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miércoles, 2 de marzo de 2022

La maestra de circo

Martha Cecilia Ruíz

Vine al circo por una ordenanza de la Secretaría de Educación de México, para garantizar que todos los niños y las niñas de los espectáculos ambulantes ejercieran su derecho a la educación. Desde el comienzo todo me fascinó, especialmente los animales y los pectorales de uno de los trapecistas.

De día los trajes de las bailarinas pierden su glamour, una se da cuenta de la tristeza de los animales y del desvelo en el rostro de los niños que la noche anterior sonreían y se tomaban fotos con el público. El mal humor se apodera de los payasos. El calor bajo las carpas y en las casas rodantes es insoportable.

El trapecista seguía siendo fascinante. Lo seguía con la mirada todas las noches, sobre todo en las presentaciones especiales cuando hacía de mago y domador de fieras. Una noche nos hicimos amantes, no hubo palabras sólo magia y pasión. Todo iba bien hasta la mañana siguiente, cuando entré en mi jaula. Y desde entonces espero esas ocasiones especiales para -literalmente- hacer mi papel de fiera amaestrada.

El biombo

Martha Cecilia Ruíz

Llegamos apenas un día después de la destrucción de Managua. No teníamos otro sitio a donde ir, más que a esa caseta del plantel de carreteras donde estaban mi tía y su marido. Él era el capataz y ella vendía comida a los trabajadores de la obra.

El sábado a media noche, el hombre llegó borracho. Gritó, golpeó a mi tía y rompió el biombo de mi abuela. La mampara de periódicos viejos era todo lo que recuperamos de la casa terremoteada. Mi abuela guardó silencio. Apagó el candil y regresó a la tijera conmigo. A los pocos minutos, el hombre resoplaba y la casa se ahogaba en desagradables vapores.

Al amanecer los gritos del hombre me despertaron. Mi abuela a su lado, parecía un ídolo de piedra, pequeña y firme, con la pesada tranca con que aseguraban la puerta a su lado.

-Esa puntada se llama diente de perro, me dijo señalando una costura fuerte y seguida, que transformaba a la hamaca en un gusano de tela que se retorcía con el hombre en su interior.

En la mañana, mientras mi tía curaba las heridas a su marido, mi abuela cosía los restos de la hamaca al viejo marco de madera del biombo. Uno de los obreros llegó y sin vernos, se dirigió al hombre:

-Va quedando buena la mampara amigó, le dijo.

-Sí, respondió mi abuela. Cosí el bramante y le metí buen palo.

Esa noche, mi abuela y yo nos fuimos. Sin nada, salvo el biombo y toda la dignidad del mundo.

Liwa Mairen Tara

Martha Cecilia Ruíz

Cuando su padre le dijo que había arreglado una boda para ella, guardó silencio y recordó la historia de su nacimiento.  Durante el parto,su madre miraba la hermosa colina cubierta por un pasto verde, pequeño y uniforme,que ante la lluvia mostraba más gracia que cualquier flor y más resistencia que todos los árboles en la rivera del Wangki.

Después de abrazar y besar a la tierna,la joven madre recitó uno a uno todos los tonos de verde y que conoce el pueblo miskito, cantó todos los nombres que toma el viento sobre la tierra y sobre el agua. Recitó las palabras olvidadas para describir bosque y lluvia. Cerró los ojos y nunca más despertó.

La madre de su madre, la crió y la amamantó como al resto. Nunca faltó leche en aquellos pechos que alimentaron durante más de veinte cosechas una criatura tras otra,  para crecer, soñar y morir junto al río.

Según la costumbre, Tara estaba lista para casarse, sabía preparar wabul, encender el fuego,  atrapar y cocinar toda clase de animales, curar heridas, hacer trajes de tuno y decorarlos con colores prestados a raíces, flores y hojas de todo tipo. Además todos la conocían por la fuerza de sus pulmones tanto para cantar y nadar.

No quería casarse, temía morir como su madre, soñando ser libre, a menudo se sentía culpable y sola. Pero en el agua era libre ¿volvía acaso al vientre de su madre?

