miércoles, 2 de marzo de 2022

El pendiente

Mario Guevara Somarriba

El estruendo causado por el correr de los gatos sobre el techo de metal me sacó de mi estupor.

Era de madrugada, corría viento helado de diciembre que penetraba por las ventanas abiertas de la sala, pero yo no sentí frío. Caminé por toda la casa oscura. ¿Buscando qué?. No sé.

Solo caminé y caminé. Aparté las sillas que podían causar algún tropiezo, cerré las cortinas de las ventanas principales de un solo manotazo. Cerré bien los grifos para que no gotearan más y finalmente me fui a los cuartos de los niños para cobijarlos.

Pero, aún sentía que tenía algo pendiente.

Un murmullo me guió hasta el final de la casa. Me detuve al borde de la puerta que da al patio y miré mucha luz. Las conversaciones confusas no cesaban.

Forcé la vista pero era imposible ver el rostro de aquellas personas, solo se apreciaban luces de diferentes intensidades y colores escondiendo sus caras.

¡Oooooh por Diooooos…

Son fantasmas en mi patio! -pensé- mientras caminaba entre ellos, ahora si con desconcierto y mucho miedo.

Logré colarme entre ellos y comencé a entender sus palabras. Eran oraciones a Dios. Eso me hizo suspirar aliviado. ¡Ufff… por lo menos no se trataba de algo diabólico!.

En el centro de aquella loca reunión de seres hablantines había una luz más potente que subía sin tener fin. Ahí empecé a creer que no eran fantasmas, sino seres extraterrestres que decidían el futuro del universo en el patio de mi casa.

Avancé lentamente hacia la luz viendo a los seres sumergidos en sus oraciones interminables.

En el centro de la claridad potente una caja negra alargada. En el interior de aquel cofre personalizado estaba yo desconectado, apagado, opaco.

Miré hacia la luz y ¡Pum, pum, pum, pum!…

El estruendo causado por el correr de los gatos sobre el techo de metal me sacó de mi estupor.

El general

Mario Cajina Vega

Reunió otra vez a la vieja tropa; vio sus figuras casi como erguidas y sumisas, los rostros de antiguo arrojo bélico cuyas arrugas parecían más surco de lágrimas que cicatrices de pelea, los brazos que no lograban llevar la mano al sombrero con la divisa partidista ahora de color flojo, y el montón de rifles desenterrados que los esperaba.

Cuarentipico de años de combates juntos, a veces como ejército del Gobierno y otras veces, las más, como columnas rebeldes cruzando el país de selva a selva. Fieles, capaces de morir vivando al caudillo; los ojos catarotosos se animaron un poco. Usted manda, General.

Los saludó a todos, de uno en uno, por su nombre, preguntándoles por la familia (algún hijo había caído al lado del padre, algún nieto trabajaba en la capital), la milpa, los vecinos, los decires; de cuatrocientos que acudirían para crecer luego en cuatro mil, hoy se presentaban sólo veintisiete.

Se metió al cuarto de la casa hacienda; por las ventanas llegaba el bramar del toro con el balido de las vacas en el corral y por los corredores se dispersaban sobriamente los veteranos de antaño. El tiro de gracia sonó tras la puerta.

La pobrecita

Mario Arce Solórzano

Cuando las palabras contenidas en el viento aterricen en tu conciencia sabrás que tu decrepitud marcó la vida de una inocente criatura. Esas eran las palabras que como latigazos acudían a su mente, mientras el bastón que sostenía en la mano derecha temblaba y sólo el recuerdo de unos ojos infantiles, atormentaban su memoria.

Esta es la Mariíta, la que me está haciendo brujería, se decía para sus adentros, sin sentirse culpable de nada. El había tenido los placeres femeninos más hermosos, las mujeres, nunca fueron su perdición, pero la Mariíta había nacido en su casa, cuando la empleada de adentro, se metió a vivir con el chofer, que la dejó embarazada y que le prometió volver por ella y por “el nene”, después que se fue a Costa Rica a ganar fortuna y para capear el bulto de la responsabilidad de una hija que nunca conocería.

Por el periódico supo la Celo, que su prometido hizo lo mismo en aquel país, tan desconocido para ella como el mismo Pedro Bigote, y lo acusaron de violación, abuso de confianza y un montón de ticadas, lo llevaron a la cárcel, donde murió a manos de un matón por haber abusado de un preso homosexual que se regalaba a todo aquel nicaragüense que caía preso. “La Nica” le decían, los ticos, a la cárcel y al matón, el “ticonica”.

El Viejo la chineó, ayudó a su madre al acogerla en su casa como hija de crianza treinta años antes que naciera la Mariíta, como sólo él le decía. Setenta de edad tenía el Viejo cuando la Cleo parió. Sin esposa, sin hijos ni parientes, sin muchos reales y con una finca cafetalera, el Viejo vivía una vida rutinaria y desconfiada. De vez en cuando se perdía días, la Cleo lo regañaba y él la miraba con ternura como si estuviera viendo a la criaturita que le enseñó a leer y a escribir.

Sus primeras palabras se las había dedicado al Viejo, -taaa-taa-ta-ta- le dijo balbuceando, mientras él la sostenía entre sus brazos, y la miraba con unos ojos de adúltera imaginación. Creía mucho en cosas ocultas y tenía una “Biblioteca Prohibida” bajo una hermosa, llave dentro de una vitrina ubicada en medio de la estantería de libros.

La Mariíta mientras crecía, más manoseada era por el Viejo, la inocencia de un angelito poco a poco iba siendo minada, sin darse cuenta la Mariíta que estaba amasando una fortuna de dinero y de traumas y problemas psicológicos. Y cada vez más era atraída por el contenido de la vitrina. La llave no era un secreto, ella la encontraba sin buscarla y terminaba sentada en el piso, viendo las imágenes y leyendo los misterios de aquella biblioteca.

Continuamente la niña padecía de infecciones vaginales y anales, el Viejo la socorría llevándola a los mejores médicos y compraba sus medicinas, se quedaba a su lado mientras la calentura le pasaba hasta que la dejaba dormida. La Cleo nunca sospechó nada (platicaba consigo mismo el Viejo), “a esa mujer no la voy a desamparar nunca, es sagrada para mí” (con esos pensamientos se consolaba). Su conciencia de viejo nunca lo dejó dormir tranquilo.

