martes, 1 de marzo de 2022

Historia de perros

Luis Enrique Mejía Godoy

Todo el conocimiento, la totalidad de preguntas y respuestas 
se encuentran en el perro.
Franz Kafka


VIDA DE PERRO
Amaneció oliendo cada rincón de la casa. Fue a mear la llanta del carro, levantando una pata. Dio tres vueltas antes de acostarse en el suelo. Y cuando en la noche le ladró a la luna, después de perseguir grillos en el jardín, creyó que era un perro de verdad y no la ficción de un sueño, como había pensado al dormirse al mediodía bajo la cama.

Cuando despertó, con los ojos tristes y húmedos, se fue a echar a los pies de su mujer que, acariciándole la cabeza, no sabía si llevarlo al veterinario o al manicomio.

PERRO AMOR
––Guau! ––dijo Marcelo al verla salir del baño, pero ella lo tomó como un americanismo muy propio de la gente que se había ido a vivir a Miami, y no como el saludo de un perro.

El médico le había dicho que no era nada grave esos ojos “como mirada de perro callejero”. Ella se acostumbró a las caricias de su nariz que sentía cada vez más fría, buscándole los rincones de su cuerpo. “Tendré que ponerte un nombre” – le dijo ella, y pensó que no era necesario, pues Marcelo no sonaba mal para un perro con cara de gente.  Él, contento, paró las orejas y le lamió la entrepierna. Fue la primera vez que le hizo el amor en cuatro patas.

RETRATO DE POETA CON GUITARRA.
(En el bar de los sueños olvidados)
Llegó tomado de la mano con una niña no mayor de quince, parecía su nieta. Seguido de una comparsa formada por un poeta amateur, un asistente vividor y un adulador que era a la vez su biógrafo. Pidió media botella de Ron Flor de Caña, Etiqueta Negra, con soda y cuatro cubos de hielo. Se sirvió medio vaso de ron y agregó dos dedos de Ensa. Quedó viendo a la niña vestida de blusita, una cuarta arriba del ombligo, rojo sangre, y pantalones mugres ajustados hasta la chimpinilla, con sandalias doradas. Ella sonrió y se dejó tocar un pecho. El poeta recordó en su paladar los pejibayes que vendían en la parada de buses de Tibás-San José, en la capital de Costa Rica.

Venían saliendo de la Cinemateca de ver una película de Fellini cuando el poeta le dijo a la niña una frase inspirada. Algo así como: “tus ojos de paloma degollada...”. El poeta amateur aplaudió con entusiasmo y los ojos húmedos. El asistente vividor  le sirvió otro trago de medio vaso de ron y el adulador y biógrafo tomó nota de la frase en una libreta y enmarcando sus manos, tomó una foto ficticia a todo el grupo con su sonrisa de violador.

El poeta se emborrachó y se durmió en aquel bar de mala muerte que frecuentaba cada viernes y olvidaba cada sábado. El poeta amateur se robó el verso del poema improvisado. El asistente y vividor  pidió otra media de ron y salió por la puerta de atrás para no pagar… El adulador y biógrafo, después de firmar un vale, se llevó a la niña, le dio cinco pesos y la manoseó antes de devolverla al barrio miserable de donde la había ido a sacar para que pasara la noche con el poeta.

Al despertar, el poeta se dio cuenta que, como siempre, se encontraba en la casa de su amigo, el Director del Instituto de Cultura que lo había mandado a rescatar del bar en la madrugada, con su chofer, gracias a la llamada  oportuna que el barman hizo a una amiga íntima del Presidente de la República. El funcionario le ofreció una limonada cimarrona. Él pidió un ron y una guitarra para cantar un tango de Agustín Lara y lloró al tratar en vano de recordar el verso y la cara sucia de aquel ángel de brillantes ojos negros que había perdido anoche en el Bar de los Sueños Olvidados...

El zoológico de papá

Lizandro Chavez Alfaro

Desde que nací, o desde que tengo uso de razón, me está diciendo que yo nací para mandar; que el país me necesita como yo lo necesito a él. Yo era muy niño (ahora tengo trece años y hace mucho tiempo dejé de ser niño); me puso un juguete en las piernas y dijo que yo había nacido para mandar. Lo recuerdo como si hubiera sucedido hoy: él andaba con uniforme de gala blanco: un grueso cordón de seda amarilla le colgaba del hombro izquierdo y medallas de todos colores en el pecho.

