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miércoles, 2 de marzo de 2022

Un güegüe me contó

 María López Vigil

Cuento infantil Nicaragüense

En el principio, al comienzo de todo, Nicaragua estaba vacía. Vacía de gente, pues. Había tierra y había lagos, lagunas y ríos. Y muchos ojos de agua. Pero no había ni mujeres ni hombres para mirarlos. Las mojarras y los guapotes, también los cangrejos, eran dueños de las aguas y vivían en ellas y hacían en ellas lo que les salía...

También estaban los cenzontles y los colibríes volando alrededor de las flores y los zanates instalados en los árboles. Y estaban los árboles: el jocote, el granadillo, el jícaro, el malinche, el chilamate, el cedro real y un poco de árboles más. Los perros zompopos corrían entre las piedras y los garrobos salían a tomar el sol sin que nadie los molestara. Coyotes, leones y dantos andaban de vagos por el monte y se hartaban tranquilos. Ya estaban los volcanes cocinando lava y botando humo, pero todavía no había nadie en Nicaragua. Nuestra tierra estaba vacía. Vacía de gente, pues.

En el principio, al comienzo de todo, dicen que ya estaban los dioses. Los dioses vivían allá, por donde sale el sol. Nadie se asomó nunca por el rumbo de los dioses. El dios Tamagostat era varón y guardaba la luz del día. De sus manos venías todas las cosas buenas y también todas las cosas buenísimas. La diosa Cipaltonal era mujercita y guardaba la noche. O más que todo: guardaba el momento de la noche en que llega la luz y empieza a ser de día. Era la guardiana de la aurora. Cipaltonal era linda, tenía la cara pintada con los colores del amanecer.

Tamagostat se enamoró de ella, se volvió dundito por ella. Para encontrarla recorrió el cielo a toda hora. Pero no la halló. Tanto y tanto caminó Tamagostat que todas las nubes se dieron cuenta de que era un dios enamorado. Un día, una de ellas se apiadó de él y le reveló el secreto:

- Mirá, hombre, a la linda Cipaltomatl sólo podrás hallarla si te alistás para cuando el sol abra su ojo y deje escapar su primer rayo de luz. Sólo entonces.

Tamagostat hizo posta en las misma nalgas del sol, se desveló, estuvo de vigilancia, hasta que un día, por fin, cuando el sol abría su ojo izquierdo, logró mirar a su amor. y su amor lo miró a él.

- ¡¿Ideay?!

- Cipaltonal, te quiero tanto, tanto, tanto...

Entoces, la cara pintada de amanecer de Ciapltonal se puso roja, roja, roja.

Estaba más linda que nunca. Tan linda que Tamagostat dio un brinco por encima del primer rayo de luz y la besó en la boca.

- ¡Jodidoooo! -se oyó gritar al sol-. Así fue. Aquel día el amanecer no fue igual al de otras mañanas. Tuvo tres mil colores nuevos. Colores tan bonitos como nunca se había visto antes y como nunca más se volverán a ver. De aquel beso de nuestro padres nacimos todos nosotros los nicaragüenses.

Un poquito después del principio empezaron a llegar hombres, mujeres y chavalos.

Por aquellos tiempos lejanos, que ya nadie recuerda, ni doña Tula, las tierras de América, desde más al norte de lo que hoy son los Estados Unidos hasta la mera Patagonia, al sur más al sur, estaban vacías de gente pero repletas de animales.

Nuestros abuelos abuelísimos vinieron a cazarlos. Hicieron viaje de muy largo: del Asia, de oriente, de donde nace el sol.

Un día que no está escrito en ningún calendario agarraron sus calaches y vinieron para aquí.

- Unos a la bulla y otros a la cabuya.

Legaron en molote, llenando de a poco todas las tierras de América. También en molote llegaron hasta Nicaragua. Y al mirarla, decían los abuelos chinos:

- ¡Chocho, qué tierra más pijuda!

Se instalaron aquí. Eran tendaladas de animales las que había: bisontes, elefantes peludos llamados mamuts (de esos que sólo pueden mirarse en los museos), tigres dientudos y caballos con colochos y venados y chanchos de montes...

Todos eran animales buenos para hacer carne asada.

De a poco, los abuelos chinos ya fueron teniendo la piel del color del contil.

- Ya éramos indios, pues.