Un día de invierno, la Cleo agarró una pulmonía que la llevó a la tumba, después del entierro, el Viejo se dedicó a consolar a la Mariíta que ya estaba crecidita como milpa que comienza a chilotear. Ese día, el ángel fue convertida engañosamente en mujer y otro funeral grabó su mente. No fue a la escuela porque el Viejo fue su enciclopedia, nunca fue la hija de la empleada sino la “consentida”. Leía cuanto libro el Viejo tenía y compraba, manejaba los libros de contabilidad y cada cosecha aumentaba en utilidades. Se convirtió a la muerte del Viejo, en heredera universal de todos sus bienes. Pero ninguna fortuna podía pagar su inocencia de ángel.

Y el mismo día que despertó a la pubertad, ese día enterraban al Viejo después de haber sufrido un paro cardíaco, el viento soplaba fuerte, silbaba con ritmo en el Cementerio antes y después de la ceremonia fúnebre, nadie lloró al Viejo, ni los perros ladraron el aullido de la muerte. Ella estaba ahí, junto al féretro, de pie como todo un militar y mientras el sacerdote hablaba se prometió a sí misma: “Nunca más me llamarán Mariíta”.

La jovencita era bella, blanca de ojos verdes, “como el zacate de invierno” (le había dicho muchas veces el Viejo), esbelta, “como un roble”, su cuerpo “llena de curvas”, su carácter “templado como la lluvia de invierno”, su voz, “dulce como la miel de jicote”, su caminar, “como potranca andaluza” y luchaba “como una fiera” (todas esas frases eran el eco de la voz del Viejo que quedaron impresas en el viento único vidente y testigo de sus sufrimientos).

Muerto el Viejo, la venganza saltó en la juventud de la mujer que llegó a ser conocida como Doña Esperanza. vendió el café, el cafetal y la tierra, se mudó a Managua y compró un cuarto de manzana en la parte oriental de las afueras de la capital, la amuralló con tablas de aserradero de los Orozco y construyó un estanco, una pista de baile y un burdel y le puso por nombre: La Pobrecita.

Un güegüe me contó

 María López Vigil

Cuento infantil Nicaragüense

En el principio, al comienzo de todo, Nicaragua estaba vacía. Vacía de gente, pues. Había tierra y había lagos, lagunas y ríos. Y muchos ojos de agua. Pero no había ni mujeres ni hombres para mirarlos. Las mojarras y los guapotes, también los cangrejos, eran dueños de las aguas y vivían en ellas y hacían en ellas lo que les salía...

También estaban los cenzontles y los colibríes volando alrededor de las flores y los zanates instalados en los árboles. Y estaban los árboles: el jocote, el granadillo, el jícaro, el malinche, el chilamate, el cedro real y un poco de árboles más. Los perros zompopos corrían entre las piedras y los garrobos salían a tomar el sol sin que nadie los molestara. Coyotes, leones y dantos andaban de vagos por el monte y se hartaban tranquilos. Ya estaban los volcanes cocinando lava y botando humo, pero todavía no había nadie en Nicaragua. Nuestra tierra estaba vacía. Vacía de gente, pues.

En el principio, al comienzo de todo, dicen que ya estaban los dioses. Los dioses vivían allá, por donde sale el sol. Nadie se asomó nunca por el rumbo de los dioses. El dios Tamagostat era varón y guardaba la luz del día. De sus manos venías todas las cosas buenas y también todas las cosas buenísimas. La diosa Cipaltonal era mujercita y guardaba la noche. O más que todo: guardaba el momento de la noche en que llega la luz y empieza a ser de día. Era la guardiana de la aurora. Cipaltonal era linda, tenía la cara pintada con los colores del amanecer.

Tamagostat se enamoró de ella, se volvió dundito por ella. Para encontrarla recorrió el cielo a toda hora. Pero no la halló. Tanto y tanto caminó Tamagostat que todas las nubes se dieron cuenta de que era un dios enamorado. Un día, una de ellas se apiadó de él y le reveló el secreto:

- Mirá, hombre, a la linda Cipaltomatl sólo podrás hallarla si te alistás para cuando el sol abra su ojo y deje escapar su primer rayo de luz. Sólo entonces.

Tamagostat hizo posta en las misma nalgas del sol, se desveló, estuvo de vigilancia, hasta que un día, por fin, cuando el sol abría su ojo izquierdo, logró mirar a su amor. y su amor lo miró a él.

- ¡¿Ideay?!

- Cipaltonal, te quiero tanto, tanto, tanto...

Entoces, la cara pintada de amanecer de Ciapltonal se puso roja, roja, roja.

Estaba más linda que nunca. Tan linda que Tamagostat dio un brinco por encima del primer rayo de luz y la besó en la boca.

- ¡Jodidoooo! -se oyó gritar al sol-. Así fue. Aquel día el amanecer no fue igual al de otras mañanas. Tuvo tres mil colores nuevos. Colores tan bonitos como nunca se había visto antes y como nunca más se volverán a ver. De aquel beso de nuestro padres nacimos todos nosotros los nicaragüenses.

Un poquito después del principio empezaron a llegar hombres, mujeres y chavalos.

Por aquellos tiempos lejanos, que ya nadie recuerda, ni doña Tula, las tierras de América, desde más al norte de lo que hoy son los Estados Unidos hasta la mera Patagonia, al sur más al sur, estaban vacías de gente pero repletas de animales.

Nuestros abuelos abuelísimos vinieron a cazarlos. Hicieron viaje de muy largo: del Asia, de oriente, de donde nace el sol.

Un día que no está escrito en ningún calendario agarraron sus calaches y vinieron para aquí.

- Unos a la bulla y otros a la cabuya.

Legaron en molote, llenando de a poco todas las tierras de América. También en molote llegaron hasta Nicaragua. Y al mirarla, decían los abuelos chinos:

- ¡Chocho, qué tierra más pijuda!

Se instalaron aquí. Eran tendaladas de animales las que había: bisontes, elefantes peludos llamados mamuts (de esos que sólo pueden mirarse en los museos), tigres dientudos y caballos con colochos y venados y chanchos de montes...

