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martes, 1 de marzo de 2022

El pollo de los tres

Fernando Silva

(De cuentos de Tierra y Agua, 1965. Tomada de Cuentos nicaragüenses. Selección, introducción y notas de Sergio Ramírez. Managua. Editorial Nueva Nicaragua.1993)

El sargento se acomodó en la silla y se quedó viendo al indio.

-¿Con que sos vos el que le roba los pollos al Padre Hilario –le dijo

El indio bajó la vista. El sargento apartó la silla y se levantó.

-Este indio no sabe que es pecado robarle al padre –dijo dirigiéndose al otro hombre que estaba allí con unos papeles en la mano. El hombre se rió.

-…¡No!; si no es cuestión de risa –dijo el sargento poniéndose serio.

Ahora vas a ver –dijo señalando al indio-, te voy a encerrar y vas a pagar cada uno de los pollos que le cogiste al padre.

El indio volvió al ver al sargento y arrugó la frente.

-Si los pollos no me los comí yo –dijo.

-¿Quién se los comió, entonces? –le preguntó el sargento.

-…Tal vez el zorro -dijo el indio.

El sargento se rió -¡Ja! ¡ja! ¡El zorro! –repitió- el zorro sos vos ¡Zorro cabeza negra, ah!

-Pues … si es cierto –dijo el indio.

-No me vengás con esos cuentos. ¿Qué acaso no te vieron a vos cargando con esos pollos?

-Esos no eran los pollos del Padre.

-…¿Y de quién eran los pollos, pués?

-Pués… si esos no eran pollos. ¡Eran solo las plumas!

-¿Cuáles plumas?

-Pues si es que yo solo venía ahí para el otro lado… ¿Ve?... y me hallé las plumas. ¡Ehé! –dije- tal vez me sirven para una almohadita… y las recogí; y entonces, el cura que andaba buscando, quizá sus pollos me vió, y bien y me dice: -¡Eih, Ramón… ya te ví! Te me estás llevando los pollos!... y así es sargento.

El sargento se salió a la puerta. Afuera estaba lloviendo.

“Este indio no es baboso” –pensó.

* **

El Padre Hilario estaba limpiando una lámpara de kerosine.

-Buenas tardes Padre –lo saludó el sargento.

-Buenas tardes, hijo –le contestó el padre.

-Ya agarré al indio Ramón, el roba pollo.

-Hay que castigarlo, sargento. Es necesario, porque así comienzan. Primero es un pollo y después es un caballo. Así es el pecado: chiquito al principio… y después se engorda.

-Padré –dijo el sargento -¿está seguro usted que el indio se le cacho el pollo?

-¿Qué si estoy seguro? …¡Ah!... ¿Qué acaso no lo vi yo? …¡veas qué cosa!

-Pero dice Ramón que no era un pollo lo que él llevaba

-¿Qué no era el pollo? …¿y que era entonces?

-Pues yo no sé… como usted lo vio.

-Pues era mi pollo… ¡Yo lo vi!

-Bueno, lo que usted diga; pero ahí traje yo al indio para que se entienda usted con él.

El indio entró con el sombrero en la mano. El sargento se quedó medio sonriendo, apoyado en una mesa que estaba pegada a la pared. El Padre dejó a un lado la lámpara que tenía.

-¿Ahora te negas que te robaste los pollos? –le dijo el Padre.

-Yo no me estoy negando –dijo el indio, hablando bajo.

-¡Ya ve pues, sargento! –exclamó el Padre.

-…Es que yo le dije al sargento –siguió el indio- de que usted no me vio a mí con su pollo.

¡Aha! …¿Qué no te vi yo? …Que acaso no te grité: ¡Eih, Ramón, no te lleves mi pollo! …y entonces saliste corriendo.

-Sí, yo salí corriendo; pero salir corriendo no es que uno se robe un pollo, porque correr no es prohibido…

-¡Ah… no! –dijo el cura- vos te robaste el pollo.

-No padrecito… si solo eran las plumas…

-¡Plumas! …¡Ladrón! …y querés todavía enredarlo todo. ¡Dios te castigue por robarle a pobre Padre. El sargento se acomodó la gorrita de la G.N., le puso la mano en el hombro al indio y le dijo ¡Munós!... El padre los quedó viendo desde donde estaba.

-Que me pague mi pollo –gritó. El sargento salió con el indio.

-Ya vistes –le dijo- el cura tenía razón. Te le robaste el pollo y lo vas a pagar. El indio se quedó viendo al sargento.

-Si no era pollo –dijo.

-¿…Y que era, pues? –le preguntó el sargento.

-Tal vez araña –dijo el indio-. Si solo pluma era el desgraciado; si figúrese que a mí me ha costado engordarlo. Flaquito el animalito estaba… por eso es que le digo que no era pollo… si era solo plumas… y ahora… viera sargento, ya está bien gordito. El sargento volvió a ver al indio.

-Andá pues traele el pollo al padre y se lo devolvés.

-Bueno –dijo el indio- ¿pero no me había dicho usted que mañana que llegue a la dejada del Santo se iba a quedar a comer en mi casa? ¿Ah?...

-Ah, es mañana, verdad? –dijo el sargento, pensando, y se quedó un ratito allí donde estaba.

-Sí… es mañana, pues –le dijo el indio sonriendo- y mientras se iba ya caminando para el otro lado.

