martes, 1 de marzo de 2022

Inconcluso

Francisco Bautista Lara

Esta fue, aunque parezca mentira, la veintitrés ocasión en la que se sentaba frente a la computadora a escribir durante casi dos horas el relato. Grabó el archivo electrónico con diligente cuidado, cerró y apagó el equipo.

Hasta ayer, las veintidós ocasiones anteriores la misma historia se repitió como un disco rayado, el mismo resultado, el fracaso, mañana veremos, ante esta variación incorporada, qué pasará con lo escrito hoy.

Todo comenzó el día aquel que para nosotros será el primero. Frente a la máquina, con la pantalla en blanco y el formato listo para digitar los caracteres tecleados, con la cabeza hirviéndole como un enjambre de ideas pidiendo, exigiendo sin ninguna consideración, salir y desahogarse en aquella pantalla iluminada. Así brotó la primera letra, se formó una palabra, se completó una línea, le siguió un párrafo y la primer página dio paso a la segunda, continuó sin detenerse hasta llegar al primer párrafo de la octava hoja en un imparable movimiento de los de dos, evacuando un texto tal y como salía, sin corrección alguna ni acentuación suficiente.

En ese momento las ideas regresaban al reposo y la historia quedaba inconclusa después del desahogo. Se detuvo sin revisar el texto, se dio cuenta que no había final o desenlace, la narración terminaba sin sentido, pero no brotó de su mente y de sus dedos ninguna otra palabra o signo para continuar con el ritmo inicial. Se sintió agotado, dio nombre al archivo, guardó, salió del programa y apagó.

Al día siguiente, casi a la misma hora, encendió, abrió el programa, buscó el archivo, al encontrarlo ordenó abrir, pero únicamente desplegó el título y una hoja en blanco esperando ser llenada de texto. Se lamentó por su torpeza, supuso que aquello había sido una simple omisión, un error técnico que tiraba a la basura el intenso esfuerzo de ayer. Reconstruyó nuevamente en su mente las ideas y trató de escribir con similar ímpetu en idéntico tiempo y contenido llegando nuevamente al primer párrafo de la octava página cuando nuevamente no supo cómo continuar escribiendo, la misma extraña sensación de ayer: desahogo e impotencia, inutilidad y ansiedad. Se sintió satisfecho al menos por haber recordado, cuidó cumplir el procedimiento de archivar y cerrar, lo hizo despacio, sin dar lugar a equivocarse.

El tercer día comenzó con su práctica de siempre. Desayunó, leyó los diarios, respondió los correos electrónicos, se bañó y después se sentó de nuevo frente el ordenador para continuar. Su sorpresa y decepción fue mayúscula cuando, al abrir el archivo, solamente encontró el título sin ningún contenido, una página limpia sin texto. Se inquietó y no supo qué respuesta darse. Un poco desanimado, volvió a comenzar y al llegar al primer párrafo de la misma octava página, cayó en un vacío que lo obligó a detenerse y tomarse un tiempo, sin apagar la máquina, tomó una taza de café negro, salió, dio la vuelta a la manzana, conversó brevemente con un transeúnte confundido que preguntaba por una dirección inexistente o incorrecta; regresó después de veinte minutos. Allí estaba el texto intacto en la luminosa pantalla parpadeante.

El cursor se posesionaba marcando intermitentemente el último carácter tecleado esperando continuar. Releyó los dos últimos párrafos para ver si la lectura le provocaba el impulso para continuar, pero no pudo escribir nada, hubo un bloqueo mental y físico. Entonces archivó, cerró, salió y apagó.

La cuarta, quinta y sexta ocasión pasó lo mismo. Después de ésta, el inexplicable incidente comenzó a causar estragos en su salud y vida rutinaria, le afectó el sueño, cayó en insomnio, permaneciendo con los ojos abiertos durante prolongadas horas nocturnas, el colmo, perdió el apetito. Un movimiento nervioso se apoderó de su pierna izquierda la cual no paraba de mover sin darse cuenta en un nerviosismo inusual. Le aparecieron grandes ojeras y apresuraba sin parar una y otra taza de café, con la consecuente hiperactividad y necia inquietud. Sin embargo no desistió. Fue a buscar un técnico para que revisara el equipo, actualizara el programa, limpiara cualquier virus.

El diagnóstico fue contundente: su equipo funciona bien, no encontró ninguna falla perceptible. Sospechó que alguien, alguno de quienes vivían con él, su hijo, su mujer, algún visitante, amigo o amiga de su hijo, podría estar ingresando escondido en el archivo y borrando precisamente ese. Pero, se preguntaba. ¿por qué ese y no otro? ¿Por qué ahora y no antes? Las dudas invadieron su tranquilidad y opacaron su creatividad.

Todo intento fue inútil. Lo aturdió la desesperación y la sensación de fracaso y vejez. Sospechó que aquella podría ser la última narrativa que escribiría en su vida y si terminaba el texto, terminaba con el punto final su existencia. Pero lo siguió intentando con el impulso de energía y voluntad que le quedaba.