Todos eran animales buenos para hacer carne asada.

De a poco, los abuelos chinos ya fueron teniendo la piel del color del contil.

- Ya éramos indios, pues.

Aquellos primeros nicaragüenses se fueron instalando por todas nuestras tierras. Unos por los bosques del norte, desde Teocacinte buscando al este, otros por las orillas del Coco buscando el Atlántico.

Unos en las montañas del centro y otros junto a los lagos.

Unos al occidente y otros al oriente.

- Cada lora a su guanacaste.

Donde más gente se arrejuntó fue a lo largo de la costa del Pacífico. Aquellos primeros nicaragüenses no tocaban aún la marimba ni bailaban palo de mayo, no comían ni rondón ni gallo pinto.

Eran tiempos demasiadísimos antiguos. Los nicas aquellos eran arrechos a cazar. Cazaban y pescaban. Y como sabían hacer el fuego se preparaban un almuerzo soñadito con carnita de monte o con un guapote frito. También bailaban, jugaban, reían y contaban cuentos. Eran felices y eran parejos. Porque eran parejos eran felices.

Mujeres, hombres, niños y viejitos: todos parejos.

- Es correcto: a nadie le falta nada y a nadie le sobra nada.

Pero la historia siempre tiene sus bandidencias. Cuentan que algunos de aquellos cazadores hicieron sus casas en Managua, junto al lago, y que un día, a saber por qué vaina, el abuelo Chepe-Nepej amaneció gritando:

- ¡Quiero pinol!

Para aquel entonces nuestros abuelos no conocían ni la siembra ni la tapisca. Ni idea tenían del maíz y mucho menos sabían qué fueran el pinol. Por cuenta fue grande el asombro por la necedad del señor, que gritaba y gritaba:

- ¡Quiero pinol!

Y dicen que tanto gritó aquel jodido que Managua entera se alborotó.

Y todo mundo se preguntaba:

- ¿Qué chunche será ese pinol?

Y era una sola infanzón por donde la casa de Chepe-Nepej, una cuadra al lago media al sur.
- ¡Quiero pinol! ¡Quiero pinoooool!!!!

Y después de una hora, de tres horas, como nadie le daba pinol, Chepe-Nepej, de malcriado, agarró una hacha de piedras bastante filudita y, zacaplás, la levantó por encima de las cabezas de todos. Al verlos así tan bravo, los managuas, y hasta los venados y los bisontes, salieron en carrera hacia el lago.

_¡Quiero pinol! -gritaba Chepe-Nepej-, ¡Quiero pinol!! -gritaban todos-. Y todos corrían.

Y cuentan algunos que aquel mentado día del pinol, el molote que se armó fue tan tremendo que el lago y los volcanes también se alborotaron. Y cuentan más: que los tres volcanes de Managua, el Asososca, el Nejapa y el Tiscapa se les removieron las tripas como que tuvieran currutaca y cocinaron ligero una lava calientísima que llevaba piedras, cenizas, fuego y toda chochada y burumbumbún, estallaron. El río de lava y la lluvia de cenizas alcanzaron a los managuas mientras unos corrían de allá para acá y otros de acá para allá. Aquel ayote terminó ahumado: el fuego ardiente les quemó el fundillo a todos.

- ¡Por este baboso que quería beber pinol, terminamos desmambichados!

Y le echaba verbos al mañoso de Chepe-Nepej. La huellas de los que corrieron en aquel molote quedaron marcada para siempre en el lodo que vomitó el volcán por el rumbo de Acahualinca. Y hasta el día de hoy se pueden mirar.

Hay otras muchas historias sobre esas huellas.

Esta del pinol es una no más, por cuenta no la más cierta.

Dicen que sólo iban cazando un bisonte o que salieron de paseo o que hacían viaje con sus maritates o que. A saber.

Los dientes de Joaquín

 

A Nicolás y a Joaquín, naturalmENTE.

Había una vez un niño, de calzones muy flojitos, camisa blanca y tirantes, y en el pelo un copete en surtidor, que se enamoró una tarde de la niña Mariflor. Él se llamaba Joaquín.

—Te amo, mi corazón está ardiENTE —se le declaró el muchacho. Y al hablarle, sonrió.

—¡Así no te quiero yo! ¡Porque a vos te falta un diENTE! —respondió la Mariflor.

Y allí empezó aquel conflicto. Siempre hay juego en todo amor.

Joaquín comenzó a buscar. Fue a visitar al ratón.

—Es quien sabe más de diENTES, los recoge noche a noche debajo de las almohadas, debe tener colección. Lo saludó cortésmENTE.

Estaba el ratón sentado sobre un queso roquefor.

—Devuélvame usted mi diENTE.


—¿Y cuándo se te cayó?

—Hace dos días me sucedió el accidENTE, yo estaba comiendo en casa un chocolate crujiENTE.

—No vale. Sólo aceptamos reclamos en las tres horas siguiENTES a la caída del diENTE.

Y cuando dio su opinión, se puso a roer el queso a mandíbula batiENTE. Y se hartó.

—¡Qué vida más repelENTE! ¡Todo pendiENTE de un diENTE!

Más no se dejó achicar este muchacho Joaquín.

—¡Buscaré lo que me falta desde oriENTE hasta occidENTE! 

Viajó en una gran corriENTE hasta hallar a un tiburón.

—¡Sea indulgENTE, deme un diENTE, gran señor!

—Elige el más excelENTE —el escualo respondió.

Y cuando le abrió las tapas y vio por primera vez las tantas filas de diENTES como hojitas de afeitar con que muerde el tiburón, ahí se orinó de terror. Y se fue.

Famoso en el mundo entero es el diENTE de castor. Tumba árboles, y a los troncos les saca punta tan fina como si lápices fueran para escribir un poema. En un bosque lo encontró.

—No me crea usted exigENTE... Pero, ¿me daría un diENTE?

Sin problema se lo dio. Pero era tan cuadrado, tan duro, tan castoril que se le inflamó la boca, y al punto se lo quitó.

—Gracias, amigo castor.

No lo aguanto, demasiado diferENTE al diENTE que tuve yo.