Entonces el sargento dio la vuelta y como estaba lloviendo se fue ligero.

El bote

 Fernando Silva

—¿Y ése es suyo?

—Sí; también aquella otra— me dijo señalando a la muchachita.

—Vení, vos, dé los buenos días, malcriada.

La muchachita era toda dundita, se parecía a una palomita de barro.

—Aquellos otros son también míos, nos dijo la vieja señalándonos a otros negritos que estaban jalando agua.

Con nosotros andaba el Sultán, el perro de la finca. A la vieja le gustó el animal, le pasó la mano por el lomo y me dijo.

—¿Y éste qué corre?

—Pues todo, le contesté.

—Es bueno, me dijo y le sobó la cabeza.

—¿Y aquí vive sola?, le pregunto yo.

—Unas veces, me dijo.

El rancho de Los Robles mejor parecía una jaula. Había adentro un cocinero, un jicarero con unos tarros y un guacal en un banco tapado con un trapo sobre el que estaban pegados un montón de chayules.

Nosotros nos habíamos venido por el camino para entrar al río por la loma de Los Robles, porque el llano estaba lleno.

—¿Señora, —le dije yo a la vieja— me puede facilitar un bote? Le voy a pagar el alquiler.

—Si no hay bote, me contestó.

—¿Y ése no es de aquí?, le dije señalando uno que estaba amarrado en la orilla.

—Ese bote no.

—¿Y por qué?

No me contestó la vieja; a mí me pareció raro.

—¿Vea —le volví a decir— y por qué no me lo alquila?

—No —me dijo— no se puede, ese bote no se alquila.

Entonces ya no le dije ni media palabra de bote. Pero al rato y sin volver a verme, como si no fue conmigo; cogiendo de un lado para otro, apartando un taburete, arreando una gallina, pepenando un palo me fue diciendo:

—“Ése era el bote del dijunto Pedro. Yo vine aquí de la Azucena, hace años; de aquí era él. Él hizo este rancho y yo le tuve estos hijos. Pero él se me enfermó del bazo, se me fue poniendo mayate, mayate; no hubo remedio que le llegara, arrojó la bilis después sólo los huesos era, hasta que quedó en ánima. Este bote era del”.

La vieja se levantó a arrear un chancho que estaba rascando en la pata del cocinero, después volvió y siguió:

—“Y no le gustaba que se lo tocara nadie”.

—¡Panchó! —le gritó al muchacho— ¡Ve a ver si no anda la yegua en los siembros!

—“Él dijo que ese bote era del” — me volvió a repetir la vieja—.

—¡Julián!, le gritó al otro muchacho, que andaba con un mecatito. Andá traeme unos palos pal fuego.

Luego la vieja se levantó de donde estaba.

—Ni yo lo ocupo, me dijo y se volvió a sentar.

El hotel

Fernando Silva

Como era la última noche que iba a estar en Boaco, no tenía ninguna razón para llegar temprano al hotel adonde se había apeado. Entonces se anduvo recorriendo el pueblo. Fue al cine y después se quedó fresqueando en el parque, dándose cuenta al rato que ya casi nadie quedaba por ahí. Se vino entonces tranquilo al hotel; pero a esa hora, ya estaba cerrado, y para mayor tuerce, cuando se buscó en el pantalón se fijó que tampoco andaba la llave... El hombre empezó a golpear la puerta. Consiguió, a pesar de llamar varias veces, que alguien del hotel le viniera a abrir. Entonces sacó de su camisa el cuaderno que llevaba de su diario y se sentó allí mismo en el pretil de la acera y apuntó para no dejar fuera ningún detalle, lo que le estaba pasando esa noche. Leyó después lo que había escrito y tal vez cansado, se ha de haber quedado adormilado, sentado en la acera bajo el reflejo de la luz del poste del alumbrado que le cortaba la cara. Sintió algo así como frío, o más bien como un repelo, tal vez por el miedo de sentirse solo. 

—¿No será, tal vez que me estoy muriendo...? —se le ocurrió pensar.

—No. —Le dijo la muerte— Nadie se muere antes de tiempo. 

—¿...ni yo, pues...? 

—Ni vos tampoco, le dijo la muerte.

Eso también lo anotó en el cuaderno. 

En ese momento alguien abrió la puerta del hotel; pero él como estaba ocupado escribiendo no dijo nada. 

Esperó un rato todavía, cuando en eso, vio la muerte que pasó a la orilla por donde estaba sentado en la acera y entró al hotel por la puerta abierta.

—¡Ajá! —le gritó el hombre riéndose— ...entonces es por otro y no por mí por quién venís.
La muerte salió enseguida del hotel. El hombre la quedó viendo sin decirle nada, mientras seguía escribiendo en el mismo lugar adonde se había sentado. La muerte dio unos pasos adelante y se inclinó después, leyendo sobre su hombro lo que el hombre tenía escrito. 

—Corrija eso.. —le ordenó la muerte. El hombre puso el cuaderno sin entender nada. La muerte le agarró entonces la mano para hacerlo escribir lo que le iba a decir. 

—Escriba —le dijo la muerte— ...que el día de hoy 11 de marzo del año 2001, a las 2:00 a.m., ya no le quedan a usted más páginas adonde pueda seguir escribiendo. 

