—¡Así no te quiero yo! ¡Porque a vos te falta un diENTE! —respondió la Mariflor.
Y allí empezó aquel conflicto. Siempre hay juego en todo amor.
Estaba el ratón sentado sobre un queso roquefor.
—Devuélvame usted mi diENTE.
—¿Y cuándo se te cayó?
—No vale. Sólo aceptamos reclamos en las tres horas siguiENTES a la caída del diENTE.
Y cuando dio su opinión, se puso a roer el queso a mandíbula batiENTE. Y se hartó.
—¡Qué vida más repelENTE! ¡Todo pendiENTE de un diENTE!
—¡Buscaré lo que me falta desde oriENTE hasta occidENTE!
Viajó en una gran corriENTE hasta hallar a un tiburón.
Y cuando le abrió las tapas y vio por primera vez las tantas filas de diENTES como hojitas de afeitar con que muerde el tiburón, ahí se orinó de terror. Y se fue.
Famoso en el mundo entero es el diENTE de castor. Tumba árboles, y a los troncos les saca punta tan fina como si lápices fueran para escribir un poema. En un bosque lo encontró.
Era semilla con alas, como flor.
—Tal vez un diENTE de ajo...
Viajó a una pradera seca. Y encontró una babirusa que paseaba dulcemENTE, gran señora en su rincón.
Y ahí nomás lo devolvió.
Se dio ánimo recordando aquel refrán tan sapiENTE que un día le contó ChENTE:
“A muchacho enamorado no hay que mirarle el colmillo”. Pero no se consolaba. Sufría profundamENTE.
¿Y no será esta tragedia un castigo merecido por no lavarme los diENTES, por perder siete cepillos?, se dijo al llegar la noche, al quedar en calzoncillos, cavilando seriamENTE.
Más apartó aquella idea. Pensaba torcidamENTE. Y siguió buscando el diENTE.
—¿Te saco una muela, abuela?
Le preguntó decidido, y le mostró una tenaza.
No se daba por vencido. Fue a una playa tropical, con ambiENTE muy atrayENTE.
—Haceme un diENTE, haceme un diENTE, por favor.
—Con un moco pego el coco y no lo toco —dijo Joaquín cabalmENTE.
—Dejame, pues, que lo intENTE.
Encajaba exactamENTE.
Pero al llegar a la esquina, el diENTE se derritió totalmENTE, y se lo había tragado sin darse cuenta de nada...
¡Qué cagada!
—¿Y un diENTE de cachalote?
—¡Quizá su peso te agote!
—¡Tiene dentro de un canal puro veneno mortal!
—¿Y el diENTE de un hipopótamo?
—¡Es talla descomunal!
—¿Y un diENTE de cocodrilo?
—¡Tiene demasiado filo!
—¿Y si probara con un diENTE de gavial?
—Sólo atreverte a tocar ese feroz recipiENTE que es la boca de este primo del caimán, te dará una calentura y hasta podría pasar que la panza te reviENTE.
—Sería... ¡Cyrano de Bergerac!
Pues era peliculero este muchacho inocENTE, además, enamorado.
—¿Y si busco en una olla de tallarines al diENTE?
—¡NiENTE, niENTE!
Lo detuvo la cuchara de un cocinero italiano, muy bigotudo y vehemENTE.
Mendigaba, mendigaba, suplicaba humildemENTE. ¡Qué no se hace por amor!
—Amiguísimo conejo, ¿me cedería un colmillo?
—¿Para masticar qué cosas lo tendría que ceder?
—contestó educadamENTE y sin dejar de roer.
Y Joaquín no le supo responder. Lo suyo era mal de amor, él no quería comer.
Y salta, salta que salta, se fue el conejito aquel por el monte, indiferENTE.
Cansado ya de indagar, en una noche de niebla, de repENTE, se topó con un ENTE nauseabundo, que parecía gusano y se arrastraba silENTE.
—Algún diENTE de mi tamaño tendrá —no lo dijo, lo pensó.
—¡Abre la boca, detENTE! —le gritó con voz potENTE, haciéndose el muy valiENTE.
Pasaron unas semanas. ¿Cuántas? Unas pocas solamENTE. De su diENTE se olvidó. Pero nunca de su amor.
Y una noche sugerENTE, con luna en cuarto creciENTE, Joaquín fue a buscarla a ella, a la mentada Mariflor. Se encontraban dos ausENTES.
Le hizo un guiño cariñoso. Y ella se lo devolvió. Se miraron, se volvieron a mirar, ojitos hacen los dos. TiernamENTE. La ocasión era propicia. Y Joaquín se decidió a sonreírle y toda la boca abrió.
—Ya te quiero —gritó ella, cuando al muchacho miró.
—¿Ya me querés? ¡Esto no lo entiendo yo!
—¡Mirá, ya otro diENTE te salió!
Y Mariflor sonrió. Y al mirarla fijamENTE, Joaquín se fue dando cuenta que era a su bella durmiENTE a quien le faltaba un diENTE.
—¡Pues ya no te quiero yo!, le dijo el niño insolENTE.
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