portan así. ¿Qué les cuesta ser un poco amable con su víctima? Me bebería un vaso de leche, si alguien me lo ofreciera.

-El cabo me registrará por última vez y como no me encontrará nada, me dará un empellón. Yo me pondré a reír.

Todo lo que andaba se lo he heredado al Alcaide. Los cabos son hombres crueles. El Alcaide puede ser mi tío. Mi padre una vez me dijo que tenía un hermano que era militar, siento más gusto que le quede a mi tío mi reloj y los mil pesos del último atraco. Cuando se lo entregué en su oficina me dijo que me guardaría aquello; el reloj lo examinó detenidamente y me dijo: igual al que hace algún tiempo se me perdió a mí.

En el patio del presidio se aparecerá el Alcaide, me pondrá la mano en el hombro y me dirá:
-Muchacho, vos siempre has sido valiente, pórtate como todo un hombre, tenés que llegar a la cerca. No me hablará del dinero, ni del reloj. Él ya sabe que es mi heredero, se parece mucho a mi padre, mi madre, me decía ella, que era de buena familia, yo nunca conocí a mi buena familia.

Habrá luna en el patio, la luna estará a medio cielo a eso de las siete de la noche. Eso será un inconveniente. Los hombres le tienen miedo a su propia sombra, prefieren la oscuridad a la semi oscuridad.

Volverá el Alcaide y volverá a decirme:

-Pórtate como todo un hombre.

-Me obsequiará un cigarrillo, le temblará la mano al darme fuego, yo le diré:

-Valor, señor Alcaide.

Por fin la luna se encuevará en una nube. El patio quedará oscuro.

-Salgamos ahora, me dirá el cabo, a prisa, a prisa.

La calle estará limpia, despejada, después de las seis no pasan carros ni gente, es Zona Militar. Me sacan por la puerta trasera, esta puerta da a un campo árido, el campo es como una plaza, estará oscuro, el cabo esperará que la luna medio alumbre para decirme: corre, corre, serás libre si llegas a la cerca.

Correré, sí, correré para darle gusto al cabo, se debe sentir una sensación extraña correr en estas circunstancias, la luna lo sigue a uno y a medida que se corre la plaza se va iluminando toda. Pocas veces me corrí de la policía cuando me atrapaban. Las balas siempre son más rápidas que uno. Tenía miedo quedar valdado para toda la vida. La cerca está a lo más a unos 50 metros, si se llega a la cerca se es libre. Que yo sepa nadie ha podido llegar a la cerca. Muchos han llegado jadeantes, jadeantes, arrastrándose han podido llegar a tocar la cerca, a tocar la libertad.

El cabo me volverá a repetir:

-Corre, corre, y yo por darle gusto al cabo, correré y correré. Luego vendrá una descarga y otra y otra y la cerca que se aleja, que se aleja.

Henry se ve sobresaltado, como un sonámbulo va hacia la puerta de hierro de su celda, ha oído el reloj de la torre vecina, cuenta, cuenta: tan, tan, tan, tan, tan, tan, taaaaan. Las siete.

Se oye el chirriar de la pesada puerta que se abre y la voz del cabo:

-Eh voz, salí de allí.

La luna se ha encuevado en una nube. 

Volvió con una cruz

Fernando Centeno Zapata

En un trailer que arrastraba un tractor, echaron todas sus cosas: las tres hijas, los tres perros, los cuatro butacos, los dos camastros, unos platos de lata, las cazuelas de barro, a Colachito y su chocoyo que era el menor de los hijos y el único varón, luego se subieron ellos, y partieron.

El tractor los arrancó de la ciudad, del barrio, de la pobreza del barrio y ellos iban casi cantando de alegría, porque ya no pensarían ni en el alquiler, ni en la comida, ni en el pago de impuesto a la Junta si morían y, sobre todo, tendrían trabajo todos en el algodonal.

La ciudad se había convertido para ellos en una maldición, viviendo allí se sentían solos, en un mundo a parte, su mundo era aquella casucha por la que pagaban 30 pesos, lo demás, lo que estaba fuera de aquella realidad, era otro mundo, otra ciudad, otra gente.

Hacían, cuando podían, dos tiempos; pero generalmente uno o la mitad de uno, porque él como jornalero apenas ganaba, y ella como “tortillera” no era muy apetecida. Alguien en la ciudad les dijo que pusieran a servir a las hijas, que ya tenían edad, pero ellos le tenían miedo a los patronos de la ciudad y a los hijos de los patronos: ciertamente que la menorcita había cumplido los 13 años, pero eran tan “guanacas” y además si ellas se iban ¿quién iba a acarrear el agua, y la leña, y ayudar en lo demás?