—Buscá un diENTE de león —Nico le recomendó.

Busca, busca, y lo encontró... Éste era lo contrario. Tan liviano, tan ligero...

Era semilla con alas, como flor.

—Tal vez un diENTE de ajo...

Otra recomendación.

Mas le asqueó lo maloliENTE. Y en un tristrás lo escupió.

Viajó a una pradera seca. Y encontró una babirusa que paseaba dulcemENTE, gran señora en su rincón.

—¿Estarán de moda esos diENTES? ¿Gustarán a Mariflor?

Miraba a Joaquín enfrENTE la cordial animalita. El niño se le acercó y Babirusa enseguida se lo brindó gentilmENTE. No sirvió. ¡Le llegaba hasta la frENTE! 

Y ahí nomás lo devolvió.

Después de tantos azares, Joaquín se miró al espejo. Sonrió de oreja a oreja,seguro como un gerENTE de una empresa floreciENTE, a pesar del gran vacío que en su encía se notaba.

Se dio ánimo recordando aquel refrán tan sapiENTE que un día le contó ChENTE:
“A muchacho enamorado no hay que mirarle el colmillo”. Pero no se consolaba. Sufría profundamENTE.

¿Y no será esta tragedia un castigo merecido por no lavarme los diENTES, por perder siete cepillos?, se dijo al llegar la noche, al quedar en calzoncillos, cavilando seriamENTE.

Más apartó aquella idea. Pensaba torcidamENTE. Y siguió buscando el diENTE.

Una vez había oído que a la gente muy viejita los diENTES se le aflojan, se le caen facilito, como las hojas de un árbol, despacito...

Llegó donde ella, pues.

Tejía pacientemENTE un calcetín de colores. Él la miró fijamENTE queriéndola impresionar.

—¿Te saco una muela, abuela? 

Le preguntó decidido, y le mostró una tenaza.

—¡Qué amenaza! ¡Ni lo intENTES!

Por anciana que una sea, una defiende sus diENTES firmemENTE.

No se daba por vencido. Fue a una playa tropical, con ambiENTE muy atrayENTE.

Subió a un cocotero alto, esbelto, recto, imponENTE. Allí vivía feliz la monita Burundanga, retorciéndose la cola, dando vueltas en cabriola, de forma casi indecENTE.

—Haceme un diENTE, haceme un diENTE, por favor.

Carnita de coco la mona amasó y se lo hizo con primor.

—¿Y con qué lo pego, loco? —muy gentil le preguntó.

—Con un moco pego el coco y no lo toco —dijo Joaquín cabalmENTE.

—Dejame, pues, que lo intENTE.


Encajaba exactamENTE.

—¡Tal vez así se contENTE!

Salió en carrera Joaquín, bien sofocado y feliz, para que lo viera ella, su adorada Mariflor, y reconquistar su amor.

Pero al llegar a la esquina, el diENTE se derritió totalmENTE, y se lo había tragado sin darse cuenta de nada...

¡Qué cagada!


—¿Y un diENTE de cachalote?


—¡Quizá su peso te agote!

—¿Y el diENTE de una culebra?

—¡Tiene dentro de un canal puro veneno mortal!

—¿Y el diENTE de un hipopótamo?


—¡Es talla descomunal!


—¿Y un diENTE de cocodrilo?


—¡Tiene demasiado filo!


—¿Y si probara con un diENTE de gavial?


—Sólo atreverte a tocar ese feroz recipiENTE que es la boca de este primo del caimán, te dará una calentura y hasta podría pasar que la panza te reviENTE.

—¿Dos diENTES tiene el narval? ¿Y uno no me dará?

—¿Qué harías, Joaquín, con su diENTE, que es espada de tres metros retorcida en espiral? 

—Sería... ¡Cyrano de Bergerac!

Pues era peliculero este muchacho inocENTE, además, enamorado.


—¿Y si busco en una olla de tallarines al diENTE?


—¡NiENTE, niENTE! 


Lo detuvo la cuchara de un cocinero italiano, muy bigotudo y vehemENTE.


Mendigaba, mendigaba, suplicaba humildemENTE. ¡Qué no se hace por amor!


—Amiguísimo conejo, ¿me cedería un colmillo? 

Me sería suficiENTE.

—¿Para masticar qué cosas lo tendría que ceder? 

—contestó educadamENTE y sin dejar de roer.

Y Joaquín no le supo responder. Lo suyo era mal de amor, él no quería comer.

Y el conejo prosiguió:

—Es tan dura mi mordida que si le cedo la pieza, muy seguro lo lamENTE.

Y salta, salta que salta, se fue el conejito aquel por el monte, indiferENTE.

Cansado ya de indagar, en una noche de niebla, de repENTE, se topó con un ENTE nauseabundo, que parecía gusano y se arrastraba silENTE.


—Algún diENTE de mi tamaño tendrá —no lo dijo, lo pensó.


—¡Abre la boca, detENTE! —le gritó con voz potENTE, haciéndose el muy valiENTE.

El bicho era desdentado. Y siguió campantemENTE.

FrancamENTE, era imposible. Se rindió. Estaba muy impaciENTE. Tenía toda su mENTE casi a punto de estallar.

—¡Me importa un pito el amor! Ande yo sin diENTE y que se ría la gENTE... ¡incluida Mariflor!

Pasaron unas semanas. ¿Cuántas? Unas pocas solamENTE. De su diENTE se olvidó. Pero nunca de su amor.

Y una noche sugerENTE, con luna en cuarto creciENTE, Joaquín fue a buscarla a ella, a la mentada Mariflor. Se encontraban dos ausENTES.

Le hizo un guiño cariñoso. Y ella se lo devolvió. Se miraron, se volvieron a mirar, ojitos hacen los dos. TiernamENTE. La ocasión era propicia. Y Joaquín se decidió a sonreírle y toda la boca abrió.

—Ya te quiero —gritó ella, cuando al muchacho miró.


—¿Ya me querés? ¡Esto no lo entiendo yo!


—¡Mirá, ya otro diENTE te salió! 


Y Mariflor sonrió. Y al mirarla fijamENTE, Joaquín se fue dando cuenta que era a su bella durmiENTE a quien le faltaba un diENTE.


