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miércoles, 2 de marzo de 2022

Cuentos de Camino

Mauricio Valdez Rivas

Alrededor de una fogata a orillas del Gran Lago de Nicaragua, en la Isla de Ometepe, Juan Ventura nos relataba sus cuentos, este personaje casi mítico, se caracteriza por ser un cuentista un poco exagerado y cómico.

Pues vean amigos, —comenzó a contarnos— yo casi no salgo de la isla, sólo a Rivas he ido, por eso es aquí donde me han pasado tantas cosas, más cuando yo era chavalo, hace tiempo ya —y se ríe—, como una vez que iba a la finca de mi compadre Uriel, para ver si me vendía algunas vaquitas, de pronto en medio del camino veo atravesado un gran tronco, yo pensaba que se había caído por los fuertes vientos que estaban azotando esos días, comencé a cabalgar a la orilla del gran tronco tratando de rodearlo para pasar al otro lado, después de un rato cuando llevaba como un kilómetro, me detuve, bajé de mi caballo, me subí a la ramas más altas de un árbol para ver hasta donde llegaba el susodicho tronco y ¡vean que susto! El supuesto tronco comenzó a moverse y alláaa se miraba una cabeza, era una enorme culebra, tuve que esperar que pasara para poder seguir mi camino, cuando pasó agarré de nuevo el sendero, por suerte no estaba cerca de su cabeza porque si no me hubiera hartado con todo y el caballo.

No pasó mucho tiempo cuando escuché unos rugidos ¡eh! Me detuve, allí estaba un león en medio camino, parecía que estaba con una pata herida, desmonté lentamente y me escondí detrás de unos matorrales, quedé esperando a que se baya el animal, pero el caballo se me puso brioso, se me zafó de las riendas y el león que me ve, se lanza sobre mí, en ese instante aparece otro león a mis espaldas y se lanza agarrando al otro por los aires y comenzó la feroz lucha, se paraban en dos patas, se daban con sus garras y se escuchaban los grandes rugidos como truenos, ya mi caballo ni lo miraba, yo sólo puse los brazos sobre mi cabeza y quedé ahí mismo agachado, de pronto un silencio, volví a ver hacia donde estaban los dos leones y habían desaparecido, me fijo bien ¡eh! sólo estaban las dos puntas de las colas, se habían hartado los dos, ¡sí! los dos se comieron uno al otro, ¡que ferocidad de animales!

Tuve que caminar mi buen trecho hasta que vi a mi caballo, me estaba esperando más adelante, era un fiel animal, ya el susto de los leones le había pasado, lo agarré por las riendas y me monté, así continué mi camino.

Al rato escucho otro rugido ¡Eh! ¿Y eso que será? me dije, era un rugido más fino, como de tigrillo, pero mi caballo de nuevo se puso nervioso y se me para en dos patas y pega la carrera en dirección contraria, pero no me votó, las ramas más bajas de los árboles me pegaban en el rostro, no podía detener al animal que iba a todo galope, ¡Joo! ¡Joo! Le decía mientras le jalaba con fuerzas las riendas hasta que se detuvo, ¡Shss! Quieto amigo, lo trataba de calmar acariciando su pescuezo, pero yo miraba oscuro en un lado, me toco la cara y siento que no tengo un ojo, ¡ala chocho! y me regreso a buscarlo, ahí iba con sólo un ojo buscando el otro que se me había perdido, y allí estaba, entre las ramas había quedado colgado, lo agarro, lo sacudo porque ya estaba lleno de hormigas y me lo pongo, ¡hey jodido! me lo había puesto al revés, me lo quito deprisa y me lo vuelvo a poner, esta vez me lo puse bien, que feo se ve uno por dentro. Pero bueno, sigo mi camino y de nuevo ese rugido de tigrillo, ¡Shss! le decía a mi caballo, me bajé, lo amarré y me fui en dirección al ruido, ahí estaba, era un gato salvaje, bien bonito y como se miraba manso me le fui acercando despacio, él no se movía ni hacía más ruidos, me lo quería llevar para tenerlo como mascota, ya lo estaba acariciando cuando ¡Plash! me lanza un tapaso y me muerde el dedo, cuando me fijo, ya no tenía mi anillo, un anillo grueso de oro que me lo dejó de herencia mi papá, el gato se lo había tragado, ¡Ah, no! ¡Eso si que no! dije y le meto la mano en el gaznate hasta la panza, agarro el anillo y lo halo con fuerza, pero también agarré el estómago del animal y lo volteo como calcetín, ¡Huy! ¡Que feo se ve un gato al revés! Pero vean, sale el gato como loco pegando contra todo lo que estuviera en su camino, claro el animal iba ciego.