El juguete era de lata y echaba chispas: un tanque tipo M-103. Pero esta mañana se puso serio conmigo porque le ordené al soldado que estaba de guardia en el jardín que metiera la bayoneta entre los barrotes de la jaula. Al principio, el raso no quería obedecer; tal vez no recordaba que soy coronel. Después, lo hizo. Cuando le dijeron lo que había sucedido, vino y me miró como nunca me había mirado. No sé por qué. Me quiere mucho y siempre me deja hacer lo que quiero. Creo que ya se le pasó. Tiene tanto que hacer que de seguro ya se le olvidó.

Desde aquí lo veo parado junto a una de las jaulas; ah, están metiendo a otro. Antes yo no sabía lo que era un enemigo, hasta que me lo explicó y me hizo sentir lo mismo que él siente por ellos. A veces, me cuesta dormirme por pensar en esas cosas. Eso me sucedió anoche, aunque también es cierto que el león (el puma, quiero decir) estuvo rugiendo mucho. Creí que era porque está recién llegado. Lo agarraron en una de las haciendas que tenemos allá por el norte de la república; no me acuerdo cómo se llama la hacienda; nunca puedo recordar los nombres de todas. Él me ha dicho cuántas son –creo que cuarenta y tres-, pero no puede retener los nombres. (Con este puma ya son siete las fieras que tenemos en el jardín).


A mi papá le gustan mucho, y yo creo que hasta las quiere; cuando menos, le divierte darles de comer. A cada una le ha puesto nombre. El puma se llama Nerón. Al principio no quería que se supiera que tiene su colección de fieras, pero de todos modos se corrió la noticia por todo el país. Hace poco permitió que en uno de sus periódicos –creo que fue en La Estrella que es el más importante—publicaran un reportaje. Tenía muchas fotografías: se llamaba Admirable zoológico en casa presidencial. ......

La flor en la lluvia

Kathy Lavone Moses Miller

(Cuento infantil Costa Caribe de Nicaragua)

Era un día lluvioso y una familia de flores estaba demasiado cerca de la orilla del río, y el río socavó las pequeñas flores y se perdieron. Dos niñas caminaban junto al río y encontraron una florecilla y la florecilla estaba a punto de caer en una zanja. Las niñas saltaron al agua para salvar la florecilla y cuidaron de ella y vivieron para siempre jamás.

Chico, el de la María

 Julio Valle-Castillo

—Chico-Mico, nariz y pico de perico real, ¿con quién te querés casar?

Moreno quemado, tenía la cabeza estirada como papaya y sus ojos hasta allá arriba, estrábicos, parecían tristes de tan apretados. Creció en las cocinas de los caserones como hijo de la cocinera de la ciudad que nunca dejó de ser la María. Ya adolescente aún usaba pantalones cortos y botitas viejas. La mayor parte del tiempo se la pasaba ido o riéndose solo, de anda y con nadie.
 
Sólo era risa muda, mueca neutra; a veces se volaba horas enteras igual que un chocoyo picoteando un banano o un mango, yendo y viniendo por la barra del trapecio del minúsculo espacio de su jaula ahumada. Otras veces trataba de capturar moscas, chayules o insectos invisibles que orbitaban por sus aires. Vivía pegado de su madre, o en ese su ámbito doméstico de alacenas, calaches, cacharros y tereques, gallineros, o zaguanes de leña seca y verde, y depósitos de aquel aromático tabaco de primera en fardos. Pero en verdad, donde Chico se encontraba era por las nubes. En los celajes de marzo se divisaba o confundía con las chispas de las quemas de solares o con algún primer lucero límpido y nocturno. Para las ventoleras de enero se empopaba la camisa, se inflaba como un globo y cogía altura, se iba remontando, ascendiendo, subiendo en un profundo vuelo fácil, hasta quedarse durante días y días.

Quién sabe qué viento sopló duro, qué racha lo botó de esos cielos por donde andaba; quién sabe qué nube no lo aguantó y se desfondó; quién sabe qué penachos, qué nubarrones gordos se deshicieron en chaparrón porque una tarde de mayo o junio apareció flotando sobre las aguas de la Laguna de Apoyo, riéndose aún con sus mismos dientes pelados.

(Mayo de 1983)

El rey tiene un cacho

Julio Aguilera Maradiaga

En cierto reinado de un país lejano al nuestro, había un rey que con frecuencia se miraba en la obligación de eliminar a los barberos, simplemente porque éstos respondían con la verdad a la interrogante que les hacía.

