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lunes, 7 de marzo de 2022

Nos vemos

Rodrigo Peñalba Franco

Esta mañana, luego de abrocharme mi camisa manga larga y ponerme el saco, listo para trabajar en la oficina, decidí cortarme los pulsos.

Ya lo venía pensando. Por eso primero me vestí, para que no me costara ponerme la ropa con las muñecas cortadas. Tomé el cuchillo de filetes y pensé si sería mejor cortarme las dos muñecas o nada más una. Pensé que si me cortaba nada más una muñeca podría realizar otras cosas, como conducir o escribir algún cheque. Así que escogí cortarme en mi mano izquierda, más o menos a la misma altura en la que uso mi reloj. Además, yo era más diestro cortando con la derecha.

Dejé el cuchillo junto al plato de cereal que desayuno cada mañana, me bebí un jugo de naranja y apagué el televisor con el control remoto. Estaba viendo primero las noticias, pero me aburrí y cambié al canal de deportes que estaba repitiendo el partido de fútbol de ayer.

Tomé las llaves, cerré la puerta de mi casa y me dirigí a mi carro. Era un modelo de hace tres años. Ya era tiempo de venderlo. Tomé la puerta con la mano izquierda, pero obviamente me dolió mucho, llevaba cortadas las venas. Me tomé el brazo ya entumecido, lo aparté y abrí el carro con la mano derecha.

Prendí el carro, puse primera, me despedí del jardinero y salí. Mi esposa todavía estaba dormida. Apoyé mi brazo herido en la ventana abierta.

Primera segunda tercera cuarta semáforo primera. El tráfico está horrible esta mañana. Ya son las ocho y cuarenta. Mi jefe me va a matar. Tengo que marcar tarjeta, y lo peor es que la oficina del gerente de personal tiene vista hacia la vía de entrada de personal. Si me llama, bueno, ya inventaré alguna mentira.

En el semáforo de ENEL compré los periódicos del día. Ya se me había hecho costumbre, aunque solo los ojeara para ver si había algún título fuera de la común, es decir, alguna buena noticia.

Conducir y leer el periódico no es muy fácil, tampoco recomendable. Con el brazo izquierdo apoyaba mi lectura y con el derecho cambiaba página. La tarea se complicaba con la sangre corriéndose y manchando el papel. La tinta se corría y las fotos tomaban un color rojo filtrado. No tardó en hacerse una masa pegajosa de papel empapado. Lo aparté, no vaya a ser me manche el traje. Apenas anteayer lo traje de la tintorería. Ahora mandar un traje a la tintorería es un lujo. Uno trabaja duro, pero este país no te da condiciones.

Por fin llegué al trabajo. No se ve el carro del gerente. Que bueno. Me bajé tranquilo, chapoteando todo el rojo del charco en el carro. Me pasé un pañuelo de seda, mi favorito, para limpiarme los zapatos. Este me lo regalaron el día de mi boda. Venía con un conjunto de saco, pantalón y camisa, y un chaleco también. Pero fue el pañuelo lo que más me gustó.

Pasé marcando tarjeta, pero la tomé con la izquierda, así que las últimas gotas de sangre la mancharon y no quedó legible la hora de entrada. “Mierda, ahora el gerente me descuenta el día como si no hubiera venido a trabajar. Mínimo me quita lo del papeleo de una nueva tarjeta de entrada.”

Llegué a mi oficina, recogí los memorandos del día y me cerré con llave la puerta. Prendí la batería de la PC, el CPU y
el monitor. Cargué Windows, introduje la contraseña. Revisé mi mail, borré el correo chatarra y morí sobre el tecladoooooooooooo.

El tallo de la rosa

Rodrigo Peñalba Franco

Tres espinas en el tallo y una combinación de líneas rojas componían el diseño en su muslo. El tatuaje dibujado con trazo fino se escondía entre faldas de colegiala. En el cuello el crucifijo, el cuello de Lissette. Mantener las apariencias es importante dentro de un colegio de monjas. Con el tiempo se mejora en este arte. Los secretos jamás son revelados, pero el tenerlos coerce el acto vengativo. Son escudos, chantajes, medios de protección. Pero los secretos si no son usados se pudren y regresan hacia nosotros como veneno de nuestra propia naturaleza. La hermana Josefina por ejemplo, salía de su habitación todas las noches, bajaba las escaleras y cruzaba el patio hacia el pabellón de los varones. La imaginación puede adelantar la descripción de lo que pasaba en esos cuartos a tales horas, pero algunos detalles pueden ser enumerados para hacer más interesante la narración. La Hermana Josefina debía vigilar por el sigilo nocturno del pabellón de las mujeres. Cada hora salía de su cuarto y sus tacones de mediana altura iban y venían sobre los pasillos del segundo piso comprobando, según decía ella, la seguridad; comprobando, según se demostraba, que no le siguieran el sonido de sus tacones bajando al primer piso, dar 17 pasos sobre ladrillo y empezar a caminar sobre grama hasta el otro pabellón. Pero la historia en los dormitorios de varones estaba lejos de ser cualquier fantasía. Los 74 años de edad de la Hermana metidos entre las piernas del alumno favorito de cada noche generaban una gran cantidad de imágenes y sonidos que hemos de evitar en este momento por el beneficio de usted, apreciado lector. Lissette tenía buen oído, y cuando los tacones de la Hermana podían ser escuchados sobre el piso del pabellón contrario, abandonaba su cama y sin hacer ruido caminaba descalza hasta el cuarto de otra compañera, Virginia. Una botella de vino santificado hurtada de la capilla durante los turnos de limpieza sazonaban las horas que pasaban juntas. Horas intelectual y físicamente muy productivas sería una forma de ponerlo. Lecturas diversas, digamos, Sade, Lautreamont, Artaud, Rimbaud. Estudios varios, para decir algunos, de cábala, esoterismo de diversas fuentes, y por supuesto, erotismo, mil y una maneras de explotar los cuerpos de ambas. Pequeña comunidad radical, cercana a los aquelarres y bacanales, más o menos así se describían estas dos amigas. Hasta de un crucifijo lograron idear un temporal de pasiones. Era un crucifijo relativamente grande, de varias pulgadas de alto, sin imagen de Jesús Cristo, mandado a hacer especialmente. Sus partes eran cilíndricas y de puntas redondeadas para facilitar el uso. “El tallo de la rosa” tenía por nombre, y en honor al mismo Lissette se tatuó el muslo con una rosa. Mientras Virginia y Lissette cultivaban mutuos jardines, en el resto del instituto las cosas no iban de ningún modo hacia el bien, más bien hacia el mal.

El imperio de la imagen empezaba a gobernar apenas el sol diera primeros tientos por el horizonte. Virginia organizaba los grupos de oración en la capilla. Las rondas de limpieza quedaban a cargo de Lissete, pero en ningún momento cruzaban palabras entre si. La Hermana Josefina se retiraba durante la mañana a su cuarto. Por las tardes su ocupación eran las clases de latín, griego, y gramática castellana. Los varones, al otro lado del patio, tenían sus propios problemas.

Una noche “El tallo de la rosa” desapareció. Lissette revolvió todo su cuarto pero el tallo no estaba, parecía haber sido extraído del cajón en que le guardaba. No podía salir de su cuarto en ese momento. Espero a la madrugada por las tres rondas de la Hermana y apenas le oyó poner pies sobre la escalera se dirigió al cuarto de Virginia. Entro sin tocar pero no estaba Virginia. Regresó al pasillo y sobre la baranda pudo ver a la Hermana Josefina llevando la cruz. “¡Como quisiera crucificarla!”, pensó Lissette. A prudencial distancia empezó a seguirla. Esa noche no había luna y la figura negra del hábito monacal de la Hermana apenas se distinguía, silueta más oscura que la noche misma. Lissette le perdió de vista pero el rechinar de una puerta le aviso que había sido engañada. Buscó rápidamente con la vista y descubrió a la Hermana Josefina entrando a su cuarto, al cuarto de Lissette, en el otro lado del patio. De algún modo la había burlado. Regreso hasta su cuarto, se acerco a la puerta y tomo la cerradura, pero no abrió. Retrocedió y esperó, hasta que un sonido emergiese, el que sea, de adentro del cuarto. Los minutos que pasaron fueron eternos. Todo sonido que pasaba en el aire ajeno a su cuarto, el foco de su atención, era ignorado. Lissette dejo de respirar incluso, y comando a su corazón a dejar de latir para poder escuchar al silencio romperse desde dentro. La Hermana estaba ahí dentro, ella la había visto entrar, y con el pasar de los minutos Lissette aprendió a escuchar hasta la respiración de la misma, y logro encontrar el ritmo del corazón también, y se dio cuenta que ahí adentro estaban dos personas, dos ritmos cardíacos distintos. Afino más el oído, y encontró la manera en que la respiración de ambas personas cambiaba, pero Lissette no iba a entrar hasta que oyera algo claro. De pronto un leve suspiro, el más liviano sonó, seguido de un aterrador alarido que sacó de sus camas a varias de las alumnas del pabellón. La puerta de pronto desapareció arrancada por la fuerza de Lissette queriendo entrar y ver, y viendo se quedo como Virginia con “El tallo de la rosa” penetraba ferozmente a la Hermana moviendo en todas direcciones el artefacto y objeto de placer como si fuera a morir si no fuese de ese modo. Gritaba la Hermana, moviendo las piernas, recibiendo descargas eléctricas, con el tallo de líneas rojas dibujando pétalos y tres espinas rasgando por dentro.