Con el varoncito no se contaba porque apenas empinándose podía llegar al molendero, además éste no molestaba, porque pasaba jugando todo el día tirado en el suelo con su chocoyo y los perros.

Cuando llegó la propuesta, la tomaron como una bendición, la escucharon con la boca abierta y ni siquiera lo pensaron. La aceptaron inmediatamente y sin decir “adiós” a nadie porque a nadie conocían en el vecindario, partieron al rayar el alba.

Habían llegado del monte a la ciudad, ahora volvían al monte porque la ciudad no era para ellos.

Después de unas horas de camino comenzaron a contemplar los algodonales. Ella le dijo a él:

-Aquí debe ser! Y él contestó:

-Puede que aquí sea, el patrón me dijo que su algodonal era el más hermoso; desde la orilla de la carretera se podía ver, y éste es el más hermoso. Mira!, ya están reventando las “guayabas”; aquí el patrón se va a bañar en plata!

Ella se dijo para sí misma, y para que también la oyera él: Dios les ayuda a los que tienen buen corazón.

El tractor de pronto dejó la carretera y siguió un camino de tierra, a un lado y otro del camino, siempre los algodonales: frondosos, frescos, poblados de “guayabas” que pronto reventarían como rosas blancas.

El tractor paró al llegar a un clarito. Allí era el lugar: unos mozos estaban levantando el rancho, saltaron alegres del trailer y se pusieron a trabajar con ellos y cuando ya el techo del rancho estuvo terminado le dijeron que se fueran, que entre todos harían el resto.

La mujer y el hombre se abrazaron felices. Las hijas se pusieron a mirar el algodonal que se extendía por todos los lados del rancho, el chigüín se enrolló con sus perros y su chocoyo en el suelo.

El hombre y la mujer casi cantaban de alegría, no importaba pasar así la noche. Mañana –dijo el hombre- lo terminaremos de forrar, lo principal es que ya tenemos “nuestro rancho”. Se acostaron cansados y durmieron profundamente.

-II-

La madrugada amaneció húmeda; todos despertaron con la madrugada y volvieron a asomarse al plantío de algodón que los rodeaba por entero: todo era verde y blanco, más verde que blanco porque apenas empezaban a reventar las motas de algodón y las “guayabas” de los árboles se veían como palomas emplumando. Aquel día lo ocuparon en forrar el rancho.

Al otro día ya salió él con su máquina al hombro a regar insecticida en el algodonal; un día después la mujer tomó otra máquina y, otro día después, las tres mujercitas juntas tomaron también su máquina y entraron al plantío. Sólo el muchacho quedó en el rancho jugando con sus perros y su chocoyo.

La madre, como buena madre, le dejaba algún alimento a la criatura, trancaba la puerta por fuera y se iba; los primeros días al regresar por la tarde lo encontraba llorando de hambre y de sed, pero después se fue acostumbrando.

Trabajaban por “tarea” porque así se ganaba más: tomaban tres “tareas”, una para él, otra para ella y la otra para las tres hijas. El padre una vez que terminaba la suya, iba a ayudarle a las hijas y luego a la mujer. Él llegaba de último al rancho, cuando ya estaba oscureciendo.

Una tarde sólo pudo sacar su “tarea” y regresó al rancho, se tiró sobre el camastro y comenzó a vomitar, los perros se arrimaron a comerse los vómitos, el niño también quiso arrimarse, pero él tuvo fuerza para quitarlo y amarrarlo a un butaco, luego siguió vomitando, cuando llegaron su mujer y sus hijas, el hombre ya no podía hablar. Estaba pálido, estaba rígido, estaba muerto.

Lo enterraron junto al rancho. Sus compañeros de trabajo al saber la noticia se dijeron: murió intoxicado.

Con madera rolliza le hicieron una cruz y le pusieron la inscripción: “NICOLÁS MORALES, n. 1925- m.1959”. Junto al amo enterraron los perros.

Al otro día la viuda y las hijas tomaron las tres tareas, pero no pudieron hacer nada y regresaron agotadas.

Llegó de nuevo la noche y al otro día se levantaron como de costumbre con la madrugada, contemplaron el plantío que los rodeaba por todos lados, contemplaron la cruz, ahora sobre el triste verde de las matas sobresalía el blanco alegre del algodón flotando como espuma. Aquel día las hijas no quisieron tomar su máquina, se quedaron en el rancho. La madre se fue sola.