Siempre que tenía a uno de ellos cortándole el pelo les preguntaba sobre lo que miraban en su cabeza y éstos, asombrados por lo que estaba ante sus ojos, con el cuidado de no molestar al rey, casi en susurro le respondían: “Un cacho señor”.

Eso bastaba para que el barbero desapareciera del reinado, el rey no concebía esa realidad, no soportaba la idea de tener un cacho en su cabeza. Y así fue como muchos barberos por decir la verdad fueron condenados a morir.

En el poblado ya se comentaba la desaparición de los barberos cuando el rey les llegaba a exhortar con sus gendarmes, y a quien le tocó el turno esta vez temblaba. No era para menos, pues temía que les pasará lo mismo de sus compañeros.

Cuando ya el barbero, con su equipo de trabajo, se encaminaba hacia el palacio se iba preguntando la razón por lo cual sus compañeros de oficio habían desaparecido; pero la repuesta no llegaba todavía.

Entonces cuando ya le tocó afanar con el cabello del rey, como todos los demás, se conmovió de lo que vio y casi pegó un grito del susto, pero se contuvo. El rey entonces, le hizo la misma pregunta:

¿Qué vez en mi cabeza? El barbero, como sospechando lo peor, muy seguro de sí mismo le contestó: “Nada señor”.

El rey estaba sorprendido de la repuesta, hasta que por fin había alguien que le respondía lo que deseaba oír, pero aún dudando del barbero le hizo una y otra vez la misma pregunta, y la repuesta fue la misma: “Nada señor”.

El barbero inteligentemente se había librado de perecer, pero su conciencia no estaba tranquila, él sabía que la verdad era otra.

Al día siguiente se dirigió a las afueras del pueblo e hizo un gran hoyo, metió la cabeza y gritando fuerte comenzó a decir: “¡El rey tiene un cacho!”, “¡El rey tiene un cacho!”…. hasta que realmente sintió que se había librado de aquella mentira.

Con el tiempo brotó del hoyo una hermosa planta de carrizos que los niños del pueblo, cuando de jugar se trataba, se trasladaban al campo y ahí cortaban los carrizos que convertidos en pitos comenzaban a tratar de sacarle alguna melodía.

Lo extraño para ellos era que al ejecutarlos, en vez de la melodía deseada, lo que salía al aire era la voz del barbero que decía: “¡El rey tiene un cacho!”, “¡El rey tiene un cacho!”…

Ocotal, Nueva Segovia.

¿Para qué tanto cuento?

Juan Sobalvarro

Yo no me pregunto nada y para qué buscar las explicaciones de la gente. En casos de esta emergencia, llega una hora en que las explicaciones no sirven de nada y no hay que andar con cuentos. De ellos yo sólo miraba que eran animalitos, en eso me concentraba sin ver para otro lado. Y es que ese es mi trabajo, que acaso no somos un “ejército profesional”, como dicen los jefes. Y yo soy muy parejo con la causa. Además no es difícil, con la costumbre uno le pierde el sentimiento a la lágrima. Como la vez que las pipilachas nos apearon en Chontales, para mí, tierra desconocida, pero ahí ya nos tenían baqueano, un hombre grandote y barbudo, que de la pereza no se aguantaba él mismo, cara de inútil el jodido hombre, pero el final de cuentas, él era el que conocía el mandado y nos llevó por esos montes, trocha arriba, trocha abajo, un día con su coche y a la mañana siguiente paramos en un rancho y el hombre que nos dice, “aquí es”, entramos en el mamarracho aquel, allí están un hombre con mujer y niña y el baqueano que vuelve a decir, “éste es”, y el otro, señalado, apenas tuvo tiempo para parpadear, “véngase hermano que vamos a dar una platicadita”, le digo y la mujer que se cuelga del hombre para que no se vaya, pero el hombre, frío, con cara de sentencia, la manda a su rincón y la niña sin aire viendo hacia arriba las cabezas, imitaba el llanto de la mama y el baqueano vuelve a decir, “¿Lo amarramos?”, ¡que no!”, le digo, “sólo es una platicadita rápida” y el hombre, todo voluntario obedece, lo sacamos del rancho, lo metemos en el monte y le digo al baqueano que se quede atrasito, paro al hombre de frente por allá y le disparo, dos tiros y suficiente, con el primero ya estaba muerto, el segundo lo disparé por instinto. Lo importante es hacer el trabajo rápido, así sin pensar, uno se concentra en que son animalitos que caen sin revuelo, como trapos de cocina en los que nadie piensa, si uno los ve así, es más fácil y con la costumbre uno ya sabe que sólo se mueren y hasta pasan a mejor vida.