James Bond

Rodrigo Peñalba Franco

Al terminar la película, Bond encendió un puro en las afueras del cine. James exhalaba el humo y en su rostro había una mirada perdida buscando un cielo lleno de nubes. Nunca se dice si Bond disfrutaba de la niebla londinense. Siempre se encontraba de vacaciones, y se le requería mientras estaba de incógnito en alguna isla del Caribe.

Nubes oscuras.

Pantallas de vapor en donde se proyectaba el rumor de la luz de neón de la ciudad.

Vértigo.

Sintió asco y regaló el puro a un pasante, pero el asco no le venía del tabaco, sino que le nacía desde dentro, como si le dominara una pena oscura y triste, un dolor fúnebre, como un llamado proveniente del cielo pero dejado sin respuesta.

Un viscoso escupitajo adornó a discreción el pavimento. Quizás, solo quizás, no recordaba los atardeceres como primeros atardeceres sino como borrosos nubarrones, como cuadros pre-impresionistas, como Turner. La acera le ignoraba y los fotógrafos esperaban a los actores con cientos de bombillos estallando para conseguir la mejor exposición en la fotografía. James se hizo hacia la derecha y dio paso a la multitud. Los fotógrafos no buscan a los personajes sino a los actores, y Bond ya no les interesaba, preferían a Sean Connery. Desentendido de ellos buscó su camino.

La película es de título desconocido, en blanco y negro. La actriz era acechada por un tío paterno perseguido por triple homicidio. La madre era la ideal ama de casa, experta y atenta a la cultura culinaria norteamericana, con dos adorables hijos inteligentes y bien educados. La madre jamás se dio por enterada de la verdadera trama de la película, tal y como a James le sucedía en su vida. La corona le asignaba misiones, el status quo se mantenía pero, ¿después qué?

Volteó a ver su reloj. Fuera la hora que fuera, ya tenía decidido regresar al hotel. Este reloj era propio, comprado en Manchester, no de los fabricados por Q, pero era solo un acto reflejo; eliminar incertidumbres. De niño fue dejado fuera de su colegio por ignorar la hora; aprendido mecanismo de defensa, para evitar vergüenzas, costumbre redundante para alguien siempre vigilado y con personal asignado para llevarle y recordarle qué hacer y con quién hacer. El gobierno no querría que su mejor recurso humano se pierda un acto diplomático. En aquel colegio se le dejó afuera, puertas cerradas, James replicó por entrada en vano. Apenado regresó a casa temiendo del castigo, pero la sirena de alerta avisó de la urgencia de buscar refugio, venían los alemanes de nuevo. Las baterías antiaéreas se activaron para contrarrestar los silbidos de los aviones en picada y los proyectiles arrojados; el traqueteo de las baterías sirviendo de ritmo a las melodías de metal y fuego. Intentó montarse en un camión pero fue dejado atrás. El camión giró en una esquina para luego ser sepultado por la fachada de un edificio alcanzado por un misil germano. “No me dejen”, gritaba una y otra vez corriendo tras el camión, “no me dejen”. Un pañuelo blanco en la cabeza de una señora le llamaba como mariposa nocturna al fuego; instinto y tendencia hacia la madre que llamándole con los brazos abiertos le pedía “corre, James, corre, que no te alcancen”; hasta que fue sepultada.

En la limosina Bond ve hacia fuera, y la cámara le enfoca hacia dentro reflejando en su ventana cerrada las marquesinas del cinema theater, los centros nocturnos, las luces tintineantes, el tráfico del carril contrario; se acerca al cristal y la luz difusa dibuja su rostro con suficiente fuerza para ser captado en los químicos de la cinta rodando. Corte, se imprime.

Bond se sentía confuso, como si ya nada de lo que él mismo fuera o representara fuera propio de él. Todo el glamour con que se rodeaba y que era parte de sí mismo se había convertido de pronto en una rareza, en algo parásito pegado a su piel como musgo, como si él fuera una roca en el océano rodeada de algas y corales que la embellecieran pero que no le dejaran ver la luz. Una limosina es un caro y largo ataúd con los mejores asientos. ¿Y qué era el glamour? ¿Quién decide el buen gusto? ¿El radiador de un Rolls Royce simulando al partenón griego con una burda imitación de una Nike con alas abiertas? ¿Un hotel en República Dominicana, arquitectura Art Deco, sirvientes vistiendo camisas guayaberas con guacamayos impresos en verde fosforescente sobre estampado naranja? ¿Y tragos de ron servidos en cocos vaciados? Las limosinas no venían con la fama cuando él era chico. Cuando fue chico la fama venía en las portadas de los periódicos, con las fotos de los pilotos de la Royal Air Force abatidos por la Luftwaffe. Los héroes de guerra caídos en el aire. En tierra, donde caían los aviones derribados y el bombardeo germánico, la gloria era alcanzar el camión, montarse en él y escapar de los centros urbanos hacia los campos. Atrás las ciudades desaparecían en el fuego, junto con sus hermanos. Los futbolistas también alcanzaban la gloria en aviones estrellados, así cuentan en Manchester. Con el final de la guerra los combatientes de la tercera división regresaron a casa. Las familias fueron a la estación a recibirles, y cada esposa recobró un marido y los hijos conocían a los padres que los concibieron la noche anterior a ser llamados al ejército, a excepción de Bond, que jamás conoció a su padre ni llego a la estación y es probable que jamás incluso haya llegado al campo de batalla, hundido su transporte en el canal de la Mancha por algún submarino alemán. Se despertó; la puerta de la limosina se abrió dejando entrar el sonido exterior; seguía en el asiento trasero, mano extendida y sudada sobre el cuero que tapizaba el coche. Descendió todavía confundido y continuó hacia el lobby del hotel. Bring the boys home, don´t leave the children alone, no, no. Pero mentir es bueno. Bond se va a morir creyendo que su padre murió escalando los Alpes y que jamás fue encontrado; o al menos eso le dijo su madre.

Sin esperar, fue al bar a refugiarse en la barra de roble e iluminación ambiental graduada. Era el único huésped en el bar . Pidió un vodka tonic, y diez más. Las monedas las ponía la Corona Inglesa. En el reflejo del sudor derramado de una copa sobre la barra, veía el bar invertido, techo abajo, los abanicos girando.

Empezó, diluyendo su persona, escapando en el fondo de un vaso tras otro. Las lágrimas le brotaban discretamente pero sin impedimentos. Lentamente estas rodaban por sus mejillas, como si fueran gotas frescas de pintura, fluyendo sobre el lienzo de su rostro, dibujando un Bond gris y tenso, desconsolado. Avanzaban al azar dibujando cicatrices y ojeras caídas, caminos sinuosos de action painting sobre su cutis. Levantó la vista y se encontró ante una pared de espejos, detrás de la barra, con decenas de estantes de cristal sosteniendo filas y columnas de botellas apiladas con licores de esencias y colores. Desde la barra era la visión de un órgano, como los del siglo XVIII, holandeses; y cada trago una manivela de la consola, y cada sorbo una nota en los teclados. Buscó distinguir su reflejo entre las columnas de botellas y la música brotó naturalmente dentro de sí, como una banda sonora para los créditos de una película subiendo por un fondo negro. Salud, otra copa, barman aplicaba elixir y regresaba a su rincón como pajarito cucú en un reloj de péndulo. Estiró el brazo por una chica Bond que le acompañara, uñas cortas limadas y lápiz labial rojo; no había nadie, tonto Bond, la película quedó en el teatro, pero igual qué esperas de alguien que prefiere americanos, en especial tejanos, como sus mejores amigos.

Dejó el bar y caminó solo hacia su habitación. Con los ojos alcoholizados iba dando tumbos siguiendo su reflejo en las lozas de mármol. Los ojos de Bond se centraron en los numeritos rojos del elevador, contando 5… 4… 3… en reversa hasta el primer piso. No era un hotel muy grande, y estaba escondido de las avenidas principales. La decoración, harta en detalles, alfombras y cortinas, se había ido poblando de telas baratas, telarañas descuidadas entre los brazos de lámparas colgantes, abusivos y permanentes abanicos de techo, descoloridas fibras en las carpetas del suelo, números borrosos en los botones del ascensor; detalles mal logrados en oro de fantasía para los capiteles de las columnas, escasa iluminación. Los selectos retratos de época y las fotografías autografiadas por artistas del cine mudo habían cedido ante paisajes costumbristas de campiñas en Escocia, bosques otoñales norteamericanos y lagos suizos. La decoración vegetal era evidente: artificial sembrada en macetas llenas de arena. Puertas se abren, música de elevador.