“¿Dónde estás mi madre?”, gritó a un manatí,  que tranquilo y todavía con alimento en la boca, le respondió: “no lo sé”.

No hubo sorpresa, simplemente una conversación franca sobre su deseo de alejarse de su pueblo y decidir por ella misma. El manatí contó su historia y cómo había dejado a su gente para convertirse en un ser marino.

La criatura inmensamente gorda y sensible le confió el secreto, al tiempo de advertirle que eran necesarios tres días con sus noches para la transformación. -“Imposible”, dijo Tara, “mañana me casan, tiene que ser hoy”.

Entre los dos buscaron en el agua y en la tierra todos los ingredientes. Al atardecer Tara miró la colina, las casas dispuestas en círculo alrededor de la misma, trató de guardarlo todo en su corazón. Pronto sería un manatí,  vio sus piernas, sus brazos y por un momento dudó. Pero recordó la sensación bajo el agua, el reposo al flotar viendo al sol.

Bebió de un sorbo la pócima. La transformación empezó por los pies, lenta y dolorosamente, debía hacerlo en un sitio seco y tranquilo, cualquier alteración podría significar la muerte.

Al amanecer, ya la mitad de su cuerpo  se había convertido. Cuando oyó la voz de su padre y otros hombres que la buscaban, casi inconsciente se tiró al agua, fue ahí cuando supo que seguía teniendo brazos, también pechos y que su cabello todavía era largo.

Rumbo a mar abierto, olvidó el dolor y empezó a cantar en la lengua de los manatíes.

Los hombres solo vieron la cabeza de mujer y la enorme cola de pescado.

-¡Liwa mairin!, gritaban, ¡liwa mairin se llevó a Tara!

En la tarde

Martha Cecilia Ruíz

Nadie pensó que moriría tan pronto, después de todo era el único sobreviviente. Cuando lo encontramos en la copa de un chilamate, de su pueblo sólo quedaban toneladas de lodo y el tufo a muerto.

Nunca, ni una sola vez contó sobre los rugidos del cerro o la angustia de su gente muerta bajo el aluvión.

Quizá la tragedia y la falta de familia lo hicieron un hombre precavido.

A la primera señal de lluvia dejaba el arado y buscaba refugio.

La señora señaló la banca lucia, brillante, llena de olores a tortilla y a sol. Se sentó entre dos hombres serios como muertos. Él sereno, como siempre con el perro entre las piernas. Nadie habló, sólo un rayo certero que al fin se lo llevaba.

Reclamó la lluvia lo que era suyo.

Ilili, ilili

Martha Cecilia Ruíz

A Isolda Rodríguez

Lo más fácil fue culparme. ¡Eso pasa por tener a una mujer como wihta, como juez! El consejo de ancianos lo había advertido y pedía mi cabeza. No pasó a más. Horas más tarde, las noticias de Puerto indicaban que éramos de los dichosos, sin casa, sin comida, sin iglesia, pero todos con vida.

Hoy los líderes lo aclararon todo. No es mi culpa. No es por mí, sino por aquellas que con su sangre ahuyentaron a las tortugas.

¡Ilili, ilili! gritan en los cayos. Los tiburones las prefieren con la regla.

(*ilili: tiburón en lengua miskita)

Tokio Express

Martha Cecilia Ruiz

Al caer la tarde, Sandra caminó hasta la orilla, recogió una pieza de lego en forma de salvavidas, la guardó en su sostén y regresó. Cuando las amigas desde el vaivén de sus hamacas le preguntaron sobre lo encontrado, no respondió.

La playa estaba tranquila, ellas eran parte un conjunto armónico del tipo revista de turismo. Todas tuvieron ganas de contar sus propias historias. Pero cada una pensó que es mejor archivar los secretos, sin lástima de nadie, ni siquiera de sus mejores amigas. Ninguna sospechaba que el salvavidas de plástico guardaba sus propios secretos, desde hacía diez años cuando cayó al mar junto a otras cinco millones de piezas, a causa de una ola gigante que sacudió al carguero Tokio Express, frente a las costas inglesas.