Las Cañitas

Juan Centeno

Las Cañitas es un pueblo olvidado de Nicaragua. Aquí no llegan los periódicos. No hay luz eléctrica, agua, ni teléfonos. Hay una escuela, una iglesia, la barrera de toros, chinamos, putas. Un sólo televisor blanco y negro que funciona con una batería de carro de 12 voltios, no hay correo, no hay molino. En un tercio de las casas se elabora cususa de atado de dulce. Parece un pueblo del oeste, la gente usa pistolas y prefiere andar en mula que en caballo pues la mula resiste más. Hay cerveza y coca cola, pero se beben calientes. En invierno es puro lodazal y en verano abundan los polvasales. A las cinco de la mañana las mujeres se van a acarrear el agua, después de llevar el ganado a pastar. Las fiestas se hacen con candiles y una grabadora National de cuatro baterías.

Juan Burula es dueño de uno de los tres buses que acarrean gente. Sale a las dos y media de Las Cañitas, su ayudante es Güirila, también lleva a Víctor, su hijo, quien conduce a toda velocidad por pendientes bordeadas de abismos, la gente se persigna para llegar a salvo. Antes no se viajaba los jueves pues los malos espíritus ocasionaban ponchones de llantas o asaltos de camino. El bus lleva desde chanchos, perros, gallinas… hasta cuajadas, sacos de frijoles y otras cosas.

Toño Bermúdez, el hijo de la Balbina Salgado, se robó a la Ana Julia a las ocho de la noche. El papa de la Ana Julia es Chico Blanco quien vivió con la Balbina hace años.

La Ana Julia es linda y frondosa. Cuando Toño hizo el plan para robársela hubo una confusión, entonces vino Leandro, conocedor del plan y aprovechándose tomó su lugar. El sitio era muy oscuro. Leandro agarró del brazo a la Ana Julia y se fueron por el camino. Cuando por fin la chavala oyó la voz del impostor le dijo: ¡Vos no sos Toño! el hombre la quiso violar ay nomás pero ella huyó. En la carrera se le reventó una chinela y también dejó tirada una pintura de labios que después el impostor mostraba como trofeos de guerra. En el pueblo todo mundo la buscaba. La Ana Julia no volvió a su casa pues había quedado bien revolcada, sino que se fue a la casa de un tío de Toño, aquel que no había asistido a la cita. A pesar que la casa del tío de Toño quedaba frente a la vivienda de la Ana Julia nadie sospechó nada. Ya entrada la noche, el tío se fue con la chavala a dejársela a Toño, se la dio en bandeja de plata y bien bañada.

El doctor Ramírez era enamorado de la Ana Julia desde que llegó a Las Cañitas a hacer su servicio social. La noche de los sucesos aquí narrados él le iba a poner serenata y la iba a pedir en casorio. Se dio cuenta de todo cuando el vendedor de telas que viaja por los caseríos desde Las Quebradas, pasando por Tomatoya, Las Palomas, Los Arauz, y otros lugares, se dio cuenta del alboroto y le contó al doctor Ramírez, quien estaba de paso por Las Lagunas, sitio cercano a Las Cañitas. Ramírez llamó por radio al puesto de salud preguntando si era cierto que se habían robado a su amada. Luego de tanto insistir con las frecuencias oyó el ruido de la estática y una palabra que por estar repetida le rompió dos veces el corazón: ¡Positivo Positivo!

Esa noche no durmió y se quedó afuera en una mecedora pensando en la Ana Julia. A las cuatro de la mañana escuchó el murmullo de las ancianas que pasan a dejar el ganado. Y las vio regresar con sus cuerpos cadavéricos, cuando la primera luz del amanecer proyectaba sus frágiles siluetas como si la muerte fuera pasando por aquellos olvidados caminos.