Cuando entró en el ascensor era peso muerto. Apoyando su cuerpo con las manos en las paredes, se dejó llevar como cargamento cuesta arriba, todo espejos. Alcanzó el pañuelo en su bolsillo con mano temblorosa y se quitó el sudor frío de la frente. James levantó la cabeza y vio su reflejo en el espejo del elevador. Bond solo podía sentir culpa, y el sudor que se acababa de secar no era más que pintura sobre su rostro recordando su error con colores oscuros, tonos tierra y azules nocturnos. Todos los perfumes de Arabia no limpiarán ese olor, esa mancha que brota por los poros; no una sola mano, todo el cuerpo, más bien, apestado por la derrota. De niño la voz no alcanzó una nota y el hermano de la abadía le reventó una regla en las manos en castigo; un órgano acompañaba, clave temperada, los ejercicios corales.

Gracias a su error el mundo occidental cayó en la total desgracia. La reina había sido asesinada. No le quedó más remedio que aceptar que su falta no tendría fe de erratas ni edición que la corrigiera. Reconoció, resignado, haberle fallado al servicio secreto de su majestad. Una llamada de M le había confirmado la noticia poco después de haber terminado la premiere. El celular terminó, junto con el resto del imperio, en el bote de la basura, junto a las sobras de comida chatarra y fantasías de súper héroes del siglo XX nacidos en el primer mundo, proyectados en el celuloide.

***
Un automóvil Phantom '53 recorre un camino rural suizo. El destino es una fábrica en un valle alpino. Al llegar el vehículo, el personal, de origen coreano (¿norcoreano?), espera en fila por su patrón. El chofer le abre la puerta, y ahí está, Auric Goldfinger, el dueño de este escondite, sosteniendo su quijada, papada pendiente, con mirada de villano de historieta, calva reluciente al sol, traje a la medida. El segundo de la fila se acerca y le dice algo al oído. Auric asiente y el coreano vuelve a su posición. Él avanza y el sequito le sigue en orden hacía las oficinas. Corte de cámara hacia el interior: mucho vidrio, consolas de control, desde las ventanas se puede ver un nivel inferior lleno de maquinarias y personal moviéndose, se ven ocupados. Bond está demasiado ocupado con su psiquiatra para venir a estorbarles.

Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006

La playa

Rodrigo Peñalba Franco

Ladrillos rojos de arcilla amanecen en la terraza frente una playa gris. Sillas y botellas duermen unas sobre otras con los cuellos volteados y las patas al revés, puertas abiertas y licor reflejando el cielo tapado de nubes, el sol detenido a la vuelta del horizonte. Discos rayados apilados como porta-vasos de hielo derretido y cansancio. El agua turbia de la piscina mantiene a flote a uno de los malos de la película. El agua turbia oculta al machete que está en el fondo. Los buenos llegaron con sus manos y trabajaron para los malos. Hicieron los trabajos sucios y cobraron salarios. Los malos se quedaron con la ganancia y una casa llena de lo mismo. El viento toca las cortinas y las desvía, apenas puede. Un olor a ropa mojada, agua que corre, se escucha allá adentro. La cocina está triste, ¿Qué tendrá la cocina? Gabinetes vacíos y platos rotos llenos de sobras. Hay olor a gas. El celular no tiene señal. Arena y hojas secas caminan por los pasillos tocando los bordes y mezclándose con la tristeza de hamacas desocupadas. El mar está mudo, no se mueve. Uno de los buenos escarba en busca de huevos de tortuga. Los malos no se dan cuenta. Las malas tampoco. Este es un cuento con visión de género, pero aquí no hay buenas. Uno de los malos fue tirado a una ducha. Una mala llegó por su cuenta buscando follar. Otro filmó todo. Fumaron y rieron todos. El bueno llegó en la noche. Llevaba un machete. El machete no se detuvo, todos corrieron. Ladrillos rojos de arcilla amanecen en la terraza frente una playa gris.

Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006

Western eyes

Rodrigo Peñalba Franco

Western Eyes vive en Bristol. No tiene domicilio ni dormitorio, ni se le ha visto dormir, nadie supone que lo haga, o que tenga una cama, o al menos un techo. Pero vive en Bristol, igual que el río Avon. Es británica.
 
El Avon tiene meandros, que es lo más cercano a conseguir que éste fluya a la inversa, y de hacerlo, el río se llamaría Nova, no Avon. Incluso ha logrado dividirse en dos secciones mientras cruza Bristol, The Oíd Cut, y The New Cut, pero la novedad no estriba en que fluya contra naturae (lo cual no hace), sino en la sana costumbre que tiene la gente de nombrar a los objetos tal y como la percepción les permita. Mera convención. The oíd cut fluye a través del centro histórico, justo frente al Castle Park, The Oíd Market, The Oíd City, bordeando Queen Square. Western Eyes jamás es vista por esos lados. Dígase lo mismo de la estación de tren, o del aeropuerto. Vive de noche, entre bares hacinados en sótanos y baños públicos devenidos en moteles. Sin ley ni norma, entropía pura, el estado natural de las cosas. Es del New Cut, Temple way con Redcliffe Way, conectando de Redcliflfe Hill, Clarence Road, The York Road, del centro, pero subterránea, bajo los puentes, en la calle, la alcantarilla también.
 
En verano Bristol se encuentra visitada por miles de familias celebrando su estatus social. Consumismo absoluto y sin restricciones, vacío. La excusa del Brit Pop, having sex with common people, like you. No las soporta. Western Eyes se detiene en verano, y piensa que puede revertir el curso del río nadando contra el río, contra ella misma. Deshacerse de ellos. Si detuviera al río aunque fuera unos minutos, piensa, podría hacer desaparecer a Bristol. Eso cree ella, es certeza lo que tiene, pero no lo sabe. Tiene fe, pero no certeza. Sin embargo, tiene razón, si nadara hasta detener el río, Bristol dejaría de ser. La ciudad, piensa Western Eyes, ha muerto hace mucho, sin saber que es cierto. Se sienta, observa los puentes sobre el Avon, las líneas férreas seguir, seguir más, y las carreteras llegar de todos lados, enumeradas y dibujadas en mapas para que todos vengan a ver, a comprar, a hacer lo mismo que hacen en sus casas, en Bristol, ellos los automáticos. La ciudad toda está anunciada y puesta en fotografías. Hasta uno mismo quisiera vivir en esas fotografías. Bristol, piensa Western Eyes, tiene río todavía porque es demasiado grande para quitárselo. No hace falta robarse el río si se toma al tráfico del mismo; digamos, a como Liverpool y Glasgow se quedaron con el negocio de esclavos, por el que ahora ahí tantos extranjeros.
 
El estado natural de las cosas es una apreciación de Western Eyes, pero es la verdadera. La clase media imita y vive de la imagen. La clase media se mofa de los desamparados haciendo obras de caridad. Proletarios de alto poder adquisitivo, comunistas criados en París. Bristol es la clase media. Un zoológico, 300 especies drogadas para entretener.
 
La clase media olvida en Bristol, clase media convertida en souvenir, divisa de cambio. La carne blanca sabe mejor.
 
El estado natural de las cosas tiene un cielo de color gris que entre los ingleses es llamado azul. Entre la gente camina, piel gris ojos huecos, Western Eyes. Fuma y respira por los poros, anfibia. El sistema nervioso le ha crecido en pelo negro azabache. Cuando habla no hay sonido, pero es escuchada. Su cuerpo absorbe la vida de quienes ella deje que jueguen con su entrepierna. Las fantasías de soles de medianoche y alucinaciones con mariposas de concreto ya no sorprenden. Tampoco sus amantes. Los devora uno a uno, tirando los restos en bolsas plásticas en desagües de alcantarilla. Guarda los cráneos. En Western no hay alma, pero si deseo, urgencia por revertir el Avon. Podría construir una presa con los cráneos, desviar el río sobre la ciudad, anegarla, lograr que el agua se estanque y se pudra, borrando a la ciudad, sedimento que se lleva la corriente. Hundirse en el fango, descubrir su piel entre el lodo y respirar del sol que juega entre sus dedos. Es un fango extraño, sucio; lleno de sedimentos industriales arrojados al río y restos de británicos deshechos entre sus dientes.
 
El futuro es fango, y nosotros seremos cadáveres apilados unos sobre otros. Seremos nada, aún más nada que ahora pensamos ser. Western devorará a todos los británicos, cráneos para su colección. La salvación de todos es Western Eyes. Ella se detiene y observa, nada más lo hace, solamente sigue, como sedimento, corriente abajo, al olvido.

Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006

Océano

Rodrigo Peñalba Franco

Viajar ¿no era, entonces, sino esto? ¿Más una exploración de la confusión de mi memoria que de lo que me rodeaba? Levi-Strauss

Los pescadores regresan de la jornada mientras el horizonte es rayado en mil partes por los mástiles perpendiculares de los botes. El sol se deshace entre nubes como pastilla Alka-Seltzer y el alivio llega a mi cuerpo. Al lado del puerto espero que el bus salga hacia Managua. Acomodo la maleta bajo el asiento, me recuesto y me quito los zapatos. En los callos de los pies llevo grabada la forma de la costa. Mi piel está quemada, con sabor a sal y arena. Busco al sol con la vista, pero el cielo corre las cortinas cubriéndolo todo de estrellas y luces de ciudad costera.
 
