Rubén Darío
Amiga Pasajera: voy a contarle un cuento. Un
hombre tenía una rosa; era una rosa que le había brotado del corazón.
¡Imagínese usted si la vería como un tesoro, si la cuidaría con afecto, si
sería para él adorable y valiosa la tierna y querida flor! ¡Prodigios de Dios!
La rosa era también un pájaro; parlaba dulcemente, y, en veces, su perfume era
tan inefable y conmovedor como si fuera la emanación mágica y dulce de una
estrella que tuviera aroma.
Un día, el ángel Azrael pasó por la casa del
hombre feliz, y fijó sus pupilas en la flor. La pobrecita tembló, y comenzó a
padecer y a estar triste, porque el ángel Azrael es el pálido e implacable
mensajero de la muerte. La flor desfalleciente, ya casi sin aliento y sin vida,
llenó de angustia al que en ella miraba su dicha. El hombre se volvió hacia el
buen Dios, y le dijo:
–Señor: ¿Para qué me quieres quitar la flor que
nos diste?
Y brilló en sus ojos una lágrima.
Conmovióse el bondadoso Padre, por virtud de la
lágrima paternal, y dijo estas palabras:
–Azrael, deja vivir esa rosa. Toma, si quieres,
cualquiera de las de mi jardín azul.
La rosa recobró el encanto de la vida. Y ese
día, un astrónomo vio, desde su observatorio, que se apagaba una estrella en el
cielo.
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