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lunes, 28 de febrero de 2022

Juro que él no es él

Chrisnel Sánchez Argüello

Nadie lo sabe, pero yo dejé de existir hace mucho tiempo. Sí, me refiero a mi muerte, a ese secreto que mantengo guardado hace ya muchos años. Mi realidad es irreal, yo no vivo, alguien vive por mí. Cuando dejé de existir, pude observarme a mi mismo desde allá, desde afuera. Es paradójico verse a sí mismo desde afuera. Es paradójico estar y no estar.

Mi muerte.

Recuerdo que ese día estaba soleado. Sí, el día en que morí tenía 19 años y estábamos en el mes de septiembre del año 76. El resplandor mañanero del sol me levantó más temprano de lo normal, así que tuve tiempo suficiente para alistarme. Salí de la casa sin hacer ruido para que mis papás no se despertaran. Cogí el vehículo parqueado al lado del carro de papá y me fui a la universidad. Era una camioneta blanca modelo 50, con los cambios al lado del volante y la carrocería destartalada.

Ese día transcurrió como cualquier otro; las clases estuvieron aburridas, lo cual, al fin y al cabo, hacía parte de la normalidad. El día soleado de la mañana se había desvanecido y en su lugar, un fuerte aguacero caía. Se me hizo un poco extraño que lloviera en esta temporada, ya que estábamos en verano. Conduje la camioneta fuera del estacionamiento universitario, tomé la avenida sur en dirección a mi casa y prendí la radio. Todavía era de día, pero la visibilidad se veía reducida por el estruendoso aguacero.

Furgón, velocidad, frenos, golpe. En cuestión de segundos, todo se convirtió en un terrible caos, mi camioneta se estrelló contra un furgón que al parecer venía en contravía; mis frenos sobre el asfalto mojado no habían respondido. Mi cuerpo lleno de sangre yacía en el piso y no sé en qué momento mi espíritu se desprendió de mi cuerpo. Mis ojos no dejaban de verme ahí, inmóvil, sin un aliento de vida. La ambulancia llegó y con esta los paramédicos que inútilmente trataban de revivirme.

Cuando llegué al hospital tenía arritmia cardiaca, síntoma contra el cual los doctores no pudieron hacer nada: mi corazón dejó de latir. Pensé que este era el fin de mi existencia hasta que vi a los doctores resucitándome, cosa que lograron, pero yo seguía afuera. Podía ver mi cuerpo vivo, en la sala de cirugías, pero no era yo quien estaba ahí. Los doctores resucitaron el cuerpo, pero no a mí, todo esto era un fatal error de la naturaleza. En la sala de cuidados intensivos el cuerpo se siguió recuperando hasta que dos meses después lo dieron de alta.

Él se comportaba como yo, se vestía y caminaba como yo, con la diferencia de que él sí tenía cuerpo y yo no. Tuve que acostumbrarme a deambular por el mundo como alma en pena, observando a ese impostor que usurpó mi cuerpo. Han pasado 25 años y yo aún no pierdo la esperanza de que la naturaleza enmiende el error que cometió. Él no es él, juro que no.

La coleccionista

 Chrisnel Sánchez Argüello

En el edificio le decían la rara. Nadie lograba acercársele lo suficiente como para conocerla porque la consideraban extraña, algo así como misteriosa, un ser indescifrable. Yo había sido su vecina durante más de un año, y en todo ese tiempo nunca me dirigió la palabra.
 
Su rutina consistía en permanecer todo el día en su apartamento, contiguo al mío y ubicado en la Candelaria, en pleno centro de Bogotá. A eso de las nueve de la noche salía con un gran bolso a algún lugar desconocido en la Zona Rosa. Digo que se dirigía a esta zona porque varias veces me la encontré en el paradero esperando el mismo bus ejecutivo que yo debía tomar. En una ocasión pude ver que ella se bajó en un bar de la 82.
 