El bus arranca moviendo sus pesados metales como si una yunta de bueyes lo jalara. Siguiendo la calle principal, bordeando la costa, las brisas del mar me alcanzan, contaminándome con recuerdos. Mi cuerpo se mueve como si todavía estuviera bajo el agua, con los sentidos ahogados en imágenes imposibles.
 
Las rocas de la playa simulan olas en cámara lenta reventando contra el caos. Peñascos azules escalan por el aire, creando túneles de viento, cavernas de ecos contra el fondo del océano. La arena es levantada por el viento creando formas instantáneas, diapositivas de fantasmas que no te quieren dar la mano, fantasmas que se disuelven al tocar el agua.
 
Poco a poco el pueblo va pasando junto a las ventanas del bus, reuniéndose las casas, el parque central y la iglesia al astillero que se aleja en el horizonte, ocultándome la masa de agua. La arena bajo mis uñas es lo único que me queda de las olas que casi me lapidan contra el fondo del mar. El abismo líquido es infinito en memorias y la mano se torna confusa para escribir todo lo visto.

Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006
 

También

Rodrigo Peñalba Franco

Cuando sale del baño envuelta en toalla se queda un rato frente al espejo. Con las manos se toma el pelo y se lo enrolla con otra toalla sobre la cabeza, dejando ver lo más posible su cuello. Se acerca al espejo y empieza a contar los lunares de su rostro. La mano que cuenta los lunares los va siguiendo en línea por su cuello hasta su hombro y de ahí al pecho. Deja caer la toalla y empieza a pellizcar cada punto sobre su piel pringada de pigmentaciones. Así, desnuda, extiende el tacto a toda la epidermis, juntando con sus dedos constelaciones sobre el busto. Se siente actriz de telenovela, personaje de fantasía, femenina de mitología urbana, Frida Kahlo o María Félix. Gira sobre la cintura siguiendo la vía pigmea, luces prendidas alrededor de su abdomen. Sus piernas extensiones, vías de ascenso hacia el centro. Lunares sobre toda su piel, toda llena de lunares, puntos, vectores, constelaciones, cicatrices, tatuajes, perforaciones, golpes, caricias, mentiras, cayos en el alma, sus puntos débiles, sus puntos fuertes. Con el espejo es cómplice. Trata de ver con los dedos lo que la imagen le promete. Se sigue a sí misma dando vueltas contra toda ella. Compara toda imperfección de la superficie, registra cada recuerdo de su extensión. El lunar del cuello que se repite en el pecho que se repite en su costado derecho que se repite entre sus piernas, siempre el mismo. Señal de nacimiento que nadie de los que han pasado por ella recuerda. Todos los hombres están ciegos y amnésicos. No saben quién es. Con sus dedos jugando en la tierra despierta sus protuberancias y profundidades, frente al espejo. Narciso sería humilde cristiano ante esta sacerdotisa. Su boca deja escapar sonidos telúricos, de tierra que ruge y se revuelca por dentro, montaña adentro, monte arriba, monte abajo, la estrella vespertina, lunares negros piel morena. El cuerpo húmedo secándose contra las sábanas. Pero ella no es icono de televisión. Ella es de las buenas, de las que van al cielo. Se masturba, y los hijos duermen tranquilos en el cuarto contiguo. No es feminista, eso es invento de las mujeres de ciudad, las mujeres de afuera, de las chelas. No es feminista, pero las mujeres de Monimbó también se masturban.

Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006

Te veré en New Orleans... esperame.

Rodrigo Peñalba Franco

Llegaré el miércoles. Llegaré en tren, esperame que llegaré. Los niños te extrañan mucho, preguntan por vos; y yo les miento, les digo que estás bien, que todo está bien. Te escribo para que sepás que te buscaré en la ciudad. Preguntaré en los albergues, por si no te han visto flotando por alguna avenida o atrapada en tu casa, 4 días después. Te veré en la TV de noche, cuando resuman la jornada. Quizás te vayas antes, avísame si puedes, qué bus tomaste, dónde te fuiste, si estás en Houston o Dallas. Avisame cualquier cosa, tell me que tienes tu propia guerrilla urbana y que gobiernas 10 calles de New Orleans. Si decides no volver no me hagás creer que te moriste, eso es cruel. Avisame lo que sea, aunque sea miénteme, pero hazlo cuando llegue el miércoles, cuando te vea en New Orleans.

Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006

Territorio

Rodrigo Peñalba Franco

Hay ruido en mi cabeza. Un bosque, hojas apiladas por el suelo y el sol bajando. Sube la distorsión y el incendio cobija al bosque. Huyen los animales. Entonces construyen un cauce y arrojan 50 bolsas negras. Se llena la mirada de cenizas y carreteras a mis pies. Los cables trepan por los postes, llueve negro, oscuro, impaciente. Crecen y brotan, dejando escapar cigarras. Ellas trepan por las cortezas y cantan para la ciénaga urbanizada, paredes de fango con estructuras de acero. La gente se multiplica, cae de los árboles, salen de la tierra, aparecen por todos lados, suben a buses y se arrojan a precipicios o contra embajadas. Los animales de la selva se comen unos a otros, pero se arrepienten y van a misa. Tomo el ruido de mi cabeza y lo arrojo contra el suelo. El ruido estalla y parte al mundo en dos, apareciendo el cielo a partir del cielo. Una sala de conciertos.
 
Deseo ver el cielo limpio, libre de nubes, de aire, de cualquier materia. Sin nubes de lluvia que reflejen la luz de la ciudad, ni postes dibujando redes eléctricas. Ni edificios, muros o catacumbas. Olvidarme de los árboles, imaginarme una extensión perpetua de terreno barrido de elementos. Sin viento ni estrellas, luna o sol, sólo el contraste de una bóveda completa e impenetrable, incolora e invisible pero presente, el vacío. No habría lunas llenas ni estrellas vespertinas, o cuerpos celestes errantes confundidos por señales proféticas. Los cometas no están, jamás existieron.
 
Ninguna luz que descienda, sin atardeceres ni amaneceres. No es noche eterna mi deseo, la noche en que componen claros de luna, sonatas y moon rivers. Tampoco podría decir “quiero ser antes que la luz, existir en el momento que la luz fue separada de las tinieblas”. Esto es contrario, sucede en el tiempo, en la historia, no en el mito. Utopía. Terreno llano y extenso sin centro ni referencia, abandonado de toda vida, sin luz ni sombras tomadas por espectros. No estoy cayendo, tengo la tierra a mis pies, pero siento vértigo de las alturas, no sobre la que me siento, la superficie, sino del vacío que me cubre. Ni un solo fotón que lastime mi retina ni átomo que haga eco a mis llamados. Lo olvidaba, tampoco aire que alimente al sonido ni oxígeno combustible que alimente la fogata. Nadie a quien llamar, nadie que pueda escuchar, si se pudiera escuchar. En el territorio permanezco, sin referencias otras que el suelo que me sostiene y la memoria que me conjuga en tiempos pasados, verbo que es acción guardada en el recuerdo, verbo no escrito, no dicho, pero sentado como verdad, como hecho pasado.
 
The memory as a fact (factum, hecho realizado), and the fact as a product of a factory (facere, por hacer), and the factory a living machine, which I am (fac, hacer, imperativo). La vida es experiencia, y la experiencia conocimiento, imperfecto.
 
Del territorio absoluto que conozco en la memoria retenida, diluida en el tiempo. Con el pasado me formo, fac, me realizo y soy, no real, fictus, invención de mi pasado. Mi futuro me es enseñado en el pasado, se me dan los deseos que he de cumplir, la invención, el fictus que será el factum.
 
En el territorio no tengo campo en que ser. Abandonado en el tiempo en un espacio hecho a mí deseo, mi no lugar encontrado y presente no siéndolo. ¿Hacia dónde avanzo? ¿Avanzar crea alguna diferencia? ¿Diferencia a qué? Del norte voy al sur, sin estrella polar que señale el eje de mi ruta. No es deriva, pues la corriente tiene sentido y dirección. No tengo sentido. Mi no lugar me niega, no da marco en que retratar mis pasos, soy escritura en el lienzo impuesta sin tocarle, escritura trazada sin ser escrita, ausencia de yo, mi percepción describiendo mi percepción, empirismo, jamás realidad, tal no existe, sólo territorio y negación.
 
Siendo no soy. Paz. Desde atrás mi facere, fac infinitivo (sin fin), factum nunca completo, facere progresivo, fac nunca factum, realizándose, no definitivo (no finalizado, abierto, no cerrado). El territorio presente ausente, fictus fingiendo ser factum. El territorio no existe, la paz no se realiza. El deseo acaba, el espacio cede y los átomos toman su lugar, el horizonte aparece y los colores se abren azul oscuro desde el suelo. El llano rompe su extensión y crece hierba nueva como vello facial adolescente sobre formas suaves de terreno, olas meciendo colinas, marea que lleva la primera brisa tocando los nervios abiertos. Volteo sobre mí mismo y me rodea el bosque, árboles que se esconden entre sí, caminos que se dibujan. Giro de nuevo, y me veo dormir. Nubes. Un salón de conciertos. Sin público, y las cigarras ensayan.
 