Bueno, al fin llegué a la finca de mi compadre, allí estaba él, platicamos, tomamos “culo de buey” (cususa) y luego me vendió dos toretes y una vaca, ese mismo día ya iba para mi casa.

Llegué al poco rato a mi finca, esa noche ni llovió, pura bulla fue, sentado en mi silla mecedora, tomándome mi cafecito, observaba el montón de quiebra platas (luciérnagas) regadas por todas partes, parecía una gran alfombra con lucecitas de navidad, miraba una con una luz de un color distinto, alumbro con mi potente foco y veo un arbusto que sólo se mueve, ¡Eh! ¿Y eso? me digo, pero no le puse mucha mente, vuelvo a ver más hacia la izquierda y otra vez la rara quiebra plata y le pongo de nuevo el foco, otro arbusto que sólo se mueve, ¿Será algún animal que anda por ahí? ya me inquietó, apago el foco y aparece la lucecita por otro lado, se encendía y se apagaba con un movimiento distinto a las otras, le vuelvo a poner el foco, otro arbusto que se mueve, en eso, alumbrando estaba todavía cuando veo que sale del arbusto poniéndose de pies Genaro, uno de los peones que trabaja en la finca, estaba fumándose un cigarrillo y me dice: ¡Idiay hombre, no me vas a dejar cagar tranquilo! y yo que suelto la carcajada, ¡Ah, sos vos! le digo, pero yo no me aguantaba la risa. ¡Hay! las cosas que a uno le pasan.

Así terminó Juan Ventura su cuento de camino, todos nos reímos de esto último que más parecía un chiste.

El Pez Gordo

Mauricio Valdez Rivas 

—Mañana te atrapo, mañana vas a ver —le decía todos los días a un pez un campesino que acostumbraba cortar y recoger leña en un bosquecillo no muy lejos de donde estaba su humilde vivienda, por allí pasaba un riachuelo donde él se detenía a pescar, habían muchos peces pero uno en particular llamaba su atención, era un guapote, el más grande de la poza a ése lo quería atrapar, pero era tan astuto el pez, que siempre lograba escaparse hasta del mismo anzuelo llevándose la carnada y otras veces se mostraba tan escurridizo que ni tan siquiera picaba. Cada vez que el campesino se iba, el guapotón alegre, daba saltos fuera del agua como burlándose del hombre.

Cuando llegaba a su casa les decía a sus hijos:

 —Un día de estos, hijos míos, les traeré un gran pescado gordo, pues ya estoy aburrido de traerles sólo pequeños pescaditos.

Pero los días pasaban y nada que lo atrapaba, ni porque le ponía todo tipo de carnadas; él le ponía chapulines, él le ponía mazamorras, él que gusanos y hasta trozos de tortilla le tiraba al agua a ver si así salía a la superficie y darle un sólo sopapo en la jupa, pero nada, por eso es que estaba gordo el bandido pez, de tanto que el campesino le daba de comer.

Una vez el campesino quiso atraparlo con sus propias manos; se zambulló en las turbias aguas de la poza y con los ojos bien abiertos trataba de ver dónde se escondía el pez gordo, vio una pequeña cueva; y ahí estaba dormido, adivinen quién, pues sí, el pez gordo. Con mucho cuidado y tratando de no hacer ruido estiró sus brazos y ¡zas! atrapó al pez, éste se retorcía de un lado a otro tratando de escaparse. El hombre asomó su cabeza fuera del agua, tomó una bocanada de aire y en ese mismo instante el pez se le zafó, era tan gordo y fuerte que no lo pudo sostener con firmeza. Por más que lo volvió a buscar ya no lo encontró, tuvo que regresar una vez más a su casa, con sólo unos cuantos pescaditos para cenar.

En la mañana siguiente, el campesino fue, como ya era costumbre, a intentar atrapar al escurridizo pez; —esta vez fabricaré una lanza— dijo y se puso a cortar una vara, agarró la rama de un árbol y en seguida se alborotaron unas abejas, le comenzaron a picar y corrió como un loco huyendo de los insectos y se tiró a la poza donde vivía el pez gordo, estando dentro del agua miraba como las abejas revoloteaban en la superficie.