La Perra

Fernando Silva

Salimos en la madrugada de la casa de Victoria, encaramada en un cucurucho de tierra, enfrente del San Juan abierto y a la orilla del Pocosol.

El caño de Pocosol, ondo y oscuro, se mete y se mete en la montaña. Hay lugares secos donde se ve el plan lleno de piedras y hojas muertas, y otros lugares son bien profundos, de azul cerrado donde se bañan los sábalos reluciendo la plata de sus escamas.

Nosostros nos íbamos para las pozas de adentro. Era la época de los laguneros y la luna estaba para eso. Despegamos oscuro todavía. Iban con notros nuestros inseparables perros, el Clavito y la Chula, que eran como marido y mujer. Eran unos perros que se querían mucho.

La perra era de raza cualquiera, pero tenía muy buen corazón, era de color café con una mancha en la frente. El clavito era ateperetado y nervioso, pero tenía buena cabeza. Olía a los chanchos de largo y no latía por tonteras, les habíamos enseñado a ladrar cuando fueran detrás, lo que hacían era llorar impacientes, pero bastaba un pujido de nosotros para que se quedaran quietos dándole a la cola nerviosamente.

Yo les tenía mucho cariño a mis perros, los perros también se encariñan con uno, entienden muy bien ciertas señas, gestos so gritos, tienen mejor olfato que nosotros y tal vez no hablan porque perderían el filo de sus dientes.

Bueno, estaba diciendo que salimos de madrugada. Mis otros compañeros, además de los perros, eran Ruperto y Chente Méndez. Ellos me conocían a mí desde chiquito, yo les había enseñado a ellos las letras y los números y ellos me habían enseñado a mí los canales del raudal del toro y el pegadero de Los Chingos, y a manejar la palanca en las chiflonadas.

Era temprano todavía. El cielo lleno de estrellas como si lo hubieran pringado con oro. El lucero hermoso de la mañana encima de los cedros oscuros, se abría como una flor de luz. Ibamos sobre el río metidos adentro de las sombreas, solo se oía el ruido del canalete y el golpe del agua. Llegamos en las primeras pozas todavía temprano, apeamos nuestras cosas, después cortamos unas varas e hicimos nuestro ranchito con tapesco y cubierto con palmas de Yolito verde y brillante, cerquita del río, que nos daba el agua en las narices, entonces nos recostamos a dormir un rato.

El viaje es un poco largo, como a las once salimos de nuevo armados y listos para la pesca, cada uno iba por su lado, chepe cogió la orilla con el arpón, yo llevaba un chuzo e iba en el bote y Ruperto se quedó haciendo la comida, cuando regresamos era ya de tardecita.

Cogimos como cuarenta animales, es divertidísimo, los laguneros salen casi a flor de agua. otras veces van refundidos y como son tas oscuros de color y el agua es tan clara en las pozas, es fácil verlos, cuando va uno en bote hay que tener cuidado de que la sombra del cuerpo de uno no les caiga encima a ellos, porque entonces se las manda a jalar, cuando se ve unas popas de agua es casi seguro que allí no mas sale el animal y caza ¡chact! ¡cchiriíe! entonces se tira el chuzo sin ponerle mucha fuerza para no refundir los otros, algunas veces viene uno solo y se ve llegar el machito de agua.

Otras veces andan en pandillas y unos se van hasta allá al fondo, que vistos de arriba pareciera que están dormidos. Son de todo color, principalmente las mogas, otros son como pringaditos con los ojos rojos. En cuanto volvimos al rancho nos dimos una buena comida.

Hay que ver un buen lomo de lagunero como de tres dedos de grueso, bien asado, con unos bananos cocidos chachaltes y un poco de café negro caliente. Estuvimos temprano tocando guitarra y cantando. Se le sentía todo el peso a la sombra de la noche. La luna estaba a penas pequeñita, apenas se veía entre el monton de nubes. Al rato nos acostamos y nos dormimos. Yo no me acuerdo muy bien lo que pasó enseguida, de repente me desperté. Dormido había oído al peso de la noche unas voces, unos gritos, un gemido feo, yo que sé qué cosas eran.

Salí del rancho. Afuera estaba bien oscuro, abrí mis ojos hasta donde pude en semejante oscurana, y por fin me vine dando cuenta, aunque al principio nada de lo que veía lo entendía. Cuando nos serenamos todos, Ruperto me contó todo lo que había pasado y que era para mí como una pesadilla.

Lo que sucedió fue que yo me había acostado sin apagar el candil, al rato me dormía y como la luz le estorbaba en los ojos, Ruperto se levanto apagarla, en cuanto se puso de pie oyó un ¡charrás!, ¡charrás!, como de algunas pisadas, se fijó en los perros y notó que estaban todos herizos desde las orejas hasta el rabo.