Los caminos del Señor

Juan Centeno

Pablo despertó aquella mañana de diciembre con el mismo ruido que hacía la gente del mercado. Se sentó al borde de la cama y le pidió a Dios que lo cuidara ese día. El no era un hombre religioso, pero desde pequeño su madre lo llevaba a la iglesia bautista donde aprendió a no arrodillarse ante las imágenes ni a creer en los santos. Por eso se enojaba y profería insultos contra el alcalde cuando se enteraba que de los impuestos se compraba la pólvora para las festividades de los católicos o cuando a la medianoche era despertado por el sonido incesante de una sirena, entonces se agarraba los cabellos y gritaba:

-Va entrando la virgen ¡ Va entrando la virgen !

Ya no se diga cuando saltaba de la cama a las cuatro de la madrugada asustado por las veinti-tantas detonaciones en honor a la virgen, que hacían caer en su rostro puños de arena del cerro negro que aún quedaban en el techo de su casa. Cuando terminó la oración se metió al baño. Llevaba siempre su pequeño radio para oír las noticias de la mañana.

Aquel hombre llamado Pablo tenía 40 años y una especial relación con Dios. Se dirigía a él como a un viejo amigo y le pedía ayuda para todo lo que debía hacer cada día, desde encontrar un taxi al salir a la puerta hasta rogar encarecidamente que al bajar no estuviera lloviendo. En más de una ocasión, cuando Pablo tenía una cita de amor, le pedía a Dios no desbordarse al primer intento o encontrar los puntos más excitantes en su pareja y dejar a su amante complacida tras los estertores de la pasión. Así era Pablo de amigo con Dios y Dios le entendía y le ayudaba a cumplir sus deseos, total era por una buena causa.

Esa mañana, Pablo salió de la ducha con la plena confianza que contaba con la protección del altísimo. Se marchó al trabajo. A la hora del café como era la costumbre, los empleados conversaron sigilosamente sobre el último escándalo de corrupción del gobierno, luego todo transcurrió con la normalidad de siempre. Al llegar las cinco de la tarde, el viejo reloj anunció el final de la jornada de trabajo. Los amigos de Pablo hacían planes pues era viernes y había que empezar temprano el fin de semana. Pablo se unió al grupo, no sin antes pedir a Dios que le fuera bien en aquella jornada de tragos y diversión. Más tarde la noche se fue haciendo vieja y casi al amanecer los amigos dejaron a Pablo cerca de su casa. Con paso tambaleante fue buscando las referencias necesarias para orientarse y poder llegar. Cuando estaba a una cuadra de su destino, un grupo de maleantes lo interceptó; lo despojaron de su cartera, el reloj, los zapatos... y como los borrachos son valientes se quiso defender de tal agresión. Un helado cuchillo se hundió varias veces en su abdomen, al final quedó tirado en la calle sintiendo que la vida se le escapaba poco a poco y peor aún, abandonado por Dios.

Un mes después, Pablo aún no se acostumbraba a defecar por aquel orificio que conectaba a una bolsa plástica, pero no le importaba, a fin de cuentas seguía vivo. Además, al momento de la operación los cirujanos extirparon de su intestino una masa que resultó ser un tumor maligno, descubierto a tiempo gracias a la puñalada que recibió aquella noche. Cuando le dieron la noticia, miró al techo, guiñó un ojo agradeciéndole a Dios – su cómplice – y acarició suavemente el cabello de Maria Eugenia, la más bella enfermera del hospital de León, mientras sonreía y pensaba: ¡Qué maravillosa es la vida y que sorprendentes son los caminos del señor! 

12 Cartas y un amorcito

Juan Aburto

Tal vez hubo realmente un poco de amor en todo ello, pero aún no estoy seguro. Uno nunca acaba de conocer a las mujeres y cualquier hombre está expuesto a estas cosas, pues por ser hombre puede andar por todas partes, metiéndose como animal en cada recoveco y cualquier día lo matan o tropieza con un buen negocio o logra una mujer desconocida, todo por casualidad. ¿Habrá sido, simplemente, cosa de la acción del Genio del Amor que, ya se sabe, puede surgir en maduradas pasiones enormes o en pequeñas aficiones repentinas? ¡Quién sabe!

Ella no me dijo su nombre o lo he olvidado. Creo que tampoco le di el mío. Debía llamarse Adelina o Virginia, pues su persona y su cuerpo me parece, requería una especial nominación. También su perfume, el de su piel como de florecitas nuevas de monte, me antojó esos nombres. Es que he descubierto que ciertas mujeres no debieran llamarse María del Carmen o Emelina; otras están bien como Socorros o Chabelas. Conozco una Rosita que fuera mejor Catalina, y qué bien estaría que aparecieran , cuando uno quisiera, mujeres Totopoxtes, mujeres Xilinjoches . . . En fin, tal vez estas ideas no sean muy importantes.