Alguien pensará, ¡es un absurdo!, ¡un imposible! pues nadie intenta tantas veces hacer lo mismo después de cada fracaso, escribir y al día siguiente el texto escrito borrado para volver a comenzarlo. Entonces, amigo lector, amiga lectora, vea su caso. ¿Cuántas veces ha pensado dejar de fumar o beber, hacer una dieta saludable, bajar de peso, asumir nuevos hábitos, dejar de comerse las uñas o sacarse los mocos en público, adquirir la rutina de leer, reordenar los estantes y muebles de su casa, emprender algo distinto, cambiar de estilo de vida, terminar su tesis universitaria, continuar sus estudios, aprender a hacer esto o lo otro y no lo ha hecho? Se ha quedado en el intento o lo ha comenzado y ha desistido a medio camino para volver a intentarlo después. Así que no se asuste de este caso que no tiene nada de extraordinario. ¡Ah, dirá, pero esa cantidad de veces! Un momento, cuente las suyas y hagamos cuentas. Aclaradas las cosas con esta especie de paréntesis, sigamos con el asunto que nos ocupa.

Sintió volverse loco, perdió la noción del tiempo y la repetición, la irrealidad lo adsorbió y pareció lo consumía todo aceleradamente. Sospechó que el título y el texto tratando de rehacer cada mañana, había adquirido vida propia resistiéndose a permanecer vivo, tenía una existencia efímera y se negaba a ser leído con posterioridad por algún extraño, incluso por el mismo autor. Quizás el único fin posible era evacuar las inquietudes efervescentes que en ocasiones es imposible detener, es el desahogo y su expulsión, una vez hecho, nada es posible esperar, el texto era libre y el dueño ya no tenía propiedad sobre él. La vida es una breve narración inconclusa que nunca puede ser escrita a plenitud, tal vez un intento habrá cuando no exista. Hay textos que nunca pueden ser escritos, hay textos que siempre se resisten a ser leídos, hay textos que requieren morir inmediatamente después que nacen, hay textos que, estando muertos, vuelven a nacer.

Hoy, a diferencia de los días anteriores, decidió no volver a escribir lo mismo, redujo la extensión y modificó parcialmente el contenido. Dejó el título de siempre por haber sido el único que nunca se borró, en reconocimiento a su fidelidad. Al día siguiente lo escrito permaneció intacto, por eso lo leemos hoy. Ahora el hombre recuperó la tranquilidad, el sueño, el hambre, la existencia y la creatividad. 

Me enseño a ser hombre

Flakoll/Alegría

El leía su periódico todos los días y hacía lo posible, con la ayuda del Cuyás, por desentrañar el texto inglés del National Geographic. Soñaba con regresar a Nicaragua, al paisaje rudo y azul de su niñez.

-Me formé solo -nos dice clavando en Alfredo los ojos-. Nadie me ayudó, excepto mi tío Gregorio.

-Cállate, viejo -lo interrumpe mamá-, ese tu tío era malo contigo.

-No, Isabel, no hay que ser injusto, con él aprendí a ser hombre. Cuando tenía nueve años -entrecierra los ojos para enfocar mejor el recuerdo-, caminaba un día por la hacienda con mis hermanos y ví parir a una vaca. La ayudamos como mejor pudimos. Me sentí contento al ver el ternerito.

Era color café, con manchas blancas y el pelo húmedo. Pensé qué noble ayuda a traer la vida al mundo. Desde ese momento no se me quitó de la cabeza el deseo de ser médico, ginecólogo, de ayudar a las mujeres a dar a luz. Un día se lo dije a mis hermanos y ellos se rieron. "Que vas a estudiar" me dijeron. "Aquí tenés que quedarte con nosotros, trabajando la tierra".

Al fin convencí a mis padres de que me dejaran ir. "Idiay" me dijo el tío que vivía en León y era fotógrafo. "¿Qué andás haciendo por aquí?" "Quiero estudiar, tío, le dije. He venido a ver si me permite que viva con usted. Tal vez de algo le pueda servir". "Bueno, quedate" me dijo el tío. "Me hace falta un muchacho que me haga los mandados". El tío vivía solo y tenía mal genio -se ríe papá-.

Todos los días a la hora de la siesta me ponía a leerle el periódico y pobre de mí si me equivocaba. A veces amanecía de buenas y me llevaba a pasear con él a caballo. Me contaba de su vida, me aconsejaba que estudiara, que fuera honrado y que ayudara a sacar a los yanquis de Nicaragua cuando fuera mayor.

Otras veces estaba de malas y entonces Dios guarde. "Te pego para que te hagás hombre" me decía. "Después me lo vas a agradecer". Cuando llevé a la vieja a Nicaragua -la señala papá con aire reprobatorio- me costó para que fuéramos a verlo. No quería ni conocerlo.

-Me caí mal por todo lo que te hizo sufrir -dice mamá levantando los ojos de su costura-. No sé cómo no le guardaste rencor.