- Chepé!, Chepé! –dijo llamando al hermano que estaba dormido- huele a tigre, hombré. Los indios cogieron sus arpones y se hicieron a aun ladito, ya Ruperto le había visto los bigotes al gato, les pujó a los perros y los perros se quedaron tensos como dos arcos. El animal dio media vuelta a la orilla de la casa, husmeó, husmeó y husmeó, pero en eso vio a la perra y le peló los dientes y se fue echando, echándose como para irse encima. Esa fue la vaina, el perro se dio cuenta de eso y no pudo más, salió chiflado encima del tigre. Claro que no se le fue de viaje de frente, reculó y le latió con furia, el tigre le lanzó un manotón, pero no lo consiguió porque el perro brincó para atrás. En eso Ruperto se le fue encima con el arpón, pero el tigre le arrebató la vara de un manotón, la perra le ladró de un lado y como son tan ligeros esos animales y la perra se había comprometido mucho, el tigre la alcanzó con la uña abriéndole la barriga, Chepe tiró el arpón al aire con toda su alma y se los refundió en los sesos al tigre que ni pujó, dio un solo volantín y quedó muerto como a dos varas de la perrita que boqueaba en un charco de sangre,

Eran como las dos de la madrugada, ya no nos dio ganas de dormir, estábamos todos sonsos, yo había recibido una impresión muy fea con todo aquello, aunque para Ruperto y Chepe Méndez eso del tigre no significaba nada, lo que les pesaba en el corazón era la muerte de la perra, murió al ratito. Nos dolió mucho, el perro estaba tristísimo y lloraba y lloraba.

Resolvimos echar la perra al agua y eso fue peor, el perro pasó la noche haciendo locuras, latiendo, aullando, metiendo las patas en el agua, olfateando, olfateando y olfateando por todos lados. Entonces nos venimos antes de que amaneciera. Volvimos bajo las mismas sombras, ahora ese ruido de la canaleta sonaba como una danza triste. Íbamos a medio río y el pensamiento de la profundidad del agua en lo oscuro nos llevaba azorosos. Llegamos al puerto en la mañanita, como no era nada bonito contar que a la perra la había matado el tigre tontamente, porque la gente de allí es muy fregada, entonces llegamos hablando mal de la perra y cuanto nos dolía aquello.

- Si no servía la animala, si era pura murriña y ahí la dejamos perdida. Pero lo decía con dolor, eran mentiras, le dolía, aunque dijera lo que dijera, yo sabía que ese indio quería a su perra como a una mano suya, como a un ojo, como a su alma.

Monte de Piedad

Fernando Silva

- ¡Doña Evangelina, doña Evangelina! -la llamó el muchacho.

La mujer se dio vuelta dejando su cara junto a la pared y se estiró un poco sobre la vieja cama.

El muchacho le puso la mano en la frente- ¡’Ta caliente!- dijo.

Ella parpadeó quedándose ahí de lado.

El viejo don Carmen, que estaba adentro sentado en un banco comiendo, se levantó y se vino a donde estaba la mujer acostada. La quedó viendo afligido y en seguida le tocó la frente.

- ¡’Ta que arde!- dijo, y volviendo a ver al muchacho. -Ve, Chico… traele agua, -le pidió; y rascándose la cabeza preocupado le dijo a Chico -Aquí me vas a esperar vos, que yo voy ir hablar con don Emilio, y se fue a sacar la bicicleta para irse.

Chico se acomodó en un cajoncito que tenía cerca mientras esperaba que volviera don Carmen.

Se fijó que en la comodita del cuarto, pegada a la pared, ahí atrás donde guardan en vela a los santos se notaba una cajita cuadrada de madera. Chico se alzó para ver y en seguida se vino a la comodita y agarró la cajita. La mujer enferma lo sintió- No estés tocando nada ahí -le dijo con la voz apagada.

Chico se hizo el que no oyó y abrió la cajita. Adentro halló una cadena de oro, larga, que le llamó la atención.

En eso estaba cuando oyó el ruido de la puerta que ya venía de vuelta don Carmen, entonces sacó la cadena de la cajita y se la guardó en la bolsa.

- Es que don Emilio me dijo que era mejor llamar la ambulancia. Buscame aunque sea una sábana- le dijo al muchacho.

El muchacho se fue al cofre que estaba al fondo del cuarto y sacó la sábana.

-Lo peor es que estoy sin nada- le dijo don Carmen a Chico.

- Pero la ambulancia arregla eso.

- De todas maneras -dijo don Carmen, acercándose a la comidita- no queda más que echar mano de la cadena -pero cuando abrió la cajita no la halló. ¿No has visto vos aquí esa cadena?

- No, no sé -dijo Chico.

La ambulancia estaba llegando y don Carmen dijo que iba a acompañar a doña Evangelina al hospital.

- Quedate aquí, por favor, para mientras vuelvo -le dijo don Carmen a Chico.

Don Carmen volvió hasta el otro día en la madrugada.

- Nada se pudo hacer -le dijo a Chico llorando. Chico no le dijo nada.

- Tengo además la preocupación de la cadena que desapareció, y que ahora me sirviera, por lo menos para los gastos; además de que tu tía Evangelina le tenía mucho apego. Y es que Rito Muñoz, el abuelo de ella, se la dejó; y le dijo que esa era la cadena de su vida. Todo el tiempo se habló en la casa de eso de que la cadena que era la cadena de vida de Muñoz; raro,-¡quién sabe!

Después de unos meses una sobrina de don Carmen se vino a vivir a la casa con don Carmen. Tenía dos muchachitos y se acomodaron bien.

-Gracias a Dios -decía don Carmen- así no quedo solo, porque Chico se fue a Chontales y allá trabaja.

Don Carmen era CPF de la Ferretería “El Clavo”, de don Emilio López, y ahí él la pasaba más o menos.