—¡Pues 
ya no te quiero yo!, le dijo el niño insolENTE.

Y volvió a recomenzar aquel conflicto de amor.

Y así, ojo con ojo, y diENTE tras diENTE, se hicieron novios los dos. Y colorín colorao, aquí el cuento se acabao. FinalmENTE.

Mensaje urgente:

Si conocés más palabras que así terminen, en ENTE, sacalas ya de tu mENTE y escribilas pulcramENTE.

No las busqués febrilmENTE, ¡pues se te caen los diENTES!

Navidad en Managua

María del Carmen Pérez Cuadra

El día está soleado y caluroso a tal punto que sobre el caminito de tierra el vapor transparente reverbera y se eleva hacia un cielo azul apenas moteado por unas nubes blancas.

—¡Corré, corré! Si no querés que te mate—, grita el más alto, mientras persigue al más pequeño y gordito de los tres.

—¡Agarralo, agarralo, que no se te escape!

Los muchachitos corren a gran velocidad hacia las ventas de comida humeantes y entre las sillas plásticas de los restaurantes improvisados del malecón de Managua. Hasta que Simón Pedro se tropieza y cae aparatosamente rozando con su pie derecho uno de los tenamastes que sostiene una porra con sopa hirviendo. Por un momento intenta levantarse pero no puede y suelta al fin de sus pequeñas manos un pez plateado que todavía se retuerce en los estertores de la muerte por asfixia. Abel y José Daniel frenan de golpe la carrera al punto que sus pies esquían un poco sobre la mugrosa acera.

—¡ Híjoela!, ¿te jodiste?— pregunta Abel.

—¡Simón!— grita José.

Los dos corren donde el chavalito inerte, ven el pescado avanzando hacia la carretera gracias a sus convulsiones pero ya no les importa. Se acercan al cuerpo del compañero y le soban la espalda con algo de miedo hasta que de pronto Simón comienza a retorcerse de las carcajadas. Acto seguido los compinches le comienzan a dar golpes que no van en serio sobre la cabeza y la espalda.

Al rato se abrazan sin decir nada. Se han reconciliado. Esta tarde, tal y como lo habían acordado, escriben a como pueden su carta para el Niño Dios, ya va a ser navidad. Pero algo sucede más tarde. La noche besa Managua con furia y cada cauce, cada grieta se inunda acarreando una gigantesca masa de botellas plásticas que se enrumba hacia el lago. De madrugada una enorme figura se posa frente a una de las casas hechas de ripios de madera y zinc, es la casa de Abel, uno de los niños que vive frente a los desaguaderos del Gran Lago. Cuando se levanta admirado ve una nata que poco a poco toma la forma de una enorme ballena azul.

Muy temprano en la mañana los chicos se reúnen a planificar las acciones del día y alguna estrategia para conseguir fondos para comprarse algo para desayunar. María de la Concepción, la hermanita menor de José Daniel los ha seguido, ellos a regañadientes la aceptan. El plan es el siguiente: van a recolectar botellas plásticas para venderlas como material de reciclaje. Les pagarían C$ 2.00 córdobas por libra. A ver, un quesillo cuesta C$ 5.00, un refresco de cacao C$ 3.00. Hay que hacer cuentas, menos mal que Abel sabe algo de números. 5 + 3 = 8 x 3 = 24… ¡Pero está María! Y ella los queda viendo con sus ojitos de zarigüeya, como hipnotizada… 24 + 8 = 32 ÷ 2 (Que vale la libra de plástico)= 16. Necesitan recolectar 16 libras de plástico. Nada menos.

La única solución es comprar dos refrescos y dos quesillos para luego compartirlos. Los trabajadores de la alcaldía comienzan a poner luces y ornamentos para el nacimiento que engalanará la plaza capitalina para las fiestas navideñas. Luego de un rato de andar de estorbo se van a los desaguaderos. Allí está la enorme nata con forma de ballena azul que ya comienza a desintegrarse. Armados con unas ramas Simón Pedro y Abel luchaban por jalar las botellas flotantes hacia la orilla, mientras José Daniel y María de la Concepción se estiran poniendo sus fuerzas al límite para alcanzar y recolectar en un saco su pequeño tesoro.

Es una mañana alegre, todo parece brillar después del inesperado aguacero. Los trabajadores concentrados en sus labores sueñan quizá con que les adelantan el aguinaldo, las señoras gordas dueñas de las comiderías ambulantes calculan mentalmente el monto de los préstamos para invertir en sus negocios, si ésta es una buena temporada, y al fondo del lago se divisa una pequeña lancha con pescadores dueños ellos de sus propios sueños. Si tan sólo levantaran el rostro para examinar el cielo podrían ver cómo una enorme nube negra se estaciona sobre la parte sur de Managua.

Apenas hay un momento en que una nube blanca interrumpe al sol, los niños ni siquiera se dan cuenta sino hasta que de pronto y de un solo golpe una enorme correntada se dispara con fuerza sobre ellos. Simón y Abel se aferran a sus ramas y gracias a ellas son catapultados hasta el borde del cauce y se arrastran para salvarse. María y José son arrastrados hacia las profundas y turbias aguas del Xolotlán.

Para ellos todo ha ocurrido en cámara lenta. Simón y Abel abren sus ojos y la boca en expresión de horror e impotencia. No dicen nada, hasta que una señora comienza a gritar:
—¡Jesucristo! ¡Ay, a esos niños se los lleva la corriente! ¡Auxilio, auxilio, auxilio! Y comienzan las acciones de rescate entre gritos y aspavientos.