—Si salgo éstas abejas me seguirán picando, pero si no lo hago me puedo ahogar —pensaba muy afligido el pobre hombre.

Ya el aire se le estaba acabando, no podía contener más la respiración, de pronto el pez gordo apareció saltando fuera del agua, saltaba de un lado a otro, por encima del campesino y cada vez que lo hacía se pasaba tragando una abeja, hasta que éstas asustadas se fueron, así el campesino pudo respirar sin ser picoteado y comprendió que el pez le había salvado la vida.

Salió de la posa dispuesto a irse para su casa dejando tranquilo al pez cuando escuchó un tremendo ruido que venía de lo más profundo del bosque, los pajaritos volaban asustados, los venados corrían huyendo, todos los animales querían escapar del lugar por donde venía el infernal ruido, El campesino caminó durante unos minutos hasta que llegó donde unos hombres que derribaban árboles con sus motosierras y él les gritó:

—Deténganse, no sigan.

—Fuera de aquí, esta propiedad es privada —le dijeron los hombres enojados y campesino tuvo que irse.

A día siguiente no pudo levantarse, estaba enfermo, nadie sabía que es lo que tenía, sus hijos creían que tal vez era por tanta obsesión que tenía por atrapar al pez gordo: —lo atraparemos por ti— le dijeron a su padre, pero éste les aconsejó diciéndoles:

—No crean que ese pez tiene la culpa de que yo esté enfermo, él es un buen pez, ahora lo considero mi amigo— y les contó lo que le había pasado con las abejas.

A los pocos días se curó y lo primero que hizo fue ir a visitar a su amigo el pez, pero se sorprendió al ver que en el pequeño bosque casi no quedaban árboles, ya no había lugar donde los animales pudieran vivir. Observó con espanto que el riachuelo se había secado y muchos peces estaban muertos, corrió a la poza de su amigo y allí estaba en un pequeño charco lleno de lodo, se le acercó y vio como el pobre animalito se esforzaba por respirar dando su último aliento de vida.

—¡Oh mi amigo! ¿Qué te han hecho? —dijo con profunda tristeza y sus lágrimas caían sobre el gran pez que ya no se movía, ni sus lágrimas pudieron resucitarlo y allí lo dejó ya sin vida.

El tiempo pasó, el campesino se fue a la ciudad. Donde hubo bosque ahora hay cultivos y casas, sólo un gran árbol rechoncho permanece en la zona, se distingue a lo lejos por sus frondosas ramas, un árbol que nació y creció justamente donde estaba la poza del gran pez gordo.

El Duende Zeta

Mauricio Valdez Rivas

Una mañana Carolina despertó riéndose, sentía que algo le hacía cosquillas en las plantas de sus pies, escuchó una ricita y preguntó: ¿Quién está ahí? Descobijó sus piecitos y vio a un pequeño duende vestido de rojo que le hacía cosquillas con una pluma, éste le sonrió y le dijo:

—¡Hola Carolina! Vine a hacerte compañía.

— ¿Y tú quién eres? —le preguntó la niña sorprendida.

—Mi nombre es Zeta, y soy un duende amistoso al que le gusta hacer reír a los niños.

El duende sacó de su bolsillo polvo de hada y lo lanzó al aire, y muchas mariposas de todos los colores revolotearon por todo el cuarto, Carolina se reía y estaba maravillada de la magia del duende.

Las mariposas se desvanecieron y Carolina buscó a Zeta entre sus sabanas, por debajo de la cama, por todos los rincones de su habitación y no lo encontró, de pronto vio que una de sus muñecas de trapo comenzó a caminar sola, ella se asustó, pero pudo ver que era Zeta la que la sostenía por detrás.

— ¿Estabas invisible? —le preguntó Carolina.

—Sí —le dijo—, nosotros los duendes podemos desaparecer y hacer cosas estando invisibles, nos dejamos ver por los niños pero nunca por los adultos, pues éstos siempre nos quieren hacer daño.

Carolina agarró su muñeca, la puso en su lugar y dijo:

—Pero yo tengo que decirle a mi mamá que tú eres mi nuevo amiguito.

—¡No! —dijo Zeta—, guardemos este secreto, que esto quede sólo entre tú y yo.

