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miércoles, 2 de marzo de 2022

Anchí

Octavio Robleto

Uñas largas y sucias. Pelo largo y despeinado, liso, le caía por los hombros. Apenas dos dedos de frente y una barbita rala en su cara lucia y enflaquecida. Una mirada vaga, indecisa, que provenía de unos ojillos mongoloides. Siempre con la misma ropa, apestosamente sucia y con los traseros defecados. Un costal incomprensible al hombro. Zapatos viejos y rotos con uno diferente al otro. Se acercaba con timidez a las puertas de las casas que en su andar errabundo encontraba abiertas. Se arrecostaba a la pared o, sentado en la acera, se le oía musitar la palabra Anchí. Era lo único que hablaba. Le daban de comer mendrugos, provocándolo para que siguiera su camino. Dinero no aceptaba. ¿Dónde dormía? Yo, niño, nunca lo supe. ¿De dónde provenía? ¿Cuándo y a qué hora abandonaba el pueblo? ¿Su madre? ¡Ah, su madre! Una vez lo vi sacar una tortilla de su costal enigmático y comérsela con manos temblorosas; la cabeza ladeada hacia el lado izquierdo, medio hundida en sus hombros. Cuando notó que yo lo observaba, me dio la espalda y se hizo pequeñito.

Domingo siete

Octavio Robleto

La historia la oí referida muchas veces en mi infancia. Era una cuadrilla de ladrones que se dedicaban a asaltar a viajeros bien abastecidos que se veían obligados a transitar por caminos solitarios. Solamente robaban, porque aunque hubiera oposición, por sus principios, descartaban el asesinato. Ya perpetrado el asalto, se dirigían hacia la sombra de un árbol frondoso y bajo su ramaje practicaban la distribución equitativa de los bienes robados; tanto al dirigirse al árbol como bajo su sombra, entonaban la siguiente estrofa que era como su himno de batalla:

“Lunes, martes, miércoles tres, jueves, viernes, sábado seis”.

Dichos versos eran repetidos varias veces, en coro muy animado.

En cierta ocasión, un hombre que conocía las costumbres de dichos asaltantes, oyó el tropel que se acercaba por el camino real y ni corto ni perezoso, para salvar su pellejo, se subió al árbol y se escondió entre el follaje tupido.

Los ladrones llegaron y a los acordes de su himno procedieron a la distribución de los bienes robados, mientras tanto, el furtivo oyente, creyéndose merecedor él también de una parte proporcional sólo por ser observador, dispuso unirse al coro agregándole un verso al himno establecido, rematándolo con el séptimo día de la semana y así entonó sin ninguna gracia y para su desgracia.

“Domingo Siete”

Los ladrones se sorprendieron de la voz intrusa y tras comprobar su procedencia, obligaron a bajar al cantor destemplado, lo desnudaron y apalearon, dejándolo abandonado a la intemperie del campo. El frustrado héroe contó lo sucedido y para ejemplo y moraleja de los futuros metiches su nombre ha perdurado como Domingo siete.

Amar hasta fracasar

Hay escritos curiosos que se han hecho con el lenguaje. Versos que se pueden leer al revés y al derecho, guardando siempre el mismo sentido,...