Aquellos primeros nicaragüenses se fueron instalando por todas nuestras tierras. Unos por los bosques del norte, desde Teocacinte buscando al este, otros por las orillas del Coco buscando el Atlántico.

Unos en las montañas del centro y otros junto a los lagos.

Unos al occidente y otros al oriente.

- Cada lora a su guanacaste.

Donde más gente se arrejuntó fue a lo largo de la costa del Pacífico. Aquellos primeros nicaragüenses no tocaban aún la marimba ni bailaban palo de mayo, no comían ni rondón ni gallo pinto.

Eran tiempos demasiadísimos antiguos. Los nicas aquellos eran arrechos a cazar. Cazaban y pescaban. Y como sabían hacer el fuego se preparaban un almuerzo soñadito con carnita de monte o con un guapote frito. También bailaban, jugaban, reían y contaban cuentos. Eran felices y eran parejos. Porque eran parejos eran felices.

Mujeres, hombres, niños y viejitos: todos parejos.

- Es correcto: a nadie le falta nada y a nadie le sobra nada.

Pero la historia siempre tiene sus bandidencias. Cuentan que algunos de aquellos cazadores hicieron sus casas en Managua, junto al lago, y que un día, a saber por qué vaina, el abuelo Chepe-Nepej amaneció gritando:

- ¡Quiero pinol!

Para aquel entonces nuestros abuelos no conocían ni la siembra ni la tapisca. Ni idea tenían del maíz y mucho menos sabían qué fueran el pinol. Por cuenta fue grande el asombro por la necedad del señor, que gritaba y gritaba:

- ¡Quiero pinol!

Y dicen que tanto gritó aquel jodido que Managua entera se alborotó.

Y todo mundo se preguntaba:

- ¿Qué chunche será ese pinol?

Y era una sola infanzón por donde la casa de Chepe-Nepej, una cuadra al lago media al sur.
- ¡Quiero pinol! ¡Quiero pinoooool!!!!

Y después de una hora, de tres horas, como nadie le daba pinol, Chepe-Nepej, de malcriado, agarró una hacha de piedras bastante filudita y, zacaplás, la levantó por encima de las cabezas de todos. Al verlos así tan bravo, los managuas, y hasta los venados y los bisontes, salieron en carrera hacia el lago.

_¡Quiero pinol! -gritaba Chepe-Nepej-, ¡Quiero pinol!! -gritaban todos-. Y todos corrían.

Y cuentan algunos que aquel mentado día del pinol, el molote que se armó fue tan tremendo que el lago y los volcanes también se alborotaron. Y cuentan más: que los tres volcanes de Managua, el Asososca, el Nejapa y el Tiscapa se les removieron las tripas como que tuvieran currutaca y cocinaron ligero una lava calientísima que llevaba piedras, cenizas, fuego y toda chochada y burumbumbún, estallaron. El río de lava y la lluvia de cenizas alcanzaron a los managuas mientras unos corrían de allá para acá y otros de acá para allá. Aquel ayote terminó ahumado: el fuego ardiente les quemó el fundillo a todos.

- ¡Por este baboso que quería beber pinol, terminamos desmambichados!

Y le echaba verbos al mañoso de Chepe-Nepej. La huellas de los que corrieron en aquel molote quedaron marcada para siempre en el lodo que vomitó el volcán por el rumbo de Acahualinca. Y hasta el día de hoy se pueden mirar.

Hay otras muchas historias sobre esas huellas.

Esta del pinol es una no más, por cuenta no la más cierta.

Dicen que sólo iban cazando un bisonte o que salieron de paseo o que hacían viaje con sus maritates o que. A saber.

Los dientes de Joaquín

 

A Nicolás y a Joaquín, naturalmENTE.

Había una vez un niño, de calzones muy flojitos, camisa blanca y tirantes, y en el pelo un copete en surtidor, que se enamoró una tarde de la niña Mariflor. Él se llamaba Joaquín.

—Te amo, mi corazón está ardiENTE —se le declaró el muchacho. Y al hablarle, sonrió.

—¡Así no te quiero yo! ¡Porque a vos te falta un diENTE! —respondió la Mariflor.

Y allí empezó aquel conflicto. Siempre hay juego en todo amor.

Joaquín comenzó a buscar. Fue a visitar al ratón.