Del libro "Esta palabra es nuestra". ANIDE, Managua 2015.-

Bordando se pierde la gente

Martha Cecilia Ruiz

No es lo mismo aprender los colores en la escuela, que aprenderlos bordando. El verde grama en nada se parece al verde de una cepa de chagüite o al verde tallo que se asoma por al boca de un florero, así también no es lo mismo bordar las iniciales en el camisolín, que un paisaje típico con marimba, maracas y un cumbo de pinolillo.
 
Tensar la tela dentro del aro es importante, al bordar se usa la fuerza y la delicadeza; puntada a puntada se mejoran las habilidades motoras finas y las relaciones familiares, como siglos antes cuando la tribu se sentaba a despiojarse unos a otras, unas a otros como los monos. Guardando la distancia del piojo a la fina aguja, y del ojo de la aguja a los pecados, y de éstos a la vida de las niñas que de pie juntillas bordan tortilleros, fundas para almohadas, calcetines y esperanzas.
 
Una cosa rara, su madre siempre le pedía que el hilo sobrante lo enrollara con cuidado y lo utilizara tanto como pudiera, “las limitaciones de la guerra” pensaba ella. Y si la cantidad de hilo sobrante ya no servía para bordar, la orientación inquebrantable era cortarlo en pedazos muy pequeños, deshacerlo con el mismo ahínco con que momentos atrás había procurado no se rompiera en el subibaja infinito que tortura a la manta.
 
Años más tarde, mientras conversaba con sus hijas sobre el VIH en el porche de su casa, una paloma se posó cerca. Ella entendió por fin las recomendaciones de su madre, del porqué una chavalita que borda no puede ser negligente con el hilo sobrante: la paloma estaba a punto de perder la patita izquierda, un moño de hilo estrangulaba el miembro. Pero notó que no era una niña perezosa la culpable, porque ya las agujas no representan lo que antes, ya las niñas no bordan para entretener sus tardes, en fin nada es como era: los hilos causantes de aquella dolorosa tortura venían de una manufactory company.
 
Ahora las muchachitas bordan a máquina, sin escoger colores, horarios, sindicatos, patrones nacionales o extranjeros, ni tampoco miedos. Bordan para sobrevivir, porque son niñas-madres, con hijos e hijas que alguien más cuidará o tal vez no, porque a ellas sólo les ordenan hacer una y otra vez lo mismo, lo mismo, lo mismo, en la misma zona franca o en otra que es lo mismo. ¿Alguien dijo agua? ¿VIH? ¿Sida? No hay tiempo, no hay tiempo, siguen haciendo siempre lo mismo.
 
No saben que bordar alguna vez fue un placer.
 
Junio 2006

Los ojos y oídos que callaron

Martha Cecilia Ruiz
 
A Marianita casi todas las niñas de su calle le tenían una especie de admiración mezclada con envidia.  Porte atlético, ojos cafés de grandes pestañas, mejillas rosadas y un cabello largo castaño bien tupido que cumplía con los cánones de belleza occidentales,  hacían que todas las vecinas con tersas pieles color miel y chocolate se sintieran menos que ella y sus hermanas. La familia de Marianita poseía el único carro en la cuadra, su casa -a diferencia de las demás- tenía persianas de vidrio y un hermoso jardín, con verjas que salían sobrando en aquella época en que los solares todavía eran espacios abiertos y compartidos por personas y animales de una y otra familia.
 
Marianita nunca habló con sus vecinas, pero siempre estaba atenta a saludar con la mano alzada desde su carro a la chavalada que corría con sus perros por aquella calle de Masaya. Tampoco salía a jugar a la acera, ni siquiera en septiembre, al iniciar las fiestas de San Jerónimo, ni se le veía en la esquina por donde se asomaban Los Diablitos, el Baile de Negras y el Torovenado del Pueblo. Marianita y sus hermanas estaban siempre tristes, aún en aquella ciudad que vive las fiestas patronales más largas y bullangueras de Nicaragua.
 
Marianita y sus hermanas dejaron el barrio el mismo día en que la empleada de su casa salió gritando “la mató, la mató”, llorando, ronca y abatida con el dedo índice tembloroso, acusador.
 