Chico volvió tiempo después de Chontales y se le apareció en la casa una tarde. Estuvo platicando con don Carmen, como que le llegó a prestar unos reales, pero don Carmen no le resolvió nada.

- Hasta ahora se apareció- le contó don Carmen a la Luisa, la sobrina que vivía con él ahí en la casa -… y a mí no me la hace, porque, ¿qué se hizo, pues, la cadena de la Evangelina?; ¡es raro eso!

Chico estaba viviendo en el barrio de las Américas 2, allí más bien estaba posando donde un amigo, mientras conseguía trabajo.

Todo iba bien hasta una noche que pasó algo de lo que todavía la gente no deja de hablar.

Armando el “Cacho”, que así le llamaban al amigo donde vivía Chico, cuenta que Chico era muy fregado, y que además se tiraba sus churros, por eso tal vez siempre andaba en aprietos. Que prestame diez pesos; que prestame veinte; que mañana te los devuelvo: así era.

Un día, buscándose algo en la bolsa, se le cayó al suelo una cadena de oro.

- ¿De quién es eso?- le pregunté.

- Sí es mía, creelo -me aseguró-, lo que pasa es que no puedo ni venderla.

- ¿Y por qué?

- ¡Ah!, es que como no tengo ningún papel, pueden creer que me la caché, ¿ves?

- Sí, pero estás tan fregado que por lo menos la podés ir a empeñar al “Monte de Piedad”.

- Es buena idea -dijo Chico-, ahora voy ir.

Dice Armando el “Cacho” que Chico ha de haber empeñado la cadena que andaba porque le pagó a él los reales que le había prestado, pero que le contó algo que el “Cacho” no le hizo caso.

- Vieras que desde que empeñé la cadena me están pasando cosas.

- ¿Qué cosas? -le preguntó el “Cacho.

- Como que alguien me está saliendo.

- Saliendo, ¿cómo?

- No sé; que me están asustando.

- ¡Asustando! -y Armando el “Cacho” se le puso a reír.

- Sí, es verdad. Anoche no me dejó dormir un quejido que oía de largo.

- Tal vez algún vecino enfermo sería.

- …y más tarde, alguien que se me sentaba también en mi tijera… y después que yo sentí una mano helada que me pasó por la nuca.

- Dejá de pensar cosas- le dijo Armando el “Cacho” -vos estás volviendo a fumar hierba.

- No, hom…; creelo que no.

- …pues has de estar enfermo tal vez.

- Ve -le dijo Chico agarrándole la manga de la camisa-, aquí ando la boleta del empeño de la cadena en el Monte de Piedad, guardámela por cualquier cosa.

Armando el “Cacho” cogió la boleta, la leyó, y después que la dobló se la guardó en la bolsa.

Eso fue como el martes, el sábado fue todo el asunto.

Que ya sería casi la madrugada cuando ahí en el cuarto donde dormía Chico se empezaron a oír gritos, que la gente hasta se salió la calle a ver, en lo que adentro vieron como un fuego, relámpagos más bien, y Chico salió de adentro ahogándose, con los brazos para arriba, y en seguida se desgajó sobre el suelo con la cara morada.

Llamaron a la Policía y todo, después dijeron que había sido un ataque de asma que le vino dormido.

-¡Quién sabe..!- decía Armando el “Cacho”; aquí ha de haber algo.

- ¿Qués lo que ha de haber?- preguntó una vieja.

Armando el “Cacho” no se quedó tan tranquilo y habló con algunos otros vecinos.

- De todas maneras -le dijo uno- dicen que el hombre tenía asma.

- No- dijo Armando el “Cacho”, si vivía adonde yo vivo. Que era cierto que se volaba sus churros, ¿para qué te lo voy a negar?, pero que tenía asma no.

- De todas maneras -dijo una de las mujeres que estaban ahí- de algo se debe morir uno, ¿verdad?

Armando el “Cacho” no le hizo caso y se vino. Cuando venía en la calle se le ocurrió ir al Monte de Piedad.

Se paró detrás de la barandita del estante y enseñó la boleta de empeño de la tal cadena. El hombre la cogió, la leyó, después se vino a revisar un libro grande, deshojado y café que estaba encima de la mesa; buscó entre las hojas y después se volvió adonde estaba esperando Armando el “Cacho”.

- Ya vinieron a sacar esta prenda -le dijo el empleado.

Extrañado, Armando el “Cacho le preguntó -¿Y me pudiera decir, por favor, cuándo fue que vinieron?

El hombre le señaló la misma boleta que le había devuelto antes.

- Aquí mismo dice que fue ayer en la tarde -le dijo.

- ¿Y quién la vino a sacar?

El hombre alzó la mirada pensando.

- Pues no pudiera decirle -le contestó.
6/dic/06

El aruño

Fernando Silva

Lino Pérez venía de Romero, por Santa Cruz, cruzándose la montaña por una vieja abra que dejaron unos huleros. Don Lino venía acompañado por dos perritos, la Golondrina y el Pinto Trola cargado su saca hulado con ropa en el hombro y en la otra mano su machete y un palo que lo traía de bastón.

Venía pasando por unos bejucales, cuando de pronto siente que se le espantan los perras y en eso el animal que le cae encima desde arriba de las ramas de un guabo seco. El animal le cayó encima del hulado y el viejo dio el brinco sobre unos espinales con un gran susto, que sintió que tenía parado el corazón. Y que no podía respirar.

