El diablo se aparecía cuando uno menos lo pensaba, detrás de la casa. Las ceguas se atropellaban en los solares, con sus dientes de cáscaras de guineos y sus cabelleras de cabullas. La carretanagua recorría las calles al peso de la media noche sembrando el terror con su pavoroso ruido... Y la gente se veía amenazada en todas partes por las almas en pena, brujas, hechiceras y padres sin cabeza.
Pero sucedió que una vez, tras una sangrienta reyerta, Ñoringues y Nurindas regresaron a su base muy cambiados de cómo volvían antes. Veían a muchos de los suyos mutilados, deformados por las heridas. Y cuando entró la noche, los más viejos, los que se creían más culpables de aquellas horribles matanzas, hicieron en su interior el balance de sus tremendas responsabilidades. Pasaron días y días y ninguna de las dos familias daban trazas de querer volver a la pelea. Miembros de ellas se encontraban en calles y caminos y hasta se saludaban. Al principio se hallaban recelosos, pero después fueron entrando en confianza, como amigos.
El pueblo se vió prosperar en pocos días. Las crucetas y los fusiles se cubrían de sarro en los rincones de las casas. Ñoringues y Ñurindas se visitaban, fraternizaban. En todo el pueblo había paz. Sólo los perros, ya viejos y con los ojos telarañosos, seguían ladrando, como en otro tiempo, para concitar los ánimos a la lucha. Ladraban en vano. Nadie quería pelear. Desde entonces, en el pueblo, dieron el apodo de “inactuales” a los perros de los Ñoringues y de los Ñurindas. Algunos todavía siguen ladrando. Son los especímenes del periodismo intransigente, mordaz y sectario.
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