Abel y Simón Pedro habían tragado agua de cloaca y ahora tocen y vomitaban. Hasta que al fin dicen:
—Nosotros estamos bien, ¡salven a José y a su hermana que se los tragó el lago! La madre de los desaparecidos surge de la nada, grita y llora dando muestras de desesperación y angustia. Uno de los trabajadores de la alcaldía estuvo presto, se saca los zapatos y se lanza al agua que ahora luce gris y turbulenta. Mientras el hombre sumergido busca en el fondo del lago, para los niños el tiempo se vuelve una cosa fantástica en que cada segundo parece una hora. Entonces comienzan a rogarle al Niño Dios que no les traiga ningún regalo, que se olvide de la bici y del DVD que ellos habían pedido, que se olvide del teléfono celular que el propio José había pedido pero que por favor les devuelva a sus amigos. Por favor, por favor, por favor… Por favor que se olvide hasta del regalo que María había pedido, por favor…

Entonces el hombre aquel emerge de pronto y con su mano jala un bulto largo y aguado, es José. Otros hombres y mujeres reciben el cuerpo para ver cómo pueden socorrerlo, mientras que el hombre se sumerge nuevamente. Los dos niños juntan cerebro y alma rogando con toda su potencia vital «Por favor, por favor, Niño Dios, que resucite» Y el hombre sale con un segundo cuerpo en la mano. María de la Concepción está irreconocible, se parece más a una bolsa de basura llena de lodo y desechos que a una pequeña niña de tres años. Y nuevamente las manos sobran tratando de ayudar a la recién rescatada. José ya comienza a dar señales de vida, pero la niña no. El grupo de gente trata de reavivarla pero desde lejos casi no se ve nada. «Por favor no nos regalés nada para navidad, no nos regalés nada nunca más, pero salvá a la María ¡Por favor, por favor, por favor Divino Niño Jesús, ¡por favor…!» Y el milagro se hizo, María comienza a toser y a vomitar agua lodosa.

Mientras la gente sube a los sobrevivientes a un taxi rumbo al hospital. Abel y Simón tratan de buscar con la mirada al hombre aquel que salvó a sus amigos pero no pueden reconocerlo, podría ser cualquiera de los que están allí trabajando. Abel y Simón Pedro se quedan viendo frente a frente, asustados todavía, pensando cómo demonios van a hacer para explicarle a sus amigos que ninguno de los cuatro tendrá regalo de navidad nunca más en sus vidas. Pero total, están muy agradecidos. Ahora planean ir a la Chureca, a lo mejor, quién sabe si no se pueden encontrar una lámpara mágica que les conceda tres deseos.

Bluefields, mi ciudad

Margeny Bensitt

(Cuento infantil Costa Caribe de Nicaragua)

Bluefields es la comunidad más grande de la zona de la laguna. Esta comunidad tiene muchas diferentes razas como Creoles, Mestizos, Garífunas, Mosquitos, Ramas y Sumos. En esta comunidad hay muchos habitantes. Tenemos muchas escuelas como Dinamarca, Moravian, Horatio, Anglican, San José, etc. En esta comunidad nos gusta la agricultura y un poco de pesca. Obtenemos la energía y la luz eléctrica de la capital, Managua. Bluefields tiene un parque central, estaciones de Policía, calles de mercado, iglesias y escuelas. Debemos tratar de mantener nuestra comunidad limpia y saludable porque la necesitamos. Bluefields es muy linda y tiene muchos recursos naturales.

El autógrafo

Manuel Obregón S.

 El autor llegó temprano a la presentación de su libro. Había un público entusiasta que ya había colmado el local, pues se trataba de un novelista consagrado, no sólo por la crítica sino también por sus asiduos lectores, que cada vez que se trataba de una nueva obra se desbordaba para escucharlo.

Como de costumbre, alguien hacía la introducción, y después el novelista hacía una reseña de la obra y hasta leía un capítulo entero. Otras veces, era más dinámico, costumbre que le gustaba más al público: se hacía una especie de panel en el que habían preguntas y la prensa recogía al día siguiente los pormenores.

Para los fans, el momento culminante era cuando se formaba una gran cola para saludar al autor y extender el libro para que éste, le estampase, suena prosaico, más apropiado sería decir le dedicase una frase, una muestra de afecto, de amistad o de cariño al solicitarle, el autógrafo.

Para el letrado también era un momento de gusto y a veces hasta de orgullo, teñido de vanidad, ver la paciencia de sus lectores al tener que esperar turno, asumiendo que no sólo compraban el libro sino también que lo leían, y con fluidez escribía una oración complaciente seguida de su firma.

No se crea que todo era sencillo.

El instante espinoso era, cuando, al alzar la vista el autor reconocía al amigo o conocido pero no recordaba su nombre, cosa que pasaba más de una vez y tenía que ingeniárselas para hacer alguna broma inocente como telón de fondo para ganar tiempo y esperar a que su esposa, que siempre estaba al lado, le soplara al oído para sacarlo del apuro. Y cuando ya no se podía, se recurría a excusas como, “perdona hombre, cómo me dijiste que te llamas” o descaradamente “tu nombre por favor”.

El otro asunto era no olvidar la muletilla de la dedicatoria que no tenía que ser original para nadie, salvo excepciones, pues sería como hacer una tarea escolar interminable. En eso no había problema, se manejaban unas cuantas de rigor, pues se supone que nadie anda enseñando “que te puso a ti o que me puso a mí”, cosas que todavía se ven en otros medios, entre los jóvenes, cuando se trata de artistas.

Sucedió que en esa rutina, de repente, el autor se aburrió de escribir lo mismo y sorpresivamente empezó a improvisar, sin tomar conciencia de ello, cosas, fuera de lugar, como “Para mi amigo lector: recomendándole leer mucho a Kafka al menos una hora por la mañana y otra por la tarde”. O bien “Querido lector: favor leer el Quijote, al levantarse y antes de acostarse, no es incompatible con sus oraciones si tiene esa costumbre”. Otras veces “Si ama lo onírico le recomiendo no soltar a Pedro Páramo de Juan Rulfo, es pequeño, lo podrá leer en dos horas.” O bien “No crea que Guerra y Paz es un tratado de no agresión, procure leer a Tolstói.” “Si se trata de Ulises tenga cuidado, puede resultarle disparatado y puede debilitarle su fe, en caso de que sea creyente”. “Carlos Martínez Rivas es peligroso para la salud”.