Cuando regresó “oscureciendito”, no encontró ni hijas ni camastros, ni los tiestos de barro, sólo el chigüín jugando con su chocoyo. La madre adivinó con su instinto de mujer lo que había pasado.

Para el corte de algodón echaron gente. Y como la mujer había quedado sola ya no resultaba útil en la hacienda. Le notificaron que desocupara el rancho.

La mujer agarró su muchacho de la mano, el muchacho llevaba su chocoyo, la mujer arrancó la cruz, se la puso en el hombro y tomó el camino polvoso, por donde habían entrado, en el camino encontró un tractor arrastrando un trailer y, en el trailer, cantando de alegría, gente que llegaba de la ciudad a ocupar “su rancho”.

La sequía

Fernando Centeno Zapata

El primer aguacero cayó exactamente el uno de mayo. Se sintió de pronto aquel olor a tierra mojada y aquel deseo en el paladar de llevarse a la boca un terrón mojado, de comerlo, de aspirar aquel olor profundamente, que es como si fuera ya parte de nuestro cuerpo: como los ojos, el corazón y las manos.

Simón, el viejo campesino, con sus 60 años y sus catorce hijos habían aprendido, y así enseñado por este método directo, a querer aquel pedazo de tierra, que era como un pedazo de sí mismo, a querer a aquellas “planadas” apenas alteradas por pequeñas serranías.

Hombre y tierra aquí como en ninguna otra parte, estaban identificados.

Los hombres eran duros como era la tierra en el verano, y alegres y contentos como era la tierra en el invierno. A veces eran taciturnos, como era la tierra en aquellas “sequías” terribles, en que abría su vientre las profundas heridas para darle salida al fuego que le quemaba las entrañas, en que hasta las hojas de los árboles caían y éstos se volvían esqueléticos, en que todo ser viviente desaparecía de su superficie y sólo quedaba el hombre, el hombre pasando hambres y calamidades, y sólo quedaba el niño, porque de cualquier manera se mantenía; y sólo quedaba la mujer porque ella, como el hombre y como el niño eran parte de aquellas tierras, porque eran la tierra misma; en bonanza o en calamidad, en las alegrías y en la desolación.

La sequía podía llegar a cualquier hora, entrar en el “veranillo” de San Juan o con la canícula, o con los meses de septiembre u octubre. Todo era igual.

-Güeno muchachos, dijo el viejo Simón, al caer la tarde de aquel primero de mayo, allí tenemos el primer aguacero, hay que aspirar muy fuerte, para que la tierra nos dé su fuerza y su vigor y hay que comerla, sí, comerla para que se purifiquen nuestras almas, y así prepararnos luego para la siembra.

-Y todos, todos sin excepción, desde el chigüín de ocho años hasta el de 30, desde el yerno a la nuera, desde la mujer al huérfano, todos se dedicaron al día siguiente a alistar los fierros de labranza: arados, yugos, cintas, la vara del “chuzo”, los calabazos y el maíz para la siembra.

-No es bueno sembrar al primer aguacero, ya lo saben, había dicho el viejo Simón, y continuando:

pero tantico caigan otros y que la tierra refresque, le damos viaje.

La lluvia siguió cayendo, día a día: los días eran nublados y las noches frescas, la tierra que había quedado negra después de la quema, iba reventando en un verdor celeste y de la noche a la mañana todo lo que abarcaban los ojos era verde, verde tierno como los niños al nacer o como el agua calma de las profundidades.

-Agora sí la tierra está fresca, dijo al acostarse después del cuarto día de lluvia, el viejo campesino, mañana amanecemos sembrando.

Y con el alba se oyeron las primeras voces: já buey viejo, já... sigaa, vueltaaa... pare: los bueyes punteros iban adelante y detrás tres yuntas más siguiéndole los pasos, y más detrás, la tierra volvía a quedar negra y los surcos se abrían en paralelas infinitas, y encima de los surcos, los sembradores dejaban caer con primor el grano de maíz tapándole luego con los pies.

En tres días, toda la tierra quedó sembrada. Los hombres, las mujeres y los niños se sintieron descansados.

El viejo Simón de fue al pueblo a ponerle candelas a la Virgen del Rosario, para que todo su maíz naciera.

Ocho días después todo el maíz estaba nacido. Era un tablazo de milpa bien puesto, y como nació tan tupido, se le tuvo que arralar dejando una o dos matas a cada paso y el maíz creció frondoso, lozano, y todo el plantío era una sola mancha verde, ahora de un verde intenso y brillante, que se mecía con majestuosidad al ritmo del viento.