A la semana, cuando el comité de defensa del barrio se reunió, la muerte de la señora fue tema de conversación previa a la sesión. Comentarios, preocupación, alarma, retazos de historias que se hilvanaban de una a otra boca. Pero al iniciar la jornada los hombres llamaron al orden y dijeron que no querían “cuechos” porque ahí estaban para hablar de asuntos graves como “la amenaza contrarrevolucionaria, la urgente excavación de refugios ante la cercana invasión y todo lo que tiene que ver con la seguridad del pueblo, no con asuntos privados”.
 
En la Policía también tenían clara las prioridades y comprendieron perfectamente el asunto. El papa de Marianita explicó que su esposa era “una histérica”, mostró las medicinas, las recomendaciones respaldadas por uno de sus colegas y varios miembros de la familia testificaron que la señora desde joven mostraba “desequilibrios nerviosos”. El papa de Marianita confesó sentirse culpable por sus ausencias en defensa de la patria, por su entrega día y noche al Partido. También se culpaba por cómo siendo un militar y un médico de prestigio, un ejemplo del hombre nuevo amamantado con la leche de la Revolución y sabiendo de la enfermedad mental de su mujer, había dejado aquella pistola cargada.
 
Nunca más ninguna de las niñas sintió envidia por Marianita, ni por sus hermanas, ni preguntaron cómo murió aquella señora, con la que ni ellas ni las demás vecinas habían conversado nunca. Pero sentían miedo al pasar frente aquella casa, a donde de vez en cuando eran llevadas otras histéricas y potenciales suicidas por sus desesperados maridos. En el comité del barrio se cerró el asunto. La prioridad era la seguridad del pueblo y la construcción del Hombre Nuevo.

Septiembre 2006 

Tres minutos y 12 segundos

Marta Cecilia Ruiz

Adoro a Nat King Cole cuando canta unforgettable, como antes cuando el mundo no tenía fin y los días duraban un año. Entonces, en toda la casa se oía su voz saliendo de la consola café de patas torneadas, y una escuchaba aquél hombre y daban ganas de enamorarse. Recuerdo la vez que me llevaron el disco: fue para mi cumpleaños, me tomé una foto sosteniéndolo vestida con un traje celeste de organza y zapatos forrados con la misma tela, en los tiempos en que uno de verdad escogía sus zapatos. Yo los daba a hacer donde Chico Pineda. En esos días la casa estaba llena de pretendientes. Recuerdo a uno que siempre me ofrecía cajetas y a otro que me entregaba cajitas de madera que él mismo hacía y pintaba. El disco me lo obsequió Leo, por eso cada miércoles y viernes oíamos juntos Unforgettable. Cuando Leo se reía me dejaba sin respiración, lo mismo cuando me decía “inolvidable” mientras la canción terminaba y él muy solícito con los ojos brillantes devolvía la aguja al borde del disco.

Leo era blanco y alto, tenía los hombros anchos, a veces su cara fina recordaba a San Antonio. Y para mí el parecido no era gratuito, aquello era el indicio celestial de que sería mío para toda la vida. Según mi abuela con él “mejoraríamos la raza”.

Y fui feliz hasta que conocí el placer. En aquella época yo no sabía que Nat King Cole era negro, tan negro y adorable como mi hijo, el mismo que abandonó el angelical Leo.


Ahora escucho a Nat King Cole cantando desde una computadora que nada tiene que ver con la consola de mi juventud, él canta claro y bello, una y otra vez sin que nadie mueva aguja alguna y de nuevo dan ganas de enamorarse. Y ya no hay pretendientes, pero la orquesta sigue allí, todos siguen tocando para mí por 3 minutos y 12 segundos cada vez, porque la canción sigue siendo la misma y él —más inolvidable y bello que nunca— canta como sólo los negros saben hacerlo. 

Amar hasta fracasar

Hay escritos curiosos que se han hecho con el lenguaje. Versos que se pueden leer al revés y al derecho, guardando siempre el mismo sentido,...