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martes, 1 de marzo de 2022

Cuando terminó la guerra

Jorge Eduardo Argüello

Cuando terminó la guerra hubo un gran silencio. Esperé noches y días el repique de las campanas del castillo. Yo estaba descansando en un pequeño planeta. En el asteroide había una fuente de agua, allí me curé las heridas. Lo mismo hice con mi caballo. En el asteroide había un pájaro color rubí. Este pájaro sabía -y no te miento- tres mil idiomas y se sabía de memoria un millón de versos. Así escuchaba al pájaro todo el día mirando al Universo y pensando en tí. Me dijo el ave que conocía tu nombre.

¡Yo ya soy un indio!

Jorge Eduardo Arellano

Yo, Gonzalo Guerrero, natural de Palos y náufrago con Jerónimo Aguilar y otros cinco andaluces, arribamos a las costas de Yucatán, pero caímos bajo el dominio de un mal cacique, que ofrendó la sangre de esos cinco andaluces a sus ídolos y celebró un banquete con la carne de ellos. A mí y a Jerónimo nos dejó para engordarnos. Tuvimos la suerte, sin embargo de quebrantar la prisión en que nos reducía y huimos por unos montes. Caminamos muchas lunas hasta llegar al territorio de otro cacique que nos trató con buena gracia.
Jerónimo, como buen cristiano, disponía de ciertas horas para rezar. En cambio, yo me prendí de esta gente y me enamoré de su tierra. Como no entendía su lengua, me fui a Chetemal, que es como la Salamanca de Yucatán, y allí me recibió e ilustró Nachaneán, señor que dejó a mi cargo las cosas de la guerra. Vencí muchas veces a los enemigos de mi señor y enseñé a mi nueva gente a pelear, mostrándole la manera de construir fuentes y bastiones. Luego me hicieron cacique. Labré mi cara y horadé mis narices, labios y orejas para traer zarcillos. Me casé con una india muy acomodada que me dio tres niños cuán más bonicos.
Un día, Jerónimo de Aguilar fue a buscarme desde Cozumel. Ya había decidido incorporarse a las huestes de Cortés. “Hermano Aguilar —le dije—. Yo estoy casado y tengo tres hijos. Tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerras. ¡Idos con Dios, que yo ya soy un indio!

Del fin de los reyes magos

Jorge Eduardo Arellano

Soportaron las injurias de las madres judías. Habían provocado la degollación de todos los niños de Belén. Sólo el Niño escapó de la matancina, logrando huir a Egipto, oculto en una pequeña caravana. Con ella, los tres Reyes coincidieron con la familia prófuga en una encrucijada; jubilosos, olvidaron los puños crispados, los improperios, el clamor desesperante. José aún iba consternado y María daba gracias a Jehová.
En sus respectivos países, perdieron sus poderes. Melchor se introdujo en una mina de oro, de la que nunca saldría; Gaspar —no sin recibir en su rostro de sus criados una descomunal cantidad de incienso— se ahorcó. Y Baltasar, todo embadurnado de mirra, se lanzó desde la torre de un templo.

Don Andrés y su vocación folgatoria

Jorge Eduardo Arellano 

A mis amigos chilenos

La vida conyugal de don Andrés Bello, fundador intelectual de Chile, se inició en Londres. Allí matrimonió con la inglesa Ana María Boyland, que le tuvo dos hijos; viudo nueve años después, reincidió con Isabel Antonia Dunn. Ella le dio diez retoños más.
No obstante, cada mañana dominguera íbase con sus amigos a folgar indias en Peñalolén, por lo menos hasta 1847, año de la publicación de su Gramática de la lengua castellana destinada a los usos de los americanos. A los pocos días, decidió aprovechar una salida de doña Isabel Antonia al mercado central de Santiago para poner las manos en la masa de la criada más agraciada, costumbre que había mantenido con mucha discreción y parsimonia.
Inesperadamente, al constatar el olvido de su paraguas, doña Isabel Antonia retornó al hogar encontrando a don Andrés en el lecho folgatorio que compartían desde 1824.
—¿Don Andrés, estoy sorprendida —reclamóle doña Isabel Antonia, con el respeto que le dispensaba a su cónyuge, modelo de sensatez, cordura y caudalosa doctrina.
—No, señora —replicóle el gramático—. Usted está estupefacta. ¡El sorprendido soy yo!
(1997)

La prepotencita y la orgullosita

Jorge Eduardo Arellano

 (Diálogo entre niñas de 7 años)

—¡Mi papá manda! —le dijo la Prepotencita a su condiscípula.

—¿Y qué? —le contestó la Orgullosita.

—¿Mi papá es Comandante! Echa presa a la gente.

—Y el mío es Poeta. Defiende a la gente que tu papá echa preso.

—¡Qué baboso tu papa! Nada gana con eso.

—¡Baboso es el tuyo que no ha leído a Rubén Darío. ¿Sabés quién es Rubén Darío?

(1982)

La sirena del lago

 Jorge Eduardo Arellano

 (Homenaje a PAC)

No tuve que hundir mi lancha de vela hasta el fondo oscuro y fangoso del lago para cazar una sirena. Como Ulises, no me tapé los oídos con cera para poder escuchar claramente su canto. Fue ella la que, cautivada por mis canciones, vino hacia mí y me desató del mástil. Aquí la tengo rendida a mis pies, con su cola en el agua impulsando mi lancha. Pero ninguno de mis seis marineros la advierte. Sólo yo gozo de este privilegio.

Yo, el perro filibustero

 Jorge Eduardo Arellano

A Lizandro
No diré mi nombre. James Carson Jamison lo revela en sus memorias. También habla de mi deslumbramiento por la Falange Americana, cuyo cuartel era mi hogar. Al toque del clarín y del redoble del tambor, acudía a la Plaza de Armas. Siempre iba a la vanguardia de las marchas, con las orejas alertas y la cola estirada, dispuesto a combatir como el más osado de la tropa. Al retumbo del cañón, saltaba y corría detrás de las humaredas, hasta las fauces mismas de los enemigos de William Walker. Mi amo. Otros nicaragüenses también eran sus fieles esclavos: Mateo Pineda en León y el Cura Vijil en Granada, por ejemplo.
No contaré mis hazañas. Jamison lo hace. Afirma que estuve en San Jacinto. No es cierto. Fue en la expedición del cubano Goicuría a Chontales, en abril de 1856, cuando me ofrecí de voluntario. Yo marchaba al frente, alborozado por la perspectiva de la aventura. Y derrotamos a los legitimistas en Juigalpa. Siglo y medio después, un descendiente de ellos justificaría la causa de mi amo en un álbum de gobernantes. Excepto Jamison y un mestizo de cuyo nombre no quiero acordarme, todo el mundo se olvidó de mi lealtad a la Falange Americana. Ningún proyectil perforó mi pellejo. Y nunca volví a mi cuartel con la cabeza gacha y el rabo entre las piernas.
Yo, el perro filibustero.

Amar hasta fracasar

Hay escritos curiosos que se han hecho con el lenguaje. Versos que se pueden leer al revés y al derecho, guardando siempre el mismo sentido,...