Carolina no le hizo caso y le fue a contar a su mamá, pero por supuesto que su mamá no le creyó y esa noche cuando una vez más se disponía a dormir, de nuevo le apareció Zeta, esta vez se veía enojado y le dijo:

—¡No guardaste nuestro secreto!

Y se puso todo feo; los dientes se le salieron, sus uñas crecieron y se veía todo verde, sacó otra vez de sus bolsillos polvo de hada y lo sopló en la cara de Carolina, ella no podía respirar, Zeta se reía a carcajadas y de forma maliciosa, en eso aparecieron cuatro duendes más, éstos vestían de azul y rodearon a Zeta, lo agarraron con fuerza como que se lo llevaban preso y desaparecieron con él, sólo se escuchaba a Zeta gritar: Déjenme, no me lleven.

Después del silencio Carolina pudo respirar con normalidad y se puso a llorar, en eso su mamá entró corriendo a la habitación y la abrazó calmándola y diciéndole que había tenido una pesadilla.

—No mamá, no fue una pesadilla, era Zeta el duende de quien te hablé.

Las dos quedaron abrazadas por un largo rato hasta que la niña se durmió. Con el tiempo Carolina casi olvidó lo sucedido y hasta llegó a creer que realmente se trataba tan sólo de una pesadilla, lo bueno era que, ya sea en sueños o en la realidad, nunca más volvió a ver a Zeta, el duende malo.

Y es que por generaciones se ha creído que si un niño o niña lo desea, puede llegar a conocer a los duendes, sólo tienes que desearlo de verdad y preguntar en voz baja antes de dormir: ¿Duendes están aquí? Pregunta todas las noches y una de tantas, en cualquier momento, aparecerán los duendes jugando y haciendo travesuras bajo tu cama o entre tus sabanas, pero ten cuidado si te aparece un duende cuando tú no has llamado a ninguno y dice ser tu amigo, ese puede ser Zeta, no le creas nada de lo que te diga y mándalo a la porra.

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MORALEJA

♦  No toda persona que se te acerca y dice querer ser tu amigo, puede tener buena intenciones, pueden ser lobos vestidos de ovejas.

El Cazador de Ceguas y El Tesoro de La Mocuana (I)

Mauricio Valdez Rivas.

Basado en Los cuentos de mi abuela

Cuentan los ancianos del Norte, que muy cerca de un pueblecito que está entre Estelí y Matagalpa, vivió, hace muchos años ya, un cazador de animales feroces, arrecho el hombre, no le tenía miedo a nada. Cazaba en un bosque cerca de dónde él vivía, había grandes árboles muy altos y frondosos, lo atravesaban barios ríos pequeños y la fauna era abundante.

Dicen que un día, como de costumbre, el cazador se fue al bosque, pero esa vez, todo estaba en absoluto silencio, los pájaros no se oían cantar, el viento no soplaba, los árboles inmóviles parecían tenebrosos, las quebradas estaban secas y los peces habían desaparecido, no se veía ningún animal. La gente del poblado comenzó a murmurar que tres malvadas brujas se habían despertado de un largo sueño y que por ellas el bosque estaba maldito.

Por las noches, muchos campesinos eran víctimas de las Ceguas, Micos Brujos y Chanchas Brujas. No son Chanchas Brujas, decía el cazador, son brujas chanchas.

El cazador estaba enojado y ya que no había más animales para cazar, decidió cazar a las Ceguas.

Una noche, a eso de las once, se escucharon unos alaridos que provenían del bosque, el cazador creyendo que se trataba de una víctima de las brujas, fue a rescatarla, se puso su cotona al revés, se amarró los pantalones con su cordón bendito de San Francisco y agarró su alforja que contenía granos de mostaza, y salió como quien se lo llevaba el diablo, siguió el sendero por donde se escuchaban los gritos, cuando llegó al lugar todo estaba en silencio, luego se oyeron tremendas carcajadas a su alrededor, el cazador sintió una palmada en su espalda, voltea y se ve frente a frente con una Cegua, su corazón palpitaba a todo mamón como tambor, era lo único que se escuchaba, por primera vez el cazador sintió miedo.