Mientras duermo veo que las hojas me cubren. Me siento a mi lado y concentro en el sonido del bosque. Soy contiguo yo mismo; fictus nunca factum. Me levanto y limpio de hojas mi cuerpo que yace. Una proyección que limpia a su proyector. Soy un cuento que se narra a sí mismo: “Hay un ruido en mi cabeza...” A pesar de mis esfuerzos la maleza me cubre. Solo quedan las palabras.

Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006

Contra el cielo

Rodrigo Peñalba Franco

Dale play, y que corra el video. Vos querés ser Meg Ryan, “Pamela”, amante de Jim Morrison. Es tu símbolo, tu diferencia. Sos el personaje vacío que va de principio a fin en toda la película haciendo comentarios muy importantes. Eres típico. Respetas la opinión de terceros, no tenés argumentos ni destrezas para debatir. Jugás a pasear con los vampiros sin abandonar el agua bendita. Tu cuerpo es digerible, se lo come cualquiera y te escupe al piso, saliva evaporada. Sos mentira, no podés con vos mismo, sos nada, el apéndice llamado actor secundario. Vos sos el bueno, el que se amarra bien los zapatos y prepara la cena. A vos te espero en tu infierno personal, el enfermo orden aberrante llamado control. Control el que simulás, mantenés limpia la casa porque no podés arruinarte, no tenés cojones para arruinar tu vida. Creeme, me encantaría que fuera como vos decís, creeme, de veras, de veras me gustaría mucho, pero sábelo, no es así. No somos así, buenos, somos oscuros, terribles, ridículos. ¿Querés opinar? Dale, hacelo, a nadie le importa. Publicalo en el periódico. Es lo mismo. Sombra. Contraste de lo que odias, complemento. Probalo, sé que no podés, no podés. Tu título, tu cargo, eso es nada, Nada te digo. Cualquiera es titulado. Tu carro no es tan nuevo. Tu oficina no es tan grande. Perdón, no tenés oficina. Bravo, tenés empleo, ¿a dónde te envío la medalla? Imbécil. No tenés la menor idea. Sos un trauma convertido en ciudadano, el número cero que todo el mundo pone a su izquierda. Ya vienen las elecciones. Podés votar, si querés. Da igual. ¿Querés promesas? Toma tus promesas. Yo te asfalto tu calle, contigo debajo. Hacenos un favor, dona tu cuerpo a la ciencia que vivo consume demasiado oxígeno. Estorbo. Realmente eres tierno, todavía recordás tus años de juventud. Alégrate, sos un recuerdo andante. Petróleo en potencia, abono a corto plazo. Todos supimos de Santana. ¿So what? El pobre no tuvo las agallas de la sobredosis llamada inmortalidad. Ahora sos alternativo. Ahorita mismo te digo dónde vi alguien vestido igualito que vos. Decime, ¿ya tenés hijos? Pobres de ellos. Deberías degollarlos para que no sigan soportando al absurdo llamado progenitor que decís ser. Toma, así, ponétela contra el cielo en la boca y jala el gatillo. Será rápido, te lo prometo. ¿Listo?

Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006

El miedo es amarillo

Rodrigo Peñalba Franco

El perro zompopo arrastra su cabeza abajo boca arriba sobre el cilindro de luz. Anda cazando hormigas. Techo que gotea por todos lados. La fila de hormigas, subiendo por muros, lleva comida en las mandíbulas. El perro zompopo ojos negros, patas café, cola gris lleva hormigas en la mandíbula, bajando por la garganta. Las hormigas no mueren, son de metal. Simplemente dejan de funcionar. Son como bombillas: están encendidas, están apagadas. Las sobrevivientes se van por un hueco en la pared siguiendo el código de barras del tendido eléctrico. El perro zompopo debería ser el animal nacional, y el zanate el ave (¿alguna vez has visto la fotografía de un zanate?). Ojos eléctricos de neón ultravioleta cuando serpentea entre el aire y el bombillo fluorescente PHILLIPS; rápido, gira la cabeza, ve peligro (la sangre es amarilla), se deja caer. Ahora no tiene cola. Las goteras están muy cerca de los cables pelados, piensa la chispa que salta al vacío con la cola del cazador. Un tango, la rosa entre los dientes, espinas en las encías.
 
Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006

Inundación

Rodrigo Peñalba Franco

Todavía sigo nublado. Sentado en el techo de mi casa de dos pisos espero que bajen las aguas. Enfrente mío un nuevo océano se ha formado uniendo al Xolotlán con el Cocibolca, llevando en sus aguas a flotar todas las nuevas zonas residenciales, los asentamientos, entre escombros, chatarra, y papel mojado. Los cadáveres vienen flotando sobre el lodo. Arriba, en el cielo, vampiros diurnos, los zopilotes, vueltas alrededor de sí mismos.
 
La radio de baterías que tengo a mi lado reporta largos infartos de estática y señal inaudible. Al parecer no ha quedado ni una sola radioemisora en pie, aunque desde aquí puedo ver todas sus antenas sobresalir de las aguas como espigas de plantas subacuáticas, franjas rojas y blancas. Recordé que siempre me gustó el sonido del mar, pero no el de las olas. Aquí había ese sonido, el del mar.
 
Las láminas de zinc en que me apoyo, ahora me doy cuenta, tienen un penetrante olor a sarro. Con los huesos húmedos hasta la médula, espero un rayo de luz que abra paso entre el cielo encapotado de gris y ayude secarme el cuerpo. Pero eso no pasa y el olor del sarro penetra en mí ahora que soy esponja absorbiendo aromas.
 
La línea del horizonte está pérdida. A lo lejos las aguas se convierten reflejo del cielo, y las nubes que siguen los vientos anuncian más torrenciales. Ciento ochenta grados de curvatura sobre mi cabeza. De horizonte a horizonte. Todo el universo asentado bajo la simple y grande nube gris que lo cubre el caos todo.
 
En el cénit un agujero se abre entre las nubes y da espacio a un rayo de luz. El calor concentrado de toda la fuerza del sol baja por ese hilo de fotones enfocado hacia mi soberano pedazo de techo. Tendido a mis anchas, dejo que el vapor me abandone y suba como aire caliente, asándome en el zinc caliente de un mediodía eterno. La columna de aire que asciende permite apreciar el centro de la luz, en medio de las nubes, rodeado de ángeles, espectros que en círculos hacen cantos marianos. El sonido del zinc caliente, se me olvida cuál es ese sonido, lo he perdido entre los cantos angelicales. La brisa del océano es la gente que pide ayuda flotando desde las aguas. Ángeles sentados conmigo curándome las heridas. Los zopilotes.
 
Una visión bajó del cielo, con cuatro brazos que agitados a gran velocidad se mantenía suspendida como si colgara de un gran lazo. Cuerpo voluminoso y hueco, y en su interior seres con cráneos de acero y cruces rojas en el pecho que colgaban como crías de marsupial con los cordones umbilicales todavía fijos a su madre. El cuerpo hueco tenía una cola giratoria para balancearse en el aire, y con el movimiento de los brazos llamaba grandes vientos y sonidos de golpes secos repetidos cientos de veces por segundo. Los seres bajaron de su medio e intentaron cargarme. Su lenguaje era incomprensible, sus pies de hule y caucho, el cuerpo cubierto de telas blancas manchadas de lodo. Con sus brazos persiguieron a los ángeles y les doblaron los cuellos como si fueran gallinas. Abandonado me dejé llevar dentro del ser voluminoso, elevándome por los aires, con el océano que enterró a Managua abajo, océano uniforme, perfecto, lodoso, cubierto de nubes, fondo tapizado de cadáveres atrapados en sus casas. El infierno, la perfección. Infierno. Pasteles. Y cielos de cielos, infiernos de infiernos, pasteles de toda suerte. Sube helicóptero, sube.

Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006

En el retén

Rodrigo Peñalba Franco

Medianoche. Ya vamos a cenar, pensó el guardia. Con la escopeta, de pie en medio de la carretera apuntó directamente al bus que de frente venía. Pasamontañas, camuflaje, cinto de balas, botas de asfalto, rostros de metal. Su compañero se adelantó a inspeccionar el vehículo. Otro encañonó al chofer desde la ventana.
 
“Saldremos bien de ésta, es la rutina”, pensó el chofer. Nublado, cuarto menguante. “Sus documentos”, pronunció la voz del guardia desde la ventana. Entre los pasajeros no había sorpresa, “controles de desgane” decían entre ellos. (El Señor llegará como ladrón, en medio de la noche y sin avisar). El ayudante abrió la puerta y salió a estirarse un poco, a pretender calma, quizás sueño, relajarse un poco. El segundo guardia venía rodeando el bus por la parte de atrás y al ver al ayudante fuera le ordenó abrir el compartimiento de las valijas. “¿Para que salió?, siempre le digo que no ande abriendo la puerta cuando nos paren en los retenes”, pensó el chofer. “Tome oficial, todos los documentos en orden” le dijo al primer guardia. “Casado y tres hijos”. Parecía persona segura. “Rápido, saque esos bultos”. El ayudante sacó tres valijas. Con el cuchillo que esconde en la bota abrió el último bulto de un tajo. El guardia iluminó con su foco: ropa, bolsas de granos, un álbum de fotos, nadie conocido o buscado en las mismas. “Está bien todo aquí” dijo el guardia. “Espera, entraré al bus” le dijo el otro. El chofer encendió las luces de adentro. Con el fusil por delante se fue abriendo paso el soldado despertando al que no le diera la cara o le escondiera la mirada. El ayudante dejó pasar al militar mientras de reojo contaba cuantos guardias había en la garita. “Dos afuera, dos con nosotros, uno delante del bus apuntando al conductor... ¿Quién sabe cuántos más en el cuarto a oscuras?. Estos no tienen ojos, sino agujeros.” Sólo un poste de luz alumbraba un costado de la caseta militar. En lo que volteó hacía el interior del bus el militar que venía bajando apartó al ayudante con una descarga en el rostro del mismo (todos los pasajeros despiertan). Éste cayó con la mitad del cuerpo colgando de la escalinata de la puerta. El soldado lo terminó de botar fuera del vehículo con sus botas. “Todo en orden, pueden seguir”, gritó el otro oficial.
 