Ya se tardaba bastante por alargar las dedicatorias pero descubrió que era más fácil que estar inventando frases que le sonaban huecas por más amables que las disfrazara, así se dijo, de refilón los orientó en futuras lecturas, una especie de vocación escondida que podía ser muy didáctica. La nueva modalidad le acarreó, sin embargo, algunas contrariedades en lectores que se sentían ofendidos cuando la expresión no era apropiada para un autor conocido, como el escabroso CMR. A veces adoptaba una forma más general “Lector amigo: no le crea todo a los Premios Nobel, a veces es pura política o propaganda” o “Si sabe geografía y está enterado, usted mismo puede adivinar quién será el próximo Nobel”. No faltaban las frases irónicas “A Borges le negaron el Nobel por miedo a que se los rechazara” o “A Carlos Fuentes le pondrán un acertado epitafio ‘Se mereció el Nobel, pero siempre no’”. “Sáquele a los BestSeller, no se contamine.” También incursionaba burlándose de la crítica, “No se crea todo eso de Libertad de Jonathan Franzen que es la novela del siglo, o una obra maestra de la narrativa norteamericana” o bien “A Saramago se los recomiendo aunque es comunista pero como dice Harold Bloom no escribe como comisario”. A veces se extendía en frases más largas “Lean a Bernal Díaz del Castillo, el único caso que conozco, que no siendo escritor dejó el testimonio más hermoso de la conquista de La Nueva España”. En esa misma línea recomendaba “Las Crónicas de India de Oviedo, cuyas descripciones no tienen parangón alguno”.

Al final toda alergia se quita y todo mal entendido se disimula. La fiesta siempre terminaba bien. Se bridaba con vino y ricos bocadillos y se charlaba a gusto. Las conversaciones iban más allá de la literatura ya que el segundo tema, tal vez el preferido, era la política local. Más enrevesada que un camino al infierno decían algunos y otros opinaban que, de qué nos asustábamos si siempre habíamos vivido así, más contrariados que un matrimonio a la fuerza y que desde la independencia vivíamos como perros y gatos peleándonos el menguado presupuesto nacional y las riquezas de la nación. Este es un paisito, señalaban otros, de cuatro familias ricas y el resto qué, obreros y campesinos descalificados junto a una clase media más ostentosa, a veces, que la propia burguesía criolla. Se oían cosas, unas para tomar nota y otras para reírse. Como todo tiene su fin, el que paraba la oreja, que soy yo, decidió cerrar la página e irse a dormir.

La adicción

Manuel Obregón S.

La adicción por los estupefacientes es un problema de salud pública. No es solamente de seguridad, sino que cae en la responsabilidad del Estado neutralizar sus efectos, que atacan, principalmente, a nuestra juventud. Esta amenaza no es la única: el juego de azar, la corrupción política, la trata de blancas, la pedofilia, la deificación de los conflictos, la dependencia de energías no renovables, la depredación del medio ambiente, y tantos otros apegos de la vida moderna, incluida la adicción a la televisión, al móvil y a la internet. Los humanos somos animales que siempre creamos dependencias, sea que vengan del medio que nos rodea o las que nosotros mismos inventamos.

No todas, afortunadamente, son negativas, aunque un buen amigo decía que era una desgracia que todas las cosas ricas, o engordan o son pecados.

La verdad que hay otras variantes que quedan en el limbo, la automedicación y la lectura, por ejemplo. La primera alivia si la sabemos aplicar y la segunda nos purifica, siempre que no exageremos la nota, como don Quijote, que enloqueció por abusar de la lectura de los libros de caballería. Esto último es un decir, nadie pierde la razón por leer novelas al menos que ya esté propenso a confundir la realidad con la ficción. Que en el fondo no es cosa fácil, basta mirar a nuestro alrededor y darnos cuenta de que si el mundo está al revés, y que en muchos casos, no lo parece, sino que verdaderamente lo está, entonces los polos se nos invierten y en vez de que los trenes corran hacia el norte los trenes corren hacia el sur. Y que esto no es una simple metáfora.

Que eso de que somos seres de razón no está totalmente demostrado, si así fuese no habría conflictos en los cuales, no es una vida la cegada, sino millones. Que eso de que debe haber seguridad alimentaria está sólo en los libros, sino, quién alivia las muertes por hambre o la mortalidad infantil que año a año, suman, millones de víctimas. Ya no digamos que la democracia es el gobierno del, por y para el pueblo, que eso también sólo está en los libros. La verdad, como dice la canción, es para que te asombres.

Bueno, pero yo les quería hablar de ciertas adicciones por la lectura, que son, inevitables. Desde que leí El Quijote juré que no dejaría esa droga aun a riesgo de creer que los molinos son gigantes y que los carneros ejércitos. Y que me ha ayudado bastante a entender, seguro que sí, a través de la ficción, esa dura y cruda realidad en la que vivimos. A esa primera dosis que probé se le han sumado muchas.

Kafka me ha enseñado que un escarabajo aunque no pueda incorporarse y luche por voltearse [esfuerzo que puede tomar toda una vida] vale más que los falsos héroes de la vida castrense o del servicio civil, ya no digamos las mentiras institucionalizadas que se fraguan desde el púlpito o la tribuna. La alegría de vivir se la debo a un poeta: Walt Whitman, que se identifica con el hombre llano, sencillo, de la ciudad o del campo. La ironía, a un Bernard Shaw, a un Sinclair Lewis; el miedo a la muerte a un Faulkner.

A Ulises de J. Joyce el temple del carácter para sobrevivir en la extravagancia del mundo moderno. A Pedro Páramo de Juan Rulfo mi identificación con el mundo onírico que me lleva a mis antepasados. Los sigo viendo sentados a la mesa a la hora del almuerzo, ellos también nos acompañan, en la vida y en los sueños. A nuestro querido Rubén, el ejemplo de estoicismo de soportar una vida, que le dio más dolores que merecimientos, y la valiente determinación de desarrollar un talento autodidacta en un medio, tan pobre, como el nuestro.

Todo esto tiene una virtud, la lista es inagotable, y así puedo asegurarme que los libros, los que me gustan, afortunadamente, siempre estarán disponibles.

martes, 1 de marzo de 2022

El afilador

Luis Rocha

Cuando llegó a aquel pueblo de tenebrosos silencios y tocó el chiflo inundando el día con su musical sonido, viose de improviso rodeado de todas las mujeres enlutadas que lleváronle sus siempre ávidas lenguas viperinas para recibir el filo con el que, poco después, daríanle muerte.