El caso es que últimamente he estado pensando mucho en ella y a veces hasta quisiera volver. Pero me da penita. Al fin y al cabo es casada y quizá ni me recuerde. El amor de las mujeres es así. También, en el fondo no estoy conforme. No me he envanecido con nada. Realmente, yo no hice nada, absolutamente nada espontáneamente, y no me gusta el amor comprado (ella no me pidió dinero) ni el amor demasiado fácil. Allí me estuve sentado, leyéndole las cartas, más bien, escuchándola a ella. Pero lo peor es que todos estos días he estado deseando verla, ahorita también, aunque fuera de lejos. Me habrá recordado alguna vez? Estará allí todavía, con sus nostalgias, o habrá vuelto a su casa de Bluefields? Total que aún hoy no me explico claramente cómo sería todo aquello.

Resulta que aquella tarde, como a las 5, andaba yo solito paseando por el barrio de Buenos Aires. Siempre me ha gustado, desde muchacho, pasear solo por las barriadas. Al menos no tiene uno que ir diciendo adiós a cada paso. Además, hay cierto otros encantos en ello, que no es necesario consignar aquí.

El caso es, pues, que íba casi a media calle, caminando entre una bulla de carretones, ladridos y chavalos beisboleros, cuando de pronto comenzó una fuerte lluvia. Pude haber cogido un taxi, pero no tenía nada que hacer y preferí quedarme un rato contra una pared, recostado, viendo formarse las avenidas. De una puerta cercana salió una mujer joven y me invitó.

-Pase adelante, no se moje!
Era una muchacha alta y finita, cobriza la piel; parecía yanka y creo que tenía azules los ojitos o medio verdes, quizá. Ya estaba un poco oscura la tarde.

Me senté y principiamos a hablar del tiempo; que mucho molesta la lluvia, que uno no puede salir, etc. Estuvimos hablando un rato sobre lo mismo.

-Así es en Bluefields -me dijo- mucho llueve allá. Porque yo vivo en Bluefields sabe? Allá tengo mi casa. Yo soy la esposa del teniente Polanco. Pero es que la mamá de él no me quiere mucho y siempre nos estábamos peleando. Así es que resolvimos que me viniera para Managua, aquí donde mi prima, esta casa es de mi prima. Y aquí estoy para mientras. Pero ya no hallo las horas de que lo trasladen a otra parte o que se venga para acá, para juntarnos otra vez pero viera que siempre nos escribimos; vea, aquí tengo todas sus cartas.

Se levantó la muchacha y de una repisita tomó un rollo de papeles y me lo entregó. Lo examiné y ví que era una docena de cartas escritas a máquina con tinta morada, con muchos errores mecanográficos, en prosa familiar y cursi y en papel membretado del Comando.

-Quiere leérmelas? me rogó.

Me acerqué a una mesita, debajo de una lámpara contra la pared y apoyando el brazo comencé a leer en voz alta:

"Bluefields, 16 de enero. Querido Amorcito: Deseo que al recibo de la presente te encuentres bien de salud en unión de tu apreciable primita. Yo estoy bien. Amorcito; ¿Por qué te fuiste y me dejaste, ah? Mejor hubiera esperado que se compusiera las cosas, etc. etc.

En seguida leí otra:

Querido Amorcito: recibí tu apreciable cartita del 23 del corriente, pero no has contestado la mía del 15 del corriente; sólo me decís que recibiste el cheque de 100 pesos que te mandé. Echo de menos tus besitos, aquí te mando un montón de besitos, etc. etc.

La muchacha se había sentado frente a mí. Contra el tabique estaban 3 sillas y en la de un extremo estaba ella. Mientras leía la miraba de reojo y parecía feliz, con los ojos clavados en mí, absorta por la lectura, como si era la primera vez en la vida que se enteraba de sus cartas.

Ya me fregó esta tipa -pensaba yo, después de leer otra misiva mas- me tiene aquí de chocho leyéndole esta correspondencia idiota que qué me importa!

"Querido Amorcito: Después de saludarte, paso a decirte lo siguiente: mi mamá me ha preguntado por vos, tal vez ya te quiere. Por qué no te decidís a venirte? Tu corazoncito, que soy yo, te espera, etc. etc.