La cena está servida. El soldado que apuntaba al chofer se apartó y dejó continuar al expreso. El chofer no pidió explicaciones y uno de los pasajeros voluntariamente tomó las funciones del ayudante. Las valijas extraídas ya no eran de importancia. Los guardias de la garita se acercaron a los tres primeros, y destapándose las cabezas mostraron sus mandíbulas de metal y empezaron a desmembrar al cadáver con los mismos dientes.
 
Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006

Él

Rodrigo Peñalba Franco

I like you. /1 like you. You are a wonderfulperson. I'm full of enthusiasm. I'm goingplaces. I'11 be happy to helpyou. /Iam an important person. Would you like to go come home with me?
(Mensaje oculto dentro del empaque comercial de Ok Computer, Radio head, 1997)
 
Dientes blancos y labios simétricos ligeramente más rosados que su tono de piel. Ojos de contacto, del color que combine con la corbata. Peinado ejecutivo, siempre exacto y fresco, línea de corte definida milimétricamente. Él, él tiene un contrato con tu nombre escrito al pie, sólo esperando tu rúbrica. Saco negro, cortado a la medida, con la banderita de la compañía en un broche pinchado en la solapa. Camisa color uniforme. Zapatos cerrados, mocasines planos y perfectos como ataúdes caros. Los pliegues de pantalón alineados paralelos a la vertical de su columna vertebral. En las manos los anillos de universidad y matrimonio. Reloj exacto y elegante. No necesita saber la hora, él comanda el tiempo. No necesita efectivo ni tarjetas de crédito. Los cheques llegan sellados y certificados. No conoce de letra manuscrita, sólo órdenes. Los recursos humanos son herramientas, y él el ingeniero. Su palabra es garantía comercial. Tu apellido no le importa. Él es perfecto y sin límites. Él no negocia. Aceptar o desaparecer es su praxis con terceros. Él quiere hablar hoy contigo. Él es sumamente importante. Él escoge el lugar de reunión, y como agradecimiento a su tiempo, has de pagar la cuenta, un detalle comparado a lo que él desea firmes. Él desea salvarte, tomar tu alma y llevarla a un mejor lugar. Los bienes materiales, efímeros, están dentro del documento. Lo que quieras, lo tendrás. Lo único que tienes que hacer es firmar. Si ya eres ateo, no has de tener problemas por darle valor legal a un título valor equivalente al monto económico que representa tu sustancia a esta persona. Si eres religioso, piensa que él viene a ser una especia de asesor de Dios, un encargado de aligerar la carga de tu vida para que llegues directo a la tierra prometida. No temas. Firma. La vida, la vida que es la vida, tan corta y lista para servir en única porción, no te dará más chances como éste. Él quiere hablar contigo. Él no tolera evasivas. Si fallas te buscará. Tu número de teléfono o tu cuenta bancaria. Lo que hacen tus amigos, los sellos de aduana en tu pasaporte, historia crediticia, bienes inmuebles. Él lo sabe todo. Sabe que estás leyendo sobre él, que buscas informarte, pero no le hallarás de ese modo. Recibirás una llamada. No lo pienses dos veces. ¿No te parece justo este trato? Contesta y acepta su llamado. Ven, firma con él. El futuro es incierto, y él trae luz, esperanza, certeza. Anda, firma, y sé feliz. (Si fallas te buscará.)
 
Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006

El lagarto

Rodrigo Peñalba Franco

En mi primer día de clases, encontré un lagarto acostado en la entrada de la universidad. Un gran lagarto verde, alto como portón, estaba recostado a sus anchas y su blanco abdomen brillaba al sol. Estaba dormido, o muerto, ya que no parecía respirar, pero apretaba fuertemente los ojos, como si no quisiera abrirlos. Muchos, simplemente lo bordearon, pero muchos más siguieron caminando hacia sus aulas, pasando sobre su tórax como si fuera una grada más, una grada de cuatro metros de alto.

Grande y verde, su piel parecía cientos de conchas de tortuga fundidas en una sola coraza o armadura, puesta sobre una pijama blanca que hacía las veces de piel en su abdomen, vientre y cuello.

Los días pasaban y el lagarto se mantenía estático, como estatua. Con ciertos colores del sol al amanecer, su coraza verde de caparazones tomaba colores en tonos bronce, y el efecto de ser artificial se completaba.

En Semana Santa, el lagarto intentó moverse por primera vez y asustó de nuevo a los estudiantes, quienes ya lo usaban como banca de enamorados para ver el atardecer. Se quitó de encima las hojas secas y descubrió los escondites de un montón de ciempiés, alacranes y hormigas. Más de algún evangélico o fanático religioso había usado al lagarto como tarima, usando la cola como escalera. Pero lo raro es que los guardias de la universidad no habían sacado del recinto a ningún predicador por invasión de la propiedad privada.

Al lagarto se subieron a predicar (aparte de los evangélicos) dirigentes estudiantiles, aspirantes electorales, vendedores de agua helada y algún que otro curioso. Su único movimiento fue estirar las extremidades y azotar un par de veces la cola.

Al regreso de Semana Santa pude notar cómo, por el peso del mismo lagarto, el suelo se había hundido, casi como una trinchera, solo que más ancha, como de tres o cuatro metros. Ya las parejas no se sentaban a ver el atardecer, sino que se escondían en la frontera misma, a la sombra del costado.
Las lluvias de mayo no llegaron hasta junio. A pesar de las lluvias el lagarto no se ahogó en su sueño, porque la poca agua acumulada se desahogaba por el lado de la cola, por donde era más bajo. Qué bueno que no se ahogó el lagarto. Pero aparecieron algas y le cubrieron entero, como si estuviera tapizado. Semejaba una colinita, toda llenita de helechos, musgos y hierbas. De cuando en cuando, se empozaba el agua tapando la cabeza, y se miraba vibrar el agua como si hubieran sardinitas chapoteando.

Llegó el tiempo de exámenes. También se anunció que venía una tormenta tropical. La trinchera del lagarto se había transformado ya en un cauce, y de vez en cuando alguien pasaba buscando alguna botella que vender o metal para fundir y sacar algunos córdobas. Desde residenciales vecinas y los mismos estudiantes de la Universidad, vaciaban sus restos mortales y materiales.

Cuando las primeras lluvias de la tormenta llegaron, me asomé por el cauce para ver cómo estaba el lagarto. El gato que merodeaba en la universidad estaba durmiendo en su cuello. El lagarto parecía respirar, lo cual comprobé al bajar al cauce que ya parecía quebrada, y oí bien de cerquita su respiración. Sonaba como impresora matricial.

La quebrada se inundó con la tormenta. Todo se veía cubierto de lodo y aguas residuales; pero estas aguas no fluyeron, sino que se acumularon y se formó una lagunita dentro de la Universidad. Nadie vio salir al lagarto de la laguna. Aparecieron tilapias, garzas y sapos, muchos sapos. La laguna creció, y con ella un bosque a su alrededor, todo al ritmo de la respiración matricial del lagarto, la cual se oía si uno metía la cabeza al agua. El bosque se volvió frondoso y de colores verdes fogosos y policromos, lleno de chocoyos, grillos y chicharras.

En el fondo de la laguna el lagarto nadaba con su armadura puesta como si fuera anguila, más bien como tiburón. Luego me enteré que el gato que dormía en su cuello ahora vivía dentro del mismo lagarto. Un ronroneo se oía mezclado con los sonidos matriciales del reptil.

El bosque empezó a cubrir toda la universidad, luego varios repartos y barrios. La gente se iba a otras casas de alquiler en Managua o de regreso a los departamentos, de donde eran originalmente. Las casas abandonadas fueron tragadas por el nuevo bosque matricial, y en las ruinas se escondían ahuizotes y demás familiares de los fuegos fatuos.

Una mañana se oía más fuerte la respiración matricial. Unas huellas sonaban en todo el bosque, y los caparazones de su armadura daban al sonido de fotocopiadora al rasparse entre sí. Era el lagarto que había salido de la laguna y se subió al volcán de Masaya. Ya era noviembre, la Universidad había cerrado el año lectivo hacía tres meses por falta de condiciones, ya sabes, por el lagarto. De nuevo estaba durmiendo, pero levemente, ya que me oyó cuando llegué.