—Es quien sabe más de diENTES, los recoge noche a noche debajo de las almohadas, debe tener colección. Lo saludó cortésmENTE.

Estaba el ratón sentado sobre un queso roquefor.

—Devuélvame usted mi diENTE.


—¿Y cuándo se te cayó?

—Hace dos días me sucedió el accidENTE, yo estaba comiendo en casa un chocolate crujiENTE.

—No vale. Sólo aceptamos reclamos en las tres horas siguiENTES a la caída del diENTE.

Y cuando dio su opinión, se puso a roer el queso a mandíbula batiENTE. Y se hartó.

—¡Qué vida más repelENTE! ¡Todo pendiENTE de un diENTE!

Más no se dejó achicar este muchacho Joaquín.

—¡Buscaré lo que me falta desde oriENTE hasta occidENTE! 

Viajó en una gran corriENTE hasta hallar a un tiburón.

—¡Sea indulgENTE, deme un diENTE, gran señor!

—Elige el más excelENTE —el escualo respondió.

Y cuando le abrió las tapas y vio por primera vez las tantas filas de diENTES como hojitas de afeitar con que muerde el tiburón, ahí se orinó de terror. Y se fue.

Famoso en el mundo entero es el diENTE de castor. Tumba árboles, y a los troncos les saca punta tan fina como si lápices fueran para escribir un poema. En un bosque lo encontró.

—No me crea usted exigENTE... Pero, ¿me daría un diENTE?

Sin problema se lo dio. Pero era tan cuadrado, tan duro, tan castoril que se le inflamó la boca, y al punto se lo quitó.

—Gracias, amigo castor.

No lo aguanto, demasiado diferENTE al diENTE que tuve yo.

—Buscá un diENTE de león —Nico le recomendó.

Busca, busca, y lo encontró... Éste era lo contrario. Tan liviano, tan ligero...

Era semilla con alas, como flor.

—Tal vez un diENTE de ajo...

Otra recomendación.

Mas le asqueó lo maloliENTE. Y en un tristrás lo escupió.

Viajó a una pradera seca. Y encontró una babirusa que paseaba dulcemENTE, gran señora en su rincón.

—¿Estarán de moda esos diENTES? ¿Gustarán a Mariflor?

Miraba a Joaquín enfrENTE la cordial animalita. El niño se le acercó y Babirusa enseguida se lo brindó gentilmENTE. No sirvió. ¡Le llegaba hasta la frENTE! 

Y ahí nomás lo devolvió.

Después de tantos azares, Joaquín se miró al espejo. Sonrió de oreja a oreja,seguro como un gerENTE de una empresa floreciENTE, a pesar del gran vacío que en su encía se notaba.

Se dio ánimo recordando aquel refrán tan sapiENTE que un día le contó ChENTE:
“A muchacho enamorado no hay que mirarle el colmillo”. Pero no se consolaba. Sufría profundamENTE.

¿Y no será esta tragedia un castigo merecido por no lavarme los diENTES, por perder siete cepillos?, se dijo al llegar la noche, al quedar en calzoncillos, cavilando seriamENTE.

Más apartó aquella idea. Pensaba torcidamENTE. Y siguió buscando el diENTE.

Una vez había oído que a la gente muy viejita los diENTES se le aflojan, se le caen facilito, como las hojas de un árbol, despacito...

Llegó donde ella, pues.

Tejía pacientemENTE un calcetín de colores. Él la miró fijamENTE queriéndola impresionar.

—¿Te saco una muela, abuela? 

Le preguntó decidido, y le mostró una tenaza.

—¡Qué amenaza! ¡Ni lo intENTES!

Por anciana que una sea, una defiende sus diENTES firmemENTE.

No se daba por vencido. Fue a una playa tropical, con ambiENTE muy atrayENTE.

Subió a un cocotero alto, esbelto, recto, imponENTE. Allí vivía feliz la monita Burundanga, retorciéndose la cola, dando vueltas en cabriola, de forma casi indecENTE.

—Haceme un diENTE, haceme un diENTE, por favor.

Carnita de coco la mona amasó y se lo hizo con primor.

—¿Y con qué lo pego, loco? —muy gentil le preguntó.

—Con un moco pego el coco y no lo toco —dijo Joaquín cabalmENTE.

—Dejame, pues, que lo intENTE.


Encajaba exactamENTE.