La rara era una mujer solitaria. No vivía con nadie y nunca vi a alguna persona que la llegara a visitar. En el edificio nadie la conocía, y menos a su apartamento. Aparentaba unos 46 años y su cuerpo era fornido, muy atlético. Su expresión era muy seria y centrada, como de una mujer que había vivido y sufrido mucho. Sus ojos eran impactantes, de un color que no lo había visto nunca antes en mi vida. Eran como rojizos, relucientes y muy cautivadores. Yo nunca la veía directamente a los ojos porque me producía miedo, más bien pánico.
 
Fue aquel 25 de septiembre de 1990 en que yo, una joven de 26 años, hablé por primera vez con la rara. Eran como las diez de la mañana cuando ella tocó a mi puerta. Al verla quedé estupefacta, sin siquiera mencionar palabra. Ella me pidió entrar y yo acepté. De repente empezó a relatarme su vida sin introducción ni nada, como queriendo desahogarse conmigo. Me habló de la muerte de sus padres en un incendio cuando apenas tenía 12 años, y de su abuela, quien luego de esa tragedia se hizo cargo de ella. Al parecer esta señora la maltrataba, por lo que la rara un día huyó de casa, se consiguió un trabajo y nunca más volvió a ver a su abuela despiadada.
 
A medida que iba hablando sus lágrimas iban brotando y mi corazón, latiendo cada vez más fuerte, se iba poco a poco sensibilizando. Al cabo de un rato de estarla escuchando, me pidió que la acompañara a su apartamento a ver las fotos de sus padres. Me dijo que para que yo la conociera verdaderamente y llegara a ser la amiga que tanto necesitaba, debía conocer también a sus padres. Todavía impactada por la historia que me acababa de relatar, y con el firme deseo de ayudarla, accedí consternada.
 
Al entrar a ese apartamento un frío intenso cubrió todo mi cuerpo. Se sentía un ambiente extraño, como ese que se siente en los velorios. El lugar estaba lleno de máscaras por todos lados.
 
Aparentemente no había un solo espacio libre de máscaras en las paredes, las mesas y todo, absolutamente todo estaba rodeado por ellas. Todas tenían la misma forma y lo único que variaba eran las expresiones, los gestos, las caras. Eran en su mayoría expresiones de tristeza y de angustia.
 
De tantas y tan variadas, las máscaras no solo constituían un elemento decorativo, sino que significaban algo más, pensé. Al observarlas, sentía como si ellas también me miraran y penetraran en lo más profundo de mi alma. Era una sensación extraña que me inquietaba.
 
Cuando llegamos a su cuarto dos máscaras resaltaban en medio de las demás debido a su tamaño.
 
— Son mis padres -me dijo señalándolos.
 
— Creí que los tenías en foto -le contesté.
 
-— No. Lastimosamente no poseo esa habilidad.
 
Esa última frase me dejó desconcertada. Le pregunté a qué se refería, pero cuando la traté de cuestionar, me quedó viendo con esos ojos horribles, con esa mirada que durante tanto tiempo había evitado. Inmediatamente sentí que mis ojos, al igual que mi boca y mi garganta, se endurecían. Todo mi ser se estremecía, y repentinamente mis extremidades empezaron a reducirse. El dolor era intenso, pero no podía gritar, ni tan siquiera llorar. Sentía que todo mi cuerpo estaba disminuyendo de tamaño, y poco a poco se iba transformando en una terrible máscara.
 
Apenas se hubo consumado la transformación, la rara me tomó y me puso en un lugar que no había visto al entrar, pero que todavía le quedaba un espacio vacío. Yo seguía consciente, pero sin poder hablar. Estando dentro de la máscara, pude observar al resto de seres humanos que habían quedado atrapados. Sus miradas seguían tristes, pero a diferencia de antes, ahora las veía más humanas.
 
Nunca más salí de aquel apartamento. Sin embargo, algo raro sucede cada vez que hay eclipse de sol, día en que algunas de las partes de nuestro cuerpo se materializan, no aun así nuestras piernas. Nos convertimos en monstruos ambulantes, deformes y espantosos, que no podemos pedir auxilio por nuestra horrenda condición y porque somos incapaces de movilizarnos. Decidí escribir mi historia y tirarla por una rendija con la esperanza que usted, anhelado lector, venga y trate de librarme de este maldito sortilegio.