Parecía llamarme, no con un gesto, sólo sabía que quería hablar conmigo. No oía más que el sonido matricial de siempre. Recostado sobre su costado, tenía los ojos bien abiertos y murmuraba palabras, de las que pude entenderle algunas nada más. El gato ya había salido del estómago del lagarto y ahora dormía en la punta de la Cruz de Bobadilla. Creo que me dijo más cosas, pero me pasé más tiempo pensando en el paisaje de un lagarto con armadura de conchas de tortuga fundidas a la orilla de un cráter humeante del Masaya. Los ojos del lagarto eran color café. Al gato no le importaban los pájaros que viven en el cráter.

Empezó a salir vapor de agua del volcán y todo se cubrió de niebla. El lagarto empezó a arrastrarse lentamente con su coraza hacia el cráter. No se tiró al cráter, simplemente se fue en la primera ruta que pasó. Qué frío está el viento. Sah a la Panamericana y me vine de vuelta a Managua en bus. El gato se quedó en la cruz.

Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006

El mercenario

 Rodrigo Peñalba Franco

I
El bosque de metal o enredadera de concreto nace en los rieles de la estación de metro. Veinte millones de personas se ignoran entre sí y apenas se conocen, cada uno conectado a un SONY Walkman que lo acompaña. Los rascacielos tapizados de neón, colmenas antisísmicas de cristal, compiten unos contra otros. Al nivel del suelo ya no sale el sol, sino el neón.

Un jardín de piedras está siendo cultivado en la cima de una torre. El ritmo de las turbinas de los aviones acelerando y desacelerando en sus rutinas de despegue y aterrizaje sobre la bahía (el clima dispone una concha acústica de cielo nublado). Los granos de arenas alineados en flujos dibujan recuerdos de barrios de pescadores a las orillas del Sumida, cerca de la bahía, doscientos años atrás, en Edo. La vieja ciudad se fue haciendo pequeña, muy pequeña, incendiada en mil novecientos veinte tres, luego bombardeada, mil novecientos cuarenta y cinco. Hoy la antigua rivera es subsuelo, parqueo subterráneo. Son doscientos años de vida, y todavía no se acostumbra esta mano a la realidad. La vida es eterna, pues nunca se deja de vivir. Y por qué se vive eternamente, le sufrimos eternamente, pues jamás nos comprendemos. No se comprenden los recuerdos lavados por años, los actos que hicieron rodar las cabezas y quemar las villas, ni se entiende que la misma mano que blandió el metal apaciente a las piedras. En las aguas intentó lavar la mancha; ilusión. Las vidas de tantos, años acumulados de experiencias que no sucedieron, le fueron dadas a esta mano, para uso propio. Y no puede morir, jamás, mientras no viva tantos años como los que detuvo a otros de vivir. Engañado por su vanidad se ofreció como mercenario en las batallas de la restauración, cavando con su propia paga el castigo que carga. Ya son dos centurias, y no se acostumbra. Los días no significan nada, son gotas en el tiempo que le queda por delante. Los años no le son referencia. Los años no le dicen, excepto, el año que mató a su padre. Todo lo demás es sucesión de sombras en el recuerdo. En ocasiones estas sombras regresan y caminan sobre la arena. Las huellas delatan el acto. Cuando duerme su cabeza sueña, recuerda, con las vidas de los muertos. Recuerda otras infancias y otras tragedias. Conoce los fantasmas que le habitan. Sabe que no es inmortal, que ha de morir, y que morirá en el anochecer del primer día de su año mil doscientos cuarenta y cuatro, a la misma hora en que su mano penetró carne con muerte por primera vez.

En él habitan las memorias de un comerciante portugués, de cuando éste jugaba en Lisboa y perseguía a su primera novia por el puerto saltando de muelle en muelle y de las cantinas contiguas a la aduana; de las noches que pasó en Bahía, Brasil, y los negocios con la venta de esclavos. Revive la llegada al país y del día que el portugués le conoció en su oficina en el puerto, frente a la bahía de Edo. Partía ese día el portugués hacia Macao, y cuando abandonaba el lugar un sonido seco entró en su cuello haciendo girar la cabeza por el suelo. Tiene la memoria de una mujer que vio el asesinato del lusitano, de cuando ésta fue madre por primera vez, y con el recuerdo también heredó el cariño por el infante que fue dejado huérfano. De los ojos de ella guarda la imagen de su hijo llamándole con insistencia para despertarle en vano. El comerciante portugués traía armas para un señor feudal, asunto que no les pareció a otros terratenientes de la zona. De la mujer se sabe que era sirviente del lusitano y testigo del asesinato, muriendo al día siguiente.

Tiene la memoria de un ronin, hombre sin amo pero gobernado por el código de moral. Los recuerdos de los días de juventud, cuando fue entrenado por un viejo maestro en las montañas, de la noche que le asistió en el suicidio ritual, del respeto que le tenía. De cuando ya no fue necesaria más para servir y fue dejado sin amo, y de la vergüenza de rodar por el mundo sin un hombre a quien servir, de la fatiga, y de la noche que le encontró y escuchó el mismo sonido seco entrando en su humanidad. No dio batalla suficiente el abandonado, ahora el abatido. El enfrentamiento sucedió un bosque de cerezos en flor, el silencio, y la mancha de sangre en el suelo reflejando nada. Por ésta víctima pagó un rival de su antiguo amo, quien deseaba saldar cuentas.

Presente está en sus sueños el miedo y angustia que inspiraba en sus víctimas, pues en ocasiones puede verse a sí mismo actuar como máquina de muerte que rompe en los sueños de otros mientras duermen y reciben un solo corte que finiquita la cuestión. Se da cuenta de las personas que no entienden que han muerto, sino minutos después que lo han hecho, de la sensación de miedo y frío que les roba el cuerpo y separa el alma. Estos que le recuerdan así, eran inocentes que estaban en lugar errado en hora fatal. Kenichi Gaki el mercenario entraba a robar casas o realizar trabajos personales, persiguiendo sin clemencia a la víctima, muchas veces muriendo esta ahogada en su propio pánico antes que en la espada. En estos casos robaba para su propia sobrevivencia, no por encargo.

En los recuerdos de su padre se encuentra a sí mismo como ser extraño. Su padre murió por la espalda, así que no tiene la imagen de sí mismo asestando. Mientras cenaba tomaba un vaso en su mano. Lo llevaba hacia su boca cuando el metal llegó y heló la carne. El brazo rígido se agitó dejando caer el vaso y se apoyó con la palma sobre el suelo, sudando al ánima que parte y abandona al cuerpo como lastre, saco de carne sin brillo en la mirada. El punto de apoyo cedió y la masa orgánica no se movió más. Por la sangre de su padre aceptó el pago de parte de un antiguo amigo del mismo, motivado por un amor no correspondido en juventud, el señor Oni.

El padre de Kenichi fue la primera de las almas tomadas. El señor Oni, en su juventud, se interesó en el padre de Kenichi, pero éste no le correspondía, por lo que le aplicó un encanto invocador de los asuras del naraka, el averno, espíritus de malicia. Varias tardes compartieron juntos en los baños termales en donde el padre de Kenichi llegaba a descansar. El encanto sobre el padre de Kenichi le provocaba entrega inmediata a los calores del bello joven Oni, pero éste encontró un día la verdad sobre Oni por lo que le recibió por última vez en las aguas termales, ya libre del encanto, y le arrancó los labios con los dientes, deformándole el rostro al bello Oni. El señor Oni cubre ahora su rostro con un velo que oculta la mandíbula amputada de labios, dientes expuestos que dibujan el hueco que tiene como boca. Su conciencia hecha rostro.

El señor Oni no olvida. Años después, cuando conoció a Kenichi, aplicó otra magia sobre el mismo para que se deshiciera de su padre. Con una espada dada por Oni, Kenichi fue convencido por encanto de liquidar a su padre, creyendo que éste le quería matar antes. Cuando le atacó por la espalda en la noche, despertó del domino y se dio cuenta del error, por lo que regresó al señor Oni y tomó su vida por igual, pero Oni dejó en su lugar el conjuro que le condenaría a Kenichi a vivir tantos años y recuerdos en igual suma a los que tome de sus víctimas. Los sueños que se tornan pesadilla en la mente de Kenichi son especialmente los que toma de la memoria del señor Oni, de las múltiples maldiciones que ha ejecutado, de las almas que ha envenado, de los sonidos del agua en las fuentes cuando estaba con su padre perdidos en ardores de carne, leche y agua termal sobre la piel de Oni.

De ahí en adelante abandonó su camino y siguió en la vida por tierra hostil y seca, aceptando cuanta moneda hubiera por la vida de cualquiera. Era el modo de vida propio del tiempo, pues quien no mata muere, pero quien mata muere por dentro. Kenichi muere cada día, agonía prolongada, el inmortal apelando un fin que huye cada vez que desenvaina.