Cada mata tenía la hermosura de una mujer encinta, orgullosa de llevar en su vientre el alimento que da vida. Cada planta tenía raíces hondas, profundas como la vida misma, y estaban tan amarradas a la tierra, que por fuertes vientos que las azotaran ellas se mantenían erguidas, de pie, con fieles centinelas contra toda invasión del hambre.

A su tiempo vino la roza, y tras la roza el aporco, la espiga con su dorado polen, y tras el polen los proyectos del viejo Simón:

Calculaba mil quinientas cargas, a C$ 30.00 la carga: cuatro mil quinientos córdobas.

Compondría su rancho, le compraría vestidos nuevos a los muchachos; a su vieja, la pobre, una piedra de moler y una camiseta; le compraría la yegua a su compadre, para quedarse con la cría; compraría otra guitarra y una bandolina; llamó a su hijo mayor, Margarito, y le dijo que le haría otro rancho para que viviera solo con su mujer –vivían tan apretados todos en aquel huevito-. ¡Ah! Se le había olvidado: le haría un rosario a la virgen, pero primero le cambiaría el marco y en el rosario iba a dar chicha y guaro e iba a matar un cerdo, y a traer la marimba del pueblo, y en su rancho se bailaría toda la noche hasta en la madrugadita. ¡Ah!, también al cura le iba a llevar su primicia, pero el cura tenía que conformarse con una carga, -era tan bueno el cura- que no iba a preguntar por lo que había sembrado y por qué le llevaba tan poco- ¿pero no será malo mentirle al cura?, no, porque el cura es tan bueno, y además por eso le boy a hacer un buen rezo a la Chayo.

* * *

Así divagaba todas las tardes el viejo campesino sentado en su butaco que arrimaba al ceibo que daba sombra al rancho, los hijos llegaban a rodearle y con los hijos, las nueras y los nietos.

Unas notas de guitarra parecían alegarse ondulantes sobre las espigas del maizal:

A medida que iba cayendo la tarde, el viento menguaba y quedaba un ruido grave y uniforme sólo interrumpido por el graznar de un ave nocturna que pasaba rompiendo la oscuridad solemne de la noche.

El viejo Simón se metía, ya cansado de pensar, en su rancho y sin desvestirse, (porque cuando el maíz comienza a chilotear hay que levantarse a cualquier hora a cuidar de los zahinos y mapachines), se tiraba al tapesco.

Aquella noche, al acostarse, le había dicho a su Chayo, la mujer, como la Virgen de su celebración, también se llamaba Rosario:

-Chayó, yo creo que ya estamos salvados, hoy fue el último día de canícula.
Y la Chayo había contestado: Gracias a Dios mi viejo. Y se durmieron.

* * *

Como todo buen campesino, el viejo Simón abrió los ojos al primer canto de gallo.

Eran las tres de la mañana.

El viento había menguado como por encanto, no se oía el más leve movimiento de una hoja, ni el vuelo de un pájaro, ni el graznar de un ave, ni el mugir del toro, ni el relincho de la bestia; diríase que toda la naturaleza había amanecido muerta. El viejo campesino, que sabía lo que aquello significaba, saltó del tapesco al suelo, afinó sus oídos, y allá, muy lejos, pero muy lejos, como en un sueño, volvió a oír el canto de un gallo, ¡no!, ese no era el canto de su giro!, y salió corriendo, abrió la puerta del rancho, contempló un firmamento limpio, claro y estrellado, y vio que las hojas de su maizal no se movían, que no corría el viento, que era pesado aquel letargo en que habían caído todas las cosas que estaban contemplando. De pronto un vientecillo, como una brisa, pero en sentido contrario: de sur a norte.

El viejo Simón quería acortar la madrugada, pero las estrellas parecían brillar más, y estar pegadas como garras en aquel azul infinito.

El viejo Simón ni se aguantó y gritó: Chayo, Margarito, Simón, Pedro, Asunción, los llamó a todos. Hasta los tiernos nietos se levantaron a los gritos del abuelo. Le rodearon:

todos buscaron algo con la vista, elevaron las manos que se alargaron desesperadas como para palpar la dirección del viento, y enmudecieron.....

Sólo la madre pudo hablar: TENDREMOS SEQUÍA, dijo, y dio la vuelta.

Amar hasta fracasar

Hay escritos curiosos que se han hecho con el lenguaje. Versos que se pueden leer al revés y al derecho, guardando siempre el mismo sentido,...