La noche que maté al Cadejo

Luis Núñez Salmerón

Allá por noviembre de 1979 tuve que viajar, de manera súbita, a Puerto Cabezas a desarrollar alguna función que tenía que ver con mi desempeño como Oficial del Ministerio del Interior.

Debido a que arribé temprano en la tarde pude completar parte del trabajo que llevaba encomendado; por lo que pedí que me llevaran a la “pensión” donde pernoctaría. Esta no era más que un simple cuarto compuesto por cuatro paredes de madera mal cortada. Nada fuera de lo usual para un lugar como Puerto Cabezas.

Habiendo solucionado lo anterior, decidí caminar por las calles del pueblo para conocer, pues tenía la impresión que regresaría pronto a esa parte escondida de Nicaragua.

Fue así que conocí a un grupo de Cooperantes de ambos sexos de República Dominicana. Estos me invitaron a unirme a ellos en una tertulia que efectuarían en la playa esa noche, con una previa visita a la “discoteque” llamada Hongo Jack.

Llegué puntual (después de todo, era militar). La velada en la “disco” se llevó a cabo muy alegremente. Un par de horas más tarde, ya obscuro, nos fuimos a la playa donde entre recitales a la naciente revolución y odas a Sandino, Carlos Fonseca y otros, se empezaron a relatar cuentos de miedo.

Los dominicanos hicieron lo suyo. Vocalizaron lo mejor de sus leyendas. Un par de nicas que integraban el grupo no se quedaron atrás y sacaron a relucir a la Carreta Náhuatl, El Caballo de Arrechavala, La Mujer sin Cabeza y el ya famoso CADEJO.

Éste último desató una polémica sobre su existencia y la veracidad de las dos “versiones”. El Cadejo blanco y el negro. Cada quién decía lo mucho o poco que sabía sobre este ser enigmático o sus experiencias con el mismo.

Ya entrada la madrugada se disolvió la tertulia en cuestión y cada individuo buscó su camino. Los dominicanos, por ser miembros de una misma unidad médica, tomaron rumbo al hospital. Los dos nicas se fueron por otro norte pues vivían aparte. Yo, con muchas dudas sobre la dirección en que quedaba la pocilga que las haría de hotel esa noche, empecé a caminar sólo por las desérticas calles de Puerto Cabezas.

En aquellos años el alumbrado público era más sueño que realidad. La mayor parte de sus calles eran iluminadas por el resplandor de la luna, – y como suele decir don Pancho Madrigal – “Esa noche, era de luna llena”.

Sin tener con quién hablar sobre la velada tan interesante, me vi obligado a recordar esos alegres momentos, lo cual me llevó, forzosamente, a recordar las narraciones sobre nuestro seres mitológicos. La Carreta Náhuatl, EL Caballo de Arrecahavala, la Mujer sin cabeza, y el CADEJO.

Conociendo lo que se dice sobre este animal. Que supuestamente asusta a los trasnochadores y mujeriegos, no pude evitar reconocer que yo caía en una de esas clasificaciones (la primera); por lo tanto, quizás sin querer, voltié a ver sobre mi hombro. Por si las dudas.

A los pocos minutos, a escasos pasos de dar vuelta en una esquina que me llevaría al “hotel”, mi sexto sentido, ese en el que he confiado a ciegas cuando se activa, y que NUNCA me ha engañado, me avisó sobre “algo”. Todavía, mientras escribo esto, se me erizan los pelos al revivir esa noche. Yo, solitario en un pueblo perdido de Nicaragua, únicamente acompañado por la luna llena y por mi sexto sentido. Incluso, creo recordar que me detuve por unos segundo, dudando si debería o no doblar esa esquina.

Decidí que no podía tomar otras calles sin correr el riesgo de perderme. Por lo tanto saqué de mi cintura la pistola marca Llama, calibre 9mm que portaba, la puse “bala en boca” y caminé. Caminaba y recordaba: La Carreta Náhuatl, El Caballo de Arrechavala… el Cadejo.

Continué por el centro de la calle; tal cómo siempre hacía en ocasiones similares. Viene a mi memoria que en esa cuadra había dos o tres casas cuyas palúdicas bujías hacían de alumbrado público. Había caminado aproximadamente 25 varas cuando de repente, de un solar vacío cubierto por altos árboles de quién sabe qué, sentí un movimiento pesado que salía del mismo. Inmediatamente giré mi cabeza y pude ver que hacia mí se dirigía un “bulto” obscuro, grande, muy grande. Recuerdo haber sentido una especie de corriente eléctrica que me recorrió desde las piernas hasta los hombros. De repente sentí frío intenso en mis brazos.

Todo eso mientras el “bulto” continuaba pesadamente hacia mí. Fue ahí cuando mi instinto de supervivencia reaccionó. Di un salto quantum hacia una pared de la próxima casa mientras levantaba mi brazo derecho en la que portaba la pistola y sin apuntar descargué mi furia y susto en cuatro o cinco disparos con las certeza de que había pegado.

Efectivamente; sentí que el ente se desplomaba. Yo confiaba en mi puntería. En su viaje hacia el suelo y hacia el Infierno creí escuchar un quejido ¿o habrá sido mugido? Me pregunté en aquellos segundos ¿Será que el famoso Cadejo es un familiar extraviado del Minotauro? Seguro de mi victoria me acerqué con cautela. Llegué a unos 10 pies de distancia y logré verle. Fue en ese momento cuando noté con horror que me había “enjaranado” con una vaca.

En el preciso momento en que el semoviente expiraba, salían de la casa tres machetes con sus respectivos dueños, más un Arcabuz probablemente abandonado por algún traficante de esclavos del siglo antepasado, cargado por los brazos de alguien.

Aparte de les excusas obligadas del caso me comprometí, debido a mi posición de responsabilidad en el MINT, a enviar desde Managua una cantidad no recordada de dinero como pago por el “asesinato” del Cadejo. En esa ocasión aprendí a no escuchar más esos cuentos de caminos, por lo menos mientras yo anduviera armado. Eso sí. Me cuentan que desde entonces el Cadejo ya no asusta en Puerto Cabezas.

Amar hasta fracasar

Hay escritos curiosos que se han hecho con el lenguaje. Versos que se pueden leer al revés y al derecho, guardando siempre el mismo sentido,...