Mientras tanto afuera la lluvia había arreciado más y ya no tenía yo el pretexto de la escampada para largarme. Ella se ponía más nerviosa, revolvíase en su asiento, fascinada por mi lectura. Yo, aburrido, comenzaba a odiarla, y a mi suerte también.

"Querido Amorcito. No te había podido contestar, pero vos también escribime más. Vos sabés que te quiero mucho y es justo que me hablés algo. No ves que estás solita? Pues yo también, etc. etc.

De repente ella se levantó, se sentó en la silla de enmedio y me llamó.

-Mejor siéntase aquí, aquí me lee mejor, siga, siga!

Aunque en aquel sitio la luz me quedaba un poco lejana, yo pensé: Tal vez es para escucharme más claramente. Me senté junto a ella.

"Bluefiels, 19 de Mayo. Querido Amorcito: Hemos estado de fiesta, pero no estoy bien, porque no has venido. Recibiste el radio que te puse? Qué tal has estado? Acordate de tomarte las pastillas y escribirme siempre aunque yo no te escriba, en un tiempito te contesto, etc. etc.

Al terminar otra carta, la muchacha se levantó de nuevo y se pasó a la silla del extremo, quedando una de las sillas en medio de nosotros. Tocando con su mano el mueble, me dijo:

-Siéntese aquí, ¿quiere? Aquí está mejor para leerme . . . 

-Hombré -pensé yo- ahora si me fregué; esta mujer está loca, chocho! . . .

-Leame esta otra carta, sí?

Me pasé a la silla de enmedio. Con el rostro ceñudo, mostrando un franco desgano y con un tono de voz como si leyera una escritura pública, comencé de nuevo, por la novena carta:

"Bluefields, 2 de Junio. Querido Amorcito: No me gusta estar sin saber nada de vos, aquí es bastante aburrido todo y sin vos peor. Mandame un retratito aunque sea, etc. etc.

Ella me animaba con el gesto. Terminé la carta y comencé con un suspiro amargo la siguiente, pero cuando iba por la mitad, la muchacha se levantó y fue a la habitación contigua. Interrumpí la lectura para mientras volvía, más al ratito me llamó:

-Venga, venga aquí, señor! . . .

Fuí con el rollo de cartas y la encontré reclinada en un diván. Tocándolo suavemente y sonriendo, muy cordial -siéntese aquí, es mejor aquí me habló muy quedito.

-Me quiere leer esa otra carta, por favor, ah?

Me senté a su lado y resignadamente comencé por duodécima vez:

"Bluefields, 17 de Junio. Querido Amorcito: Te acordás que lindo aquellos momentos, cuando éramos enamorados y íbamos al "Salazar"….

De pronto interrumpí la lectura y con sobresalto sin alzar los ojos del papel, me dí cuenta de todo en un instante.

Me volví hacia ella y quedamos acechándonos como enemigos que se encuentran de pronto. Mirábame con los ojos muy abiertos. Y qué iba a hacer yo?

El otro

Juan Aburto

Íbamos despacio y ya era bien noche.

- Ve aquel hijueputa que viene allá.

- Ya lo ví, me dijo apretándome el brazo.

El otro se dejó venir. Y ví que era igualito a él; los mismos ojos, el pelito parado, la bocota, hasta el caminado.

Pero venía directo sobre él: ni siquiera se ladió. Se le metió de frente, como sombra. ¡Uno solo se hicieron!

Como despidiéndose, el me gritaba:

- ¡Estoy claro, hermano!...

Yo salí huyendo. Ahí quedó él.

 

El Chechereque

Juan Aburto

El chavalo iba caminando despacio cuando se encontró un chechereque en el suelo.

—Eh, salado —¡yo!, gritó brillándole el ojo y se lo echó a la bolsa.    
                  
Más adelante lo sacó y lo iba viendo. Arrimó el hombro a la pared, cruzó la canilla con la punta del pie doblado y le daba vueltas por todos lados. Se fue juntando la gente al ver el chechereque entre las manos del muchacho, pero no arrimaban mucho, sólo se le quedaban viendo y viendo.

-Debe servir para curar gente –dijo una vieja.

-Tal vez es del tiempo de antes –dijo otro, ¿no ve que es como hecho afuera? Tal vez cayó de arriba.

¡Quién sabe si es atómico!...

-¿Y por qué no le preguntan al guardia?

-¡Ah, ni saben nada! Te rempuja y se lo carga. ¿Que no los conozco?