El animal se le sentó en frente vialinando el espinazo y con las enormes dientes. El viejo jochó a los perros mientras le asestaba un varazo en la nariz. El animal casi le quita el palo, los perros le latieron a la orillita, quiso el tigre coger a un perro, pero el perro se le zafó, el tigre se puso nervioso, el viejo le volvió a zampar, un perrito se le fue por delante, jai, jai, mientras el otro por detrás le latía también, el viejo le tiró otro varazo, el tigre le voló su manotón, el perrito le volvió a latir orillado y el animal se volteó  mientras el viejo le metió un jincón con el machete en el pescuezo y el animal bramó y se fue para atrás.

El viejo a cada movimiento le iba soltando la boca al saco hulado, hasta que en una de esas, cogiendo el viejo de una punta el saco, le echó al animal la rapa encima y con el machete lo jincó duro, cogiéndolo bien, el animal hasta se mió, el viejo le dio de filo en la coronita, el perrito le mordió la cola, el animal le tiró su manotón al viejo y él se sacó el tiro con el palo, pero lo atrasó un tranco y la uña de la pezuña lo cogió apenitas, por el hombro derecho, haciéndole una herida sobre el pellejo hasta el otro lado, pasándole por la barriga con todo y camisa.

El animal se ladeó bramando y el viejo le dio otro machetazo y el animal bufó estirándose pesado sobre el suelo. El viejo todavía lo acabó de matar y los perros no dejaban de latir. Llegó el viejo ya de tardecita a "El Castillo" y le curaron el aruño.

El Guiso

Fernando Silva

Mi tía Evangelina, me comentaba mi compadre Félix López que era una vieja embelequera; así, como si se tratara que ella fuera como un cuento.
 
Ella y mi otro tío, tío Ramón, siempre estaban ahí los dos juntos. Un día mi tío Ramón se enfermó él. Un médico que lo vio le dijo que en verdad lo veía mal y que debía de cuidarse mucho.
 
–¡Qué vaina fue eso para la tía…!
 
Me dijo el compadre Félix que eso les había preocupado mucho; pero hasta ahí, pues.
 
Como en otros días esa vez a la hora del almuerzo, tío Ramón, como lo hacía siempre se sentó a la cabecera de la mesa.
 
En un plato hondo se sirvió primero unas dos cucharadas de sopa de carne con yuca, dos tucos de quiquisque, culantro y también un huesito carnudito; luego en otro plato tendido se puso una ración de arroz, frijoles y unos dos pedazos de maduro frito.
 
Cuando se acercó la tía le dijo que no se olvidara del “guiso de pipián” que le había encargado.
 
Tranquila, la tía Evangelina se fue a la cocina a ver, y ahí se tardó porque tuvo que calentar el “guiso de pipián”, aunque de todas maneras se le olvidó ponerlo, porque además le faltaba traer algún bastimento; pero lo peor fue que al llegar a la mesa donde estaba comiendo el tío Ramón lo halló al pobrecito tronchado sobre la mesa.
 
Dice mi compadre Félix que cuando la tía lo vio se asustó mucho, levantando los brazos afligida y diciendo que eso le dolía muchísimo en el alma, y me agrega mi compadre Félix que así como estaba la tía Evangelina de atribulada le gritó al compadre:
 
–¡Qué triste es esto de Ramón, compadre Félix…; pero sobre todo me duele y lamento mucho el cuento de que el pobrecito de Ramón no se haya podido dar el gusto de comerse su “guiso de pipián”.
16/Junio/2013.

Nadie

Fernando Silva

Más de alguna parte tiene que haber adonde yo me pueda apear.

–¿No conoce usted… algún lugar? –le preguntó el otro a un viejo que estaba sentado allí en la acera de su casa, fresquiando.

–Aquí… –le contestó con toda tranquilidad el viejo.

–…pero que no vaya a ser caro –dijo el otro–, que yo ando escaso.

El viejo lo alzó a ver.

–No sé yo qué es lo que Ud. lo vería caro.

–…pues ni sé qué decirle; si Ud. me da una idea.

–¿Cómo le parecerían unos cincuenta pesos la noche?

–¿…y el día..?

–…todo…

–¿...con desayuno…?

–No, con desayuno; no.

–¿…tiene baño, si…?
–No.

–.¿..y?

–El baño está en el patio, con una pila.

–¿…y el excusado…?

–Allí mismo.

–…pero le ponen ropa a uno.

–¿No anda usted la suya?

–No.
–…pues no le resulta aquí, pues.
–Tal vez usted sabe de alguna otra parte.

–¿…como de qué…?

–No hay nada aquí; ¿qué hacen, pues, en este pueblo?

–Nada.

–Cómo que nada…

–Si algo le digo no me va creer…

El otro se puso incómodo.

–…pero me decían que aquí vendían piñas…

–En cosecha, sí.

–¿...y ahora...?

–Ahora ya pasó la cosecha.

El viejo se levantó de donde se había sentado. Una mujer que salía de adentro le ayudó a levantarse.

–Ese –le señaló el viejo al otro–.

–Cuál –le preguntó la mujer–.