—¡Tal vez así se contENTE!

Salió en carrera Joaquín, bien sofocado y feliz, para que lo viera ella, su adorada Mariflor, y reconquistar su amor.

Pero al llegar a la esquina, el diENTE se derritió totalmENTE, y se lo había tragado sin darse cuenta de nada...

¡Qué cagada!


—¿Y un diENTE de cachalote?


—¡Quizá su peso te agote!

—¿Y el diENTE de una culebra?

—¡Tiene dentro de un canal puro veneno mortal!

—¿Y el diENTE de un hipopótamo?


—¡Es talla descomunal!


—¿Y un diENTE de cocodrilo?


—¡Tiene demasiado filo!


—¿Y si probara con un diENTE de gavial?


—Sólo atreverte a tocar ese feroz recipiENTE que es la boca de este primo del caimán, te dará una calentura y hasta podría pasar que la panza te reviENTE.

—¿Dos diENTES tiene el narval? ¿Y uno no me dará?

—¿Qué harías, Joaquín, con su diENTE, que es espada de tres metros retorcida en espiral? 

—Sería... ¡Cyrano de Bergerac!

Pues era peliculero este muchacho inocENTE, además, enamorado.


—¿Y si busco en una olla de tallarines al diENTE?


—¡NiENTE, niENTE! 


Lo detuvo la cuchara de un cocinero italiano, muy bigotudo y vehemENTE.


Mendigaba, mendigaba, suplicaba humildemENTE. ¡Qué no se hace por amor!


—Amiguísimo conejo, ¿me cedería un colmillo? 

Me sería suficiENTE.

—¿Para masticar qué cosas lo tendría que ceder? 

—contestó educadamENTE y sin dejar de roer.

Y Joaquín no le supo responder. Lo suyo era mal de amor, él no quería comer.

Y el conejo prosiguió:

—Es tan dura mi mordida que si le cedo la pieza, muy seguro lo lamENTE.

Y salta, salta que salta, se fue el conejito aquel por el monte, indiferENTE.

Cansado ya de indagar, en una noche de niebla, de repENTE, se topó con un ENTE nauseabundo, que parecía gusano y se arrastraba silENTE.


—Algún diENTE de mi tamaño tendrá —no lo dijo, lo pensó.


—¡Abre la boca, detENTE! —le gritó con voz potENTE, haciéndose el muy valiENTE.

El bicho era desdentado. Y siguió campantemENTE.

FrancamENTE, era imposible. Se rindió. Estaba muy impaciENTE. Tenía toda su mENTE casi a punto de estallar.

—¡Me importa un pito el amor! Ande yo sin diENTE y que se ría la gENTE... ¡incluida Mariflor!

Pasaron unas semanas. ¿Cuántas? Unas pocas solamENTE. De su diENTE se olvidó. Pero nunca de su amor.

Y una noche sugerENTE, con luna en cuarto creciENTE, Joaquín fue a buscarla a ella, a la mentada Mariflor. Se encontraban dos ausENTES.

Le hizo un guiño cariñoso. Y ella se lo devolvió. Se miraron, se volvieron a mirar, ojitos hacen los dos. TiernamENTE. La ocasión era propicia. Y Joaquín se decidió a sonreírle y toda la boca abrió.

—Ya te quiero —gritó ella, cuando al muchacho miró.


—¿Ya me querés? ¡Esto no lo entiendo yo!


—¡Mirá, ya otro diENTE te salió! 


Y Mariflor sonrió. Y al mirarla fijamENTE, Joaquín se fue dando cuenta que era a su bella durmiENTE a quien le faltaba un diENTE.


—¡Pues 
ya no te quiero yo!, le dijo el niño insolENTE.

Y volvió a recomenzar aquel conflicto de amor.

Y así, ojo con ojo, y diENTE tras diENTE, se hicieron novios los dos. Y colorín colorao, aquí el cuento se acabao. FinalmENTE.

Mensaje urgente:

Si conocés más palabras que así terminen, en ENTE, sacalas ya de tu mENTE y escribilas pulcramENTE.

No las busqués febrilmENTE, ¡pues se te caen los diENTES!

Amar hasta fracasar

Hay escritos curiosos que se han hecho con el lenguaje. Versos que se pueden leer al revés y al derecho, guardando siempre el mismo sentido,...