Pasó un señor de saco. Se asomó por encima de todos.

-¡Ve, hombre! –exlamó-. Dame eso –le dijo al muchacho.

-¡No, es mío!

-Vendémelo, pues.

-Eh, me regañan...

-Vendelo, no seas baboso, ni sabés qué es –dijo un muchacho grande.

El chavalo se fue resbalando de espaldas hasta sentarse contra la pared y encogió las canillas. Zumbó para arriba un poquito entre las dos manos el chechereque, como bolita.

-¡Dale vuelta, papitó! –dijo una señora.

Le dio la vuelta al chechereque y se vio de largo que era así, de lado, y por el otro, algo verdecito; medio borroñoso por debajo, parece que tenía un hoyito quién sabe para qué y uno como dedo pandureco; no se veía bien. La cuestioncita era brillosa y negra de un lado, algo sueva y pesada, y finita, finita. Más bien parecía como manito de tunco, apachurrada y toda quisneta, que hasta que afligía.

-Pero enséñalo bien, niñó. ¡Ve qué muchacho éste!

-¿Y por qué no lo agarra usté, señora? –preguntó un lustrador.

-Yo, Dios me guarde, quién sabe ni qué chanchada es, a saber de dónde lo sacaron...

Una chela de mentiras, riéndose despacito, le dijo en el oído a su compañera:

-Machalá. Que sirviera para agarrar querido, ¿verdá? ¡Ya lo mercábamos!

El grupo de gente iba creciendo, ya parecía mercado.

-Y qué es el gentillal, ¿ah?

-Nada, que están enseñando un chechereque que se hallaron.

-Eh, no me joñan, yo creí que era otra cosa.

-No, hombre, vos vieras, si es distinto, hasta que da quién sabe qué...

El muchacho cuando vio que ya habían muchos, envolvió el chechereque, se lo echó a la bolsa y empezó a apartar gente.

-¡No te lo echés a la bolsa, ve que te puede joder en la canilla!

-Si no hace nada, ¿no ves que no se mueve?

El chavalo salió en carrera. Cuando llegó a la casa, entró cantando:

-¡Eh!, ¡yo me hallé un chechereeeque!...

La demás gente se iba a tomar unos tragos entonces, pero los dejaron por la novedad del chechereque.

-Pasalo, pasalo, ya lo viste vos –se gritaban todos.

-Y para qué andan trayendo esas cuestiones por aquí –dijo la abuela-, ahí se va a salar uno, mejor díganle al padre y ya está, que se acabe eso. Al rato les dio recelo del chechereque, ya no lo quisieron seguir tocando y lo pusieron con cuidadito en una repisa.
-Mejor dejémoslo aquí, no vaya a ser...

A los días dijeron que el chechereque se veía así como que quería echar una florcita. Pero quién sabe. 

El cacho del rey

NOTA: Publicado por el profesor (de Lengua y literatura) y escritor Pedro Alfonso Morales en El Nuevo Diario, el 21 de julio de 2010. Contado por Joselín Salmerón Espinoza, que a su vez, lo aprendió de su madre, la profesora Francisca Eleyda Sánchez Espinoza. Este cuento forma parte del libro inédito "Literatura Infantil en Nicaragua: estudio y antología" del profesor Morales.

Éste era un rey que tenía un cacho en su cuerpo y no le gustaba enseñarlo, porque le daba pena, pues nadie sabía que tenía ese cacho en su cuerpo. El cacho era horrible y terriblemente feo.
 
Una vez un niño lo espió cuando se bañaba el soberano. Entonces, el rey se dio cuenta que el niño lo estaba viendo y lo amenazó con matarlo a él y a su familia si contaba en el pueblo lo que había visto. Así que el niño por miedo al rey se quedó callado muy a su pesar.
 
Pero el niño tenía la inquietud, quería desahogarse y contarlo todo a la gente del pueblo. Se fue al campo, abrió un hoyo y dentro del hoyo gritó tres veces: “El rey tiene un cacho”. Luego, cerró con tierra el hoyo, pero con el tiempo, nació una macolla de carrizos hermosos.

Un día varios niños hallaron la macolla de carrizos e hicieron pitos con sus ramas. Y cuando pitaban, con el pito decían: “El rey tiene un cacho”. Todo el pueblo se dio cuenta del cacho del rey, quien con mucha pena y vergüenza, se mató. ¡Murió por su cacho!

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