La Luna estaba llena, sus rayos de luz se filtraban entre las ramas secas de los tenebrosos árboles, el cazador pudo ver con claridad al espanto que vestía hojas de Chagüite, su cuerpo deformado, parecido al de una mujer era de cepa y su pelo de cabuya, de su boca salían grandes dientes de cáscaras de guineos. La Cegua ya estaba por atraparlo cuando éste sacó su cordón bendito y se lo tiró en su cara, la Cegua quedó paralizada, con gran rapidez el valiente cazador le amarró los brazos con unos bejucos, al rato la estaba halando, como si tratara a una mula. De pronto aparecieron dos Ceguas más y comenzaron a seguirlos. El cazador sacó de su alforja, los granos de mostaza y los lanzó al suelo, frente a las dos Ceguas, estas se detuvieron a recogerlos y así se escapó con su prisionera hasta llegar al poblado, allí en la plaza la amarró en una palmera de pijibai y le dijo:

—Cuando amanezca, todo el pueblo sabrá quién eres, y de seguro te darán una tremenda paliza.

— ¡Aaay! Dejame ir —dijo la Cegua adolorida con una voz cavernosa—, si me dejas libre te diré donde están tres tesoros, serás el hombre más rico del mundo.

Al cazador le pareció muy tentadora tal propuesta y después de pensar por un instante le dijo:

—Primero dime tal secreto y luego te suelto.

— ¿Eres a caso un hombre de palabra? —le preguntó la Cegua— ¿De verdad me vas a soltar?

—La palabra de un cazador vale por un millón que la de cualquier bruja. Vamos, habla ya —le dijo y la Cegua comenzó a hablar.

—El primer tesoro está en una gran cueva pasando el bosque maldito, el segundo; en la vieja ciudad de León y el tercero en una isla de dos volcanes que está en medio del Gran Lago.

El cazador la desató de la palmera, pero no de los brazos y le dijo:

—A medias te libero porque a medias me has dado la información.

—Yo te puedo decir cómo llegar al primer tesoro —dijo la Cegua— pero para llegar a los otros, les tendrás que preguntar a mis hermanas.

Se fue el cazador de regreso con la Cegua amarrada hacia donde estaban las otras, éstas permanecían recogiendo los granos de mostaza.

— ¿Cómo puedo llegar a esos tesoros ocultos de los que su hermana me ha hablado? —les preguntó el cazador con voz fuerte, pero no obtuvo respuestas.

Entonces volvió a sacar más granos de mostaza de su alforja y empuñándolos con el brazo extendido les hizo de nuevo la pregunta, y las Ceguas gritaron:

— ¡No por favor, no lo hagas! — y le dijeron todo lo que él debía saber para obtener los tesoros.

El cazador les arrojó unos cuantos granos, lo suficiente para poder escapar una vez más y se fue.

Las tres Ceguas le habían dicho cómo llegar a esos tesoros, y también cómo defenderse de los fantasmas que los custodiaban. El espíritu de la Mocuana era el primero en que se enfrentaría el valiente cazador.

Así, al día siguiente con su caballo llamado Cholenco, y se fue rumbo a encontrar el primer tesoro, llevaba en su alforja frascos de agua bendita, su inseparable cordón de San Francisco, y no olvidó llevar también una gran alforja vacía para traerla llena de oro.

Tomó como sendero el riachuelo seco que le habían indicado una de las Ceguas, llegó a un gran montículo de piedras cubiertas con vegetación, siguió hacia donde el Sol se oculta y al salir del bosque pudo notar a lo lejos una gran cueva. Ya estaba por llegar cuando escuchó una dulce voz que le preguntó:

— ¿Hacia dónde se dirige valiente señor?

Era una joven de apariencia indígena que estaba sentada en una gran piedra a orillas del camino. El cazador no le distinguía bien el rostro, pero podía verle su piel canela y su hermosa cabellera negra que le llegaba hasta sus bien formadas caderas, su vestimenta era escasa, lucía unos brazaletes y pendientes que brillaban bajo el resplandeciente Sol. La joven caminó hacia donde él estaba y por más que intentaba el cazador de verle el rostro, no podía, se bajó de Cholenco, y se restregaba los ojos como no dando crédito a lo que veía, o mejor dicho a lo que no podía ver. La indita lo abrazó y le dijo:

—Ven conmigo te llevaré a mi cueva.

El cazador se quedó mudo, la indita que era la Mocuana, todavía abrazándolo le preguntó:

— ¿Has visto a mi amado? ¿Por qué no ha regresado?