¿Puede alguien decirme qué está pasando?

Chrisnel Sánchez.

Ahorita mismo estoy sentada en la sala de lectura de la biblioteca de una universidad. Tengo a mi lado a Víctor Hugo, quien me está dando consejos sobre la nobleza y el buen actuar... ¡Qué miserable me siento cada vez que lo leo...! Hace tan solo unos segundos me encontraba absorta en la lectura, cuando alcé la cabeza y mis ojos se postraron en los cuerpos desnudos que conmigo, comparten esta sala. Sí, dije desnudos porque no sé dónde dejaron su ropa, no la traen consigo. Delante de mí está un hombre moreno, de estatura baja y de nalgas irrisorias. Diagonal a mi mesa está una muchacha delgada, que lleva puesta una falda escocesa, una camisa vino tinto y el pelo recogido. Sus nalgas son tan pequeñas, que parece que en realidad no tuviera. Se acaba de sentar en la mesa de mi lado un joven apuesto, de tez blanca y de cuerpo delgado. Sus pechos los tiene cubiertos de pelo en abundancia, de color café oscuro, casi del mismo color que el pelo de sus genitales. Se entretiene con una hoja llena de números y otra hoja en blanco.

Está tan encorvado que parece más pequeño de lo que es. Al igual que él, todos los lectores que están en esta sala parecen muy concentrados. Me pregunto si realmente lo estarán o su vista sobre los libros es una simple excusa para pensar en otra cosa. A ninguno parece importarle estar desnudo porque actúan de manera muy normal. Inclusive ahora estoy viendo al moreno que hace tan solo unos minutos estaba sentado enfrente de mí, porque se acaba de levantar de su silla a platicar con otros hombres. Su pene me ha decepcionado, pero no importa, tengo donde escoger.

Lo que no sé es porqué yo sí tengo conciencia que estoy desnuda. No me da mucha pena porque veo que todos lo están, pero sí me siento muy extraña; no suelo venir a las bibliotecas sin ropa. No sé si levantarme o quedarme aquí, leyendo como si nada estuviera pasando. A decir verdad, la primera opción me gusta más, porque no creo poder concentrarme en la lectura sabiendo que estoy desnuda. Además, ya siento frío por el aire acondicionado. Sí, me voy a levantar y voy a salir de la biblioteca, porque siento mis huesos helándose. Me levanto y camino en línea recta. Bajo las escaleras y el panorama sigue igual: todos desnudos. Siento pena,- mucha pena, sobre todo por el maldito complejo de mis senos pequeños. Ya estoy en la puerta de la biblioteca, es de madera, así que no puedo adivinar cómo es la situación allá afuera. Abro la puerta y me llevo una nefasta sorpresa: todos están vestidos y ahorita mismo me están mirando desconcertados. Yo lo estoy aún más. Mi primera reacción es correr para escapar de las miradas morbosas y amenazantes. Corro, corro y corro sudando en cantidades, pero no me quiero detener hasta llegar a un lugar seguro donde las miradas no me acechen.

Por fin, llego a algo que parece un hospital. No sé por qué, pero me es familiar. Me siento, pienso, recuerdo a Víctor Hugo y sus enseñanzas sobre la nobleza hasta que finalmente me quedo dormida. Cuando despierto me encuentro en una cama. Me incorporo y llamo a gritos a una enfermera. No llega la enfermera, sino un doctor. Me saluda y me llama por mi nombre. Me da la bienvenida, diciéndome que le da gusto que haya vuelto a este magnífico hospital, el Hospital Psiquiátrico del Norte... ¿Alguien me puede decir que está pasando?

Amar hasta fracasar

Hay escritos curiosos que se han hecho con el lenguaje. Versos que se pueden leer al revés y al derecho, guardando siempre el mismo sentido,...