-Ese de allí -dijo el viejo-; aunque tal vez ya se fue. La mujer se puso a reír de las frecuentes locuritas del viejo.

–No veo a nadie; a nadie –le dijo la mujer.

El viejo entró disgustado a la casa, gritando… ¡Nadie entonces, pues…! ¡Nadie…!

Las gentes que pasaban en la calle se quedaban paradas oyendo curiosas al viejo.

Y el viejo desde adentro seguía gritando:

–¡Nadie… Nadie…
15 / Junio / 2013.

Don Chilo

Fernando Silva

Amigo y vengo y pego la carrera, que ya ni cuenta me di del sombrero que dejé ¡Já!, ¡Já! ahí tirado en el suelo.

-Y onde cogieron las otros?

-¡Esh! cada quien se las mandó a jalar por su lado

-Oh, don Chilo, este

-¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! -se rieron en coro los amigos.

Los tres hombres estaban sobre la mesa, riéndose. El cantinero que se había quedado oyendo el cuento con la caro apoyada en las manos, se reía también enseñando sus menudos dientes que le daban a la cara un aspecto de ardilla.

Estaban en la cantina los tres hombres reclinados en los taburetes. Sobre la mesa un viejo plato enlosado, todavía mantecoso y restos de comida y recado a la orilla. Los hombres estaban hablando cerca de la ventana mientras un candil parpadeaba en la solera. El ruido de la puerta que pegaba en el suelo al empujarla, hizo a los hombres volver la mirada afuera.

Don Chon Canales estaba sacudiéndose el polvo y cuando vio a los otros se vino a saludarlos

-¡ Y diay don Chon!

-¡ Y diay don Chilo!

-¡Y onde se me había perdido?

-Ud es el perdido, don Chilo. Ayer casualmente le preguntaba por Ud al patrón y él me contó que Ud ya no venía por estos lados, que como que andaba metido en el negocio de reses.

-Ah, sí. Efectivamente, don Chon.

-Siéntese un rato don Chon -le dijo uno de los hombres a don Chon, mientras le acercaba un taburete.

-Ah, gracias -dijo don Chon- pero viera que ando de carrerita no quiero me vaya agarrar la noche. Pero ya que están Uds aquí, me van a permitir la confianza de convidarlos a tomar algo aunque sea.

- Gracias -dijeron los otros.

-Yo le agradezco de lodos maneras -dijo uno de camisa blanca que estaba en la rueda- pero es que yo no bebo. -Pues aunque sea una chibola, mi amigo.

-Ah, bueno - cabeceó el otro.

Los hombres se acomodaron en sus lugares mientras traían lo que iban a beber.

-Y cuénteme de su vida, mi amigo don Chilo.

-Y qué quiere que le diga, mi amigo don Chon, si nosotros los pobres sólo de trabajo es lo que sabemos hablar.

Don Chon se sonrió.

-A ver, cuéntele a don Chon ese pasaje que me acaba de echar -le dijo el hombre de la camisa blanca a don Chilo.

-Ah! No -dijo don Chilo, apenado -si no tiene importancia ai en otra ocasión.

-A ver! A ver! écheme ese cuento –le dijo don Chon.

-¡Esh ! si no es nada, don Chon.

-¡Cómo que no es nada! -protestó don Chon ¡Ismael! ¡Ismael! -gritó al cantinero- tráeme esos tragos.

-Ya voy don Chon -le gritó el cantinero.

El cantinero vino al ratito, puso los vasos y la botella. Los hombres se sirvieron y bebieron.
-Y diay, y el agua? -preguntó el otro hombre.

-El agua? -dijo don Chon extrañado- y para qué quiere agua? Que no ve que se le quita el gusto? Los hombres se sonrieron.

Algunos hombres estaban en el mostrador bebiendo agachados y las sombras de los cuerpos daban en la pared y se veían grandotas.

–Pues como iba diciéndoles -empezó don Chilo.

-Ajá -dijeran todos y se quedaron quietos oyéndolo.

-Ha de saber Ud que yo venía padeciendo del hígado. Amigo, que ya me traía incómodo el mal. Yo con hierbas ¡qué no bebí!, medicamentos del doctor, todo y como si lo echara en un pozo. Todo era que comiera comida pesada, como decir carne de chancho ai no más me venía el dolor, como una estaca aquí al lado derecho, arribita de la cintura. Pues en esos días la mujer oyó que había un curandero muy bueno en Norome. Yo para que le voy a decir, yo no ando creyendo en ésos, pero todos los días la mujer -tanteá con el hombre ese – andá velo - qué te cuesta - tal vez te cura-, hasta que al fin me decidí. En el nombre de Dios me dije, quién quita. Y como también Roque, Roque Rivas, el de la quebrada del muerto.

-Roque Ríos, será -lo corrigió don Chon.

-Ah, sí miento Roque Ríos es. Pues como le iba diciendo, él también estaba mal de los riñones y el hijo de él, el más grande.

-Ah, Camilo? -dijo don Chon.

-Eso es Camilo. Pues los tres hicimos el viaje. Cogimos el camino de Masaya, pasando antes por Nindirí y luego hasta la laguna. Como a las ocho, por ai, fuimos llegando a la Orilla y como era pues ya larde, entramos a un roncho a pedir posada por la noche.