Con mucho esfuerzo el cazador se desató su cordón y lo puso alrededor de la indita, se escuchó un triste lamento y ésta desapareció ante la mirada perpleja del pálido hombre, que siendo un valiente cazador de Ceguas estaba más asustado por no poder hablar que por haberse topado con el fantasma de la princesa india, la Mocuana.

¡Eh! Que chiche me salió —dijo sacando pecho el cazador una vez que pudo hablar. Siguió caminando hasta llegar a la cueva, cuando entró no vio ningún tesoro, encendió una antorcha y buscó más adentro, pero sólo encontró un par de bolitas de oro, seguramente de algún collar y extrañamente un par de lentes empañados.

—Malvadas Ceguas –dijo enojado, y se fue con sus dos bolitas de oro y sus lentes en busca de los otros tesoros.

El Cazador de Ceguas y el tesoro del Coronel Arrechavala (II)

Mauricio Valdez Rivas.

Basado en Los cuentos de mi abuela

Partió nuevamente el cazador con Cholenco, esta vez rumbo al occidente del país, le tomaría varios días llegar a la vieja ciudad de León. Esta ciudad quedaba cerca de un volcán de cuyo cráter salía grandes bocanadas de humo, esa era la señal que indicaba que iba por el camino correcto, según le había indicado otra de las Ceguas.

En la entrada de la ciudad vio a una anciana que vendía guacales y el cazador le preguntó:

—Viejita, ¿dónde queda una finca llamada Las Arcas?

—Vaya hacia allá, hasta llegar a un pozo, no beba de esa agua porque está embrujada, luego verá un caminito de piedras volcánicas a la derecha, ese es el que conduce hasta la finca que busca. Pero tenga cuidado, no vaya a encontrase con Arrechavala.

—Gracias —dijo el cazador y le compró un guacal a la anciana.

Siguió cabalgando hasta llegar al pozo, sacó agua de allí y con el guacal: ¡Glup! ¡Glup! ¡Glup! Tres tragos pegó, no haciendo caso a lo que le dijo la anciana.

Se fue por el caminito de piedras y llegó a la finca, allí se encontró con un viejo que también venía a caballo, lo raro era que éste venía vestido como un soldado, al pasar cerca del cazador, el viejo le dijo:

—Tenga cuidado, que éstas son tierras prohibidas, será mejor que se vaya.

Cuando pasó, el cazador volteó a ver, pero el viejo había desaparecido.

— ¡Eh, ideay! ¿Otro fantasma? —dijo, pero no acababa de enderezarse cuando ¡Flach! Sintió un latigazo en su rostro que hasta le botó el sombrero, y ¡Flach! otro más en la espalda.

¡Hey, jobero! —dijo el cazador— ¿Quién me está dando de latigazos?— Pero no miraba a nadie.

Sacó de su alforja los anteojos y se los puso, y así pudo ver lo que tenía en frente; era el viejo que recién había pasado, estaba con un gran látigo montado en su flaco caballo.

—Tus latigazos no me pueden hacer ningún daño, pues he tomado agua del pozo embrujado y con estos lentes no te me puedes esconder.

El viejo, que se parecía a un tal don Quijote de la Mancha, era nada más y nada menos que el mismísimo fantasma del coronel Arrechavala que cuidaba su tesoro, éste quedaba viendo extrañado al cazador cómo preguntándose de dónde habrá salido éste fulano.

El cazador bajó de Cholenco, y se fue a orinar a las patas del caballo de Arrechavala, al instante éste se esfumó, ya ni con los anteojos se podía ver por ningún lado el viejo fantasma. Claro que todo eso hizo el cazador por indicaciones de la Cegua.

Recogió su sombrero y con una pala comenzó a cavar justamente donde estaba parado el fantasma del coronel, sacó gran cantidad de tierra, pero nada de oro, sólo latas de viejas armaduras y basura.

—Malvadas Ceguas —dijo y nuevamente sus grandes alforjas las llenó, pero de aire. Esta vez fue hacia el sur, en busca del tercer y último tesoro.