El último de quien sacó los años y memoria fue un soldado de ocupación nacido en New York, llegado con la dimisión del emperador. Con sus años de vida tomó los recuerdos de la bahía de Manhattan, del ferry a la sombra de Liberty Statue, de las noticias expuestas una vez por semana en el cinema a donde iba acompañado por sus padres, del miedo que tenía de entrar sólo en los barrios de afroamericanos, de los anhelos y fiesta de despedida cuando fue enviado al frente en Oceanía, de la primera vez que hirió con arma de fuego, del honor de liberar al mundo civilizado de las infames fuerzas del mal que formaban la triple alianza, y de la angustia de dos brazos cerrándose como candado en su cuello asfixiándole hasta la extinción. Kenichi tomó esta vida por instinto, reacción natural de encontrar a alguien sólo en un callejón de lo que antes fue Edo, escenario recurrente.

II
En el jardín las pisadas dibujan fonemas sobre la arena. Entre las reminiscencias propias como los de los espectros que le habitan Kenichi Gaki el mercenario divaga por odios y ternuras ajenas, confundido en los caminos de muchas infancias que le forman ahora. Todas las vidas que resume en su existencia fueron tomadas por sed, pero el dinero no compensa la pena de continuar su vida. Morir le parecería una bendición, pero la muerte no le es extraña, la tiene tan presente en su perpetuación que no sabe si ya está muerto y que sólo continúa un estado de suspensión, el trámite de purgar su existencia de faltas. No sabe si desear la muerte es correcto, pues puede ser que ya lo esté y que lo ignore. No le toca juzgar tal asunto.

Es 1986. Los sueldos por sus trabajos le han convertido en un jubilado que vive de los intereses. La vida social de la época es armoniosa, similar a la de un hormiguero. En su jardín sobre la cima de un rascacielos se añeja cumpliendo la pena, escuchando a los pasados, limpiando las huellas en la arena, alejado de las preocupaciones del mundo, de la confusión de urbanismo que se desarrolla por perfección de la técnica. Gaki Kenichi se convirtió en Gaki Sennin, mitad ánima del infierno, mitad gran hombre de la montaña de concreto. Ahora es un hombre paciente, y debe serlo para poder escuchar a todos los pasados que viven en él. Pasados que rondarán hasta la noche del primer día del año mil doscientos cuarenta y cuatro. Es Sennin, pero no descansa. No puede.

En ocasiones escucha a su padre. No le es fácil recibirlo. Se maldice por las maldiciones, y maldice a su padre. Desearía enterrar su espada como pala por en medio del pecho de esa ánima, extraer el corazón y triturarlo hasta dejarlo como carne molida, alimento de cerdos. Pero no puede. Y sin embargo, recibe a su padre, mil doscientos cuarenta y cuatro años lo hará.

III
De día extraña al bosque. De niño corría río arriba hasta las colinas a cazar cigarras y luciérnagas. Él sabía encontrar sus nidos por la tarde, logrando quedarse con ellas hasta la noche, cuando regresaban a sus casas y las soltaban dentro de un cuarto, quizás sesenta, otras veces cien, otras veces más, pero nunca trescientas cigarras y luciérnagas.

En ocasiones no volvía a la casa, dormía en el bosque, en una pequeña gruta, tras un campo de castañas. Se quedaba viendo una fuente termal fluir por horas, bajo la luz de la luna. Con un palito jugaba haciendo figuras, borrándolas luego con un pie. Tras él, un poco más adentro de la gruta, pasantes se escondían a esperar el día en refugio seguro. A él le ignoraban en su lugar, ido entre las líneas que dibujaba. Ke Ni Chi. Dibujaba su nombre, y lo borraba. Ke Ni Chi es borrado.

Una noche fue interrumpido en su trance. Un grito vino del fondo, dejando salir una figura negra que corría como sombra perseguida por el sol al atardecer, larga en sus pasos. Detrás salió tambaleante una figura desnuda de rostro herido. Le faltaban los labios, dientes blancos manchados en rojo reflejando la luna como las fauces de un león escupiendo magma. Era un color rojo tan fuerte que parecía brillar por sí mismo, como volcán ardiendo de noche.

Era él, viendo a Kenichi esconderse tras una roca. Kenichi se recogió lleno de espanto. Él partió, dejando que la cabeza del muchacho hiciera todo el trabajo por eliminar esta visión de su memoria; pero no pudo.

Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006

El pájaro de fuego

Rodrigo Peñalba Franco

El pájaro de fuego se alimenta como Saturno: de sus crías. Es extraño. El viento mezcla las cenizas en el aire, y deja las plumas caer al suelo. Las plumas derramadas indican que las crías han partido del nido, consumidas. En el suelo éstas se mezclan con las hojas secas, acomodándose al viento y la gravedad para escoger el mejor lugar en que posarse. Las plumas pierden el color al ser separadas del cuerpo, tornándose negras, secas, cauces vacíos, fondo de piedras, terreno muerto.

El pájaro de fuego habita solitario, reuniéndose en ocasión única para la procreación de la especie. La especie no continúa en los huevos del nido, sino en la vida que conserven sus padres. Hembra y Macho se turnan en la conservación de la nueva generación, con sumo cuidado y atención a otros depredadores. Los polluelos nacen como llamarada que se genera espontáneamente. Rompen el cascarón dejando salir la luz que su naturaleza genera, alumbrando las copas de los árboles en que posan. Puntos luminosos esparcidos por el bosque, fauna de costumbres nocturna realizando constelaciones. Los padres toman a las aves y les cuidan, alimentan con ramitas secas y material de rápida combustión. Crecen y tornan fuertes sus alas, primero blancas, luego todos los tonos de azul. Con el desarrollo surgen las plumas naranjas, que es cuando las crías podrán partir, combustión y alimento paternal. No escapan, son inocentes, no tienen intención.

Fuego consumido por el fuego rejuvenece su fuerza. Fuego procrea fuego para alimentar su caudal y conservación, el ardor de la materia descomponiéndose al contacto con el oxígeno. La historia no es el relevo de los primeros por los últimos, sino del nacimiento de los últimos como mechas y antorchas de los primeros que, en su momento, serán de nuevo los últimos para dar lumbre a los primeros. El nacimiento de nuevas crías significa la llama de los viejos, los padres, los antecesores, renovada en su misma naturaleza. Padre que engendra al hijo para consumirlo y ser joven de nuevo. La historia que llamamos Historia no se escribe con la sombra de los padres cediendo ante las sombra de los hijos, sino de las cenizas abandonadas en el suelo del bosque, mezcladas con las hojas secas y cortezas desprendidas, los cauces carentes de función y el terreno seco llamado civilización. Son las cenizas la materia prima del producto llamado cultura, sublimación de los sentidos en símbolos, translaciones de los sentidos del trazo a la convención llamada sociedad.

El pájaro de fuego devora a sus crías. Y de nuevo es cría, esperando ser alimento del padre, que será cría, para ser alimento del anterior padre. Cada gestación es un retorno, negación del futuro, recreación del pasado. De las cenizas el pájaro de fuego cuenta su historia, pero le preocupan demasiado las cenizas, demasiado. En el suelo, la gente del bosque lee las constelaciones y escriben la Historia basados en las plumas grises. El terreno es oscuro, el sol es un rayo de luz que salta por el horizonte y se esconde. Siempre lejos, jamás llega ni se acerca. El pájaro de fuego amanece. Es cría de nuevo.

La gente del bosque busca las cenizas entre las hojas y los toma por frutos extraños, papel escrito en lengua que no comprenden pero interpretan, dogmas sentados en la repetición de los mismos. Las pruebas no son necesarias, la interpretación es. En las copas de los árboles los pájaros de fuego retoñan. Desde el suelo son puntos luminosos confundidos entre ramas y hojas, arrimados en combinaciones geométricas y figuras estelares. No hay estrellas, sino ilusiones, cartas astrales tomadas por ciencia, la formación de los clanes, la prohibición del incesto y el nacimiento de la familia. No es ley divina, es antropología, el dogma es costumbre, no certeza.

La fauna nocturna vuela a ciegas u observa agazapada en matorrales con grandes ojos brillantes, espejos de plata, luciérnagas confundidas por miradas. La gente les teme y esconde a sus niños. En ocasiones se comen a los niños, y los huesos son usados en altares. Las luciérnagas que esconden las miradas no hacen caso de los sacrificios, ni las cenizas traen respuestas. La gente siente miedo, y los árboles son tabú, no pueden subir por ellos, acercarse a las copas. No conocen nada sobre el cielo, del mundo sobre de sus cabezas, escondido entre las ramas. La historia es escrita como los prólogos, al final de la historia pero se publica al principio de los libros, en las cenizas, y no debe ser interrumpida. Si el fuego migrara no habría constelaciones, ni dogmas, el abandono llamado existencia sin cartas que lo ayuden a ser navegable, apenas tolerable.

En el bosque siempre es de noche y la gente duerme, vive, en chozas. La fauna persiste, la carne es devorada, el cielo busca la carroña, el grande se come al chico, las luciérnagas intimidan y en las cenizas se encuentra lo que avanza borrándose a sí mismo, lo que promete adelantar y retrocede.

Libro de cuentos Holanda /1ª. Edición/Managua 2006

Amar hasta fracasar

Hay escritos curiosos que se han hecho con el lenguaje. Versos que se pueden leer al revés y al derecho, guardando siempre el mismo sentido,...