Dejamos los caballos en el patio y nos acomodamos afuera, porque sólo era un rato que íbamos a pasar, porque teníamos que salir con la clara. Pues ai dejamos las bestias con las albardas y nosotros buscarnos ande arrecostarnos.

En el rancho éste que le digo, solo había un viejo con cara de loco que tenía un lunar de pelota en la cara y un muchacho medio guanaco grandote el indio, pero viera que ajambadote que se veía.

El viejo antes de acostarse, empezó a rezar un rosario con más letanías que espinas tiene un pochote y todavía el viejo le daba sus vueltas y revueltas con las meditaciones, el pedido a los tres Angeles custodias, la subida al Monte Carmelo y la salve a las benditas ánimas del purgatorio.

-Que ni que fuera cura este viejo -me dijo Roque.

-Ai de jalo -le dije yo.

El viejo pasó toda la noche haciendo cruces para espantar al diablo. El viejo rezaba y el muchacho le respondía.

-Amigó -le digo yo al viejo- me pudiera hacer el favor de despertarnos muy de madrugada, si es que Ud se recuerda temprano?

-Pierda cuidado mi amigo -me respondió el viejo- yo a las cuatro comienzo el trisagio
-Ah, bueno -le dije y comencé a buscar el sueño.

¡ Esh, chocho! -me dijo Roque- todavía tenemos que aguantar un trisagio.

-Ai dejalo -le dije yo.

 Bueno pues, pasó el tiempo ai onde estábamos.

Yo no me dí cuenta, claro, lo cansado que andaba, que ande yo me acurruqué era justamente a la orilla de una canoa vieja onde tenía él muchacho guanaco su dormitorio dél. Pues bien, el muchacho mentado para no molestarme se me acurrucó él entre las canillas a mí. Yo me dormí de viaje. Quién sabe, qué va saber uno nada. Pues viera que cosa, primero algo de pronto, siento un alumbrón encima de la cara y juntamente un sonido de campanas, talán, talán, talán, talán, pero bien fuerte y todavía alcancé a oír el grito de ''Ave María Purísima".

Gracia concebida” "Señor Dios todo poderoso" y allá le va el talán, talán, talán que yo ni qué pensar en ese trance, me espanto todo qué va uno a saber, verdad? Yo lo primero que hice, la costumbre del montado, fue afianzar las espuelas y apretar las canillas, haciendo chirriar en la corrida las dos chocollas y, amigo oigo un grito peor, encima de mí.

-¡Ay! ¡Ay! me agarró a mí ¡Suéltenme!, Suéltenme! ¡Ay! mi pescuezo ¡Ay tatita me agarró el diablo! ¡Ay! ¡Ayay!

-Qués? Qués? Qués éso? gritamos todos, y al viejo mentado lo vide en camisón que venía gritando con un candil en la mano

-"Ave María Purísima" ''Dios Todo Poderoso" "Que fuerte venís” “Qué fuerte mi Dios"

Y amigo y me percato que yo tenía al muchacho ensartado en las espuelas y el indio soreco gritaba

-¡El Diablo! ¡El Diablo Tatita! que me agarró aquí, ¡ay!, ¡ay! Vengo yo y pego el brinco en ese alboroto y busco a los demás que los diviso que yo iban desbandados en busca del poste donde habíamos amarrado las bestias y yo también cojo el desguindo.

-¡Munós! ¡Munós! -me gritan.

Me tiré en el caballo y le echo la rienda y salimos en un solo polvazal.

-jJa! ¡Ja! ¡Ja! -se rieron.

-Entonces perdone que lo interrumpa, -dijo don Chon, colorado y tosiendo de risa- Entonces eso fue lo que me habían contado de la asustada que le dio el Diablo a Pitón, el ñeto de don Ursulo?

-Pues si1 eh, el mismo, ¡ven qué cosas! –dijo don Chilo.

-Pues amigo ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja¡. Y sabe Ud qué es el día y todavía cuentan lo del Diablo que le aruñó todo el pescuezo al muchacho? Y que todo el que pasa por el patio para entrar al camino se persigna y reza el "San Silvestre está en la puerta y San Manuel en el sagrario'?
-¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! -se rieron contentos los hombres.

-Y bueno y el mal del hígado en qué paró? -preguntó don Chon.

-Pues quería con un susto, don Chon –contestó don Chilo- ahora con los traguitos sin pasarme mucho y teniendo cuidado en las comidas pues ai vamos.

-Cuídese don Chilo -le reconvino don Chon- y deje de andar de Diablo, que ya está viejo, don Chilo.

-Que estamos, don Chon – le dijo cerrándole un ojo.

-¡Ja! ¡Ja! -se rieron los hombres contentos.

La noche era caliente. Afuera estaba sola la calle y un perro latía en un patio.

Los hombres salieron juntos, sus sombras iban adelante. Al otro lado la luna iba cayendo entre las tablas de un cerco.

–Adiós pues don Chon.

-Adiós pues don Chilo y no se pierda de por aquí.

-Cómo no -le gritó don Chilo.

Don Chon encendió su pipa ¡Ah, hombre este don Chilo el mismo de hace años! -dijo sonriendo.

Arrendó su caballo y se fue al trote.

Amar hasta fracasar

Hay escritos curiosos que se han hecho con el lenguaje. Versos que se pueden leer al revés y al derecho, guardando siempre el mismo sentido,...