El Cazador de Ceguas y el tesoro de Charco Verde (III)

Mauricio Valdez Rivas

Basado en Los cuentos de mi abuela

Descontento y desanimado, el cazador llegó a la ciudad de Granada, ahí tuvo que dejar a Cholenco hasta su regreso para poder abordar una lancha que lo llevaría a la isla de dos volcanes. Al llegar, le prestaron un caballo llamado Cacreco y se fue al lugar que le dijo la última de las Ceguas, era una pequeña ensenada que formaba una lagunita, llamada Charco Verde.

Ya estaba flaco el pobre cazador, no tenía ni que comer, los reales que llevaba de la venta del poco oro de la Mocuana lo había gastado, pero su avaricia era mayor que su desgracia y dispuesto a encontrar el último tesoro, entró a la pequeña laguna y se hundió. Ya en el fondo, entre las aguas turbias, pudo divisar algo que brillaba, creyendo que se trataba del tesoro se dirigió hacia allí, el brillo se hizo más intenso y una luz lo envolvió, de pronto se encontró fuera del agua y en un lugar extraño pero muy bonito, era una finca, a lo lejos se miraba una casona, el cazador siguió el camino que conducía a esa casa de apariencia abandonada, mientras se acercaba escuchaba lamentos, chillidos y mugidos, en el corral, vio con gran asombro, unas personas gordas que estaban amarradas y los finqueros las convertían en cerdos, toros y vacas. Un hombre alto y flaco de mirada maligna se dirigió hacia el cazador, éste salió en guinda huyendo, tropezó y cayó en un hoyo hundiéndose en el lodo hasta la cintura, ya veía que el hombre flaco casi lo atrapaba cuando se hundió por completo y apareció como por arte de magia,  nuevamente en las aguas de la laguna. Ya era de noche, se veía la Luna y su reflejo sobre el agua, el cazador salió de la laguna y en su mano traía un viejo peine de oro.

Según cuenta los lugareños, todos los viernes santos el fantasma de una bella india, sale del centro de la laguna a mediodía, peinándose con el peine de oro, nadie sabe por qué, pero sí se sabe que allí hay una entrada secreta, un pasaje mágico hacia unas tierras extrañas donde está una finca llamada El Encanto, ahí había entrado el cazador buscando el tesoro, pero de nuevo no encontró nada, sólo el peine.

—Malvadas Ceguas —dijo nuevamente y en su alforja metió el peine y luego hizo una fogata.

Las aguas de la laguna estaban tranquilas, pero de pronto comenzaron a agitarse, salió de allí, justo por donde él había recién salido, la india con su larga cabellera buscando su peine. El cazador sacó unos frasquitos con agua bendita que traía y los puso alrededor de él, también puso de almohada sus alforjas y muy tranquilamente se echó a dormir, la india no se podía acercar, aparecía por un lado y por otro hasta que amaneció y ella se desvaneció junto con la noche y ya no volvió a aparecer más.

El cazador tomó sus cosas, y se fue cabalgando, dejó a Cacreco y se fue de regreso a su casa. Al llegar a su pueblo se fue en busca de las Ceguas para vengarse, pero se dio cuenta que el bosque ya no estaba maldito, el canto de los pájaros se oían por todos lados, los árboles se veían verdes y frondosos, en las quebradas corría mucha agua y los peces saltaban de alegría, habían vuelto todos los animales y los pobladores estaban felices porque las brujas se habían ido.

El cazador de Ceguas volvió a ser el cazador de animales salvajes, pero no por mucho tiempo, dicen los ancianos del lugar, que se fue en busca de las Ceguas. También dicen que otra vez atrapó a una de ellas y que esta vez le dijo que encontraría un tesoro en el gran pueblo de Chinandega, el tesoro de los duendes del Chonco, y que ese sí era real, pero ya no le creyó y la dejó amarrada en donde todo el pueblo la viera. Las otras dos Ceguas siguen huyendo del cazador, van de bosque en bosque, pero algún día las atrapará.

Si escuchan que un bosque está maldito, de seguro encontrarán allí, al cazador de Ceguas y posiblemente también a su fiel amigo; Cholenco.

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MORALEJA

♦  Cuando uno es tan ambicioso, puede perder lo que tiene por querer más.

♦  No hay que creerles a las brujas; ni a personas de mala reputación.

♦  Es bueno no temerle a nada, todo y cuando sepas a que te enfrentas    y cómo combatirlo.

Amar hasta fracasar

Hay escritos curiosos que se han hecho con el lenguaje. Versos que se pueden leer al revés y al derecho, guardando siempre el mismo sentido,...