-Al fin la convencí -prosigue-. Era preciso que el tío Gregorio conociera a mi linda mujer y que viera mi título de médico. ¡Hubieran visto! Estaba feliz como un muchacho.

No -dice papá, clavando en Alfredo los ojos-, le debo mucho. El me compró mi primer par de zapatos y me enseño a ser hombre.

El disimulo

Félix Navarrete

Cuando pasés por la caseta donde está el guardia, pasá silbando, así no sospechará nada. Así le habían dicho al hombre. Llevaba en sus bolsillos informes secretos de la revolución. Llevaba cartas, documentos y mapas, dirigidas a su comandante. Aquella noche la luna brillaba duro, rebotaba contra el follaje y las copas de los arboles. La vereda estrecha, como un fino cuchillo de plata, se extendía antes los ojos del hombre hasta hundirse en la lejana negrura de la noche. Cuando pasó frente a la caseta del guardia, éste lo detuvo.

-Vas a pasar preso. . . le dijo el guardia, haciendo un ademán con el rifle.

-Idiay... y yo porqué ? le preguntó sorprendido el hombre.

-Pues... porque vas silbando -le respondió malicioso el guardia. Aquella noche la luna brillaba duro.

El manuscrito rescatado en alta mar

Félix Navarrete

No la he visto más en cafetines ni prostíbulos, “echando una cana al aire” como acostumbraba decirle a sus amigos de “parranda”, cuando el mejor postor nocturno le endulzaba el oído con un poco de papel moneda, olor a lavanda y algunas historias viejas. Recuerdo su voz a lo “Vicky Carr”, masculina y sensual, acompasada al rasgueo diletante de su guitarra y el obeso vino compartido varias noches bajo el cielo impúdico de Managua.

Cuando la ciudad cerraba sus puertas como dos ojos de ballena enferma, ella danzaba en las entrañas de un “cuartucho” una seca melodía, mientras la música de su cuerpo se consumía con los albores de la mañana. Si alguna vez fue mariposa, leyenda de barriada, o bitácora para locos, lo cierto es que nunca volví a saber de Samanta, la muchacha que una noche se cansó de la provincia y cambió su piel por las escamas, como quien se cambia de nombre y domicilio para vivir otra vida y otras penas.

De esta rara mujer, los pescadores hablan poco y olvidan mucho. Pero cuando baja el sol de sus caras y sube el vino en sus tertulias, comentan que Samanta embosca sus barcos en alta mar, y regala generosa sus carnes y caricias por un poco de papel moneda, licor barato, una tonada desastrosa de guitarra y quizás un par de historias viejas que lejanamente se asocien a su destino y al mío.

(Febrero de 1990)

Ángel

Eugenio Torrez Díaz

Tirado en la oblonga habitación, en donde la humedad lo mantenía tiritando por las noches, recordó el fallido intento de suicidio que lo había dejado como vegetal. Y ahora que había recuperado sus facultades psicomotoras, podía mirar en el tragaluz, la luna en pleno plenilunio, colorada, roja, llena de revelaciones en donde el estupor salpicaba sus ensangrentadas mientes e ilusiones.

Como un espantapájaros, ocioso, y con la conciencia hecha jirones se postraba todas las noches a contemplar el espectáculo, que sólo era real y visible en su febril imaginación, y que como una noria se movía sin cansancio, hasta que el viento interno de las efigies se fugaban al amanecer; ya que el ardiente sol le humillaba su “Yo”, y el alter-ego lo transformaba en una araña o en una sierpe humana. En un hálito de luz que se filtró por el techo miró de nuevo la mañana, sin crepúsculo y sin su aurora.

Al volver a caer el sol, en el negro pizarrón, una estrella se metió por uno de sus agujeros, y por horas contempló al ángel que lo aconsejó, y que como un farolito celestial se acostó con él, cobijándolo con la negra sábana de agua que se avecinaba.

Llovió. La lluvia que en forma de gotero podía ver y sentir en sus desnudos pies lo aletargó. Y haciendo caso omiso a las frías gotas y a la espesa oscuridad, se dio cuenta que la luz del ser como un enorme chorro caía en cada gota color plata, mojando aún más la cruel prisión. Frederick Müller, en aquel metafísico instante con la ayuda angelical pudo al fin mascullar.

“Otra dura y oscura rueda que me gasta la vida hasta convertirla en cósmicos pedazos, que me alimenta el alma. Y el espíritu que pulula en lejanas espirales o primaveras, y que se realiza en el corazón para ser verdad, me recuerda los círculos rotos que mucho han vivido los afanes y aventuras de otros tiempos.”

Enfatizó diciendo para luego agregar con vehemencia ¡Hoy en esta circular cobija sin estrellas u hoyos por donde se asoman los destellos y se perfilan negros nubarrones que me dejan caer sus mojadas lágrimas.

En esta noche con luz angelical y sintiendo el aguacero en mis entrañas el ángel me sana. Porque en este dantesco círculo no se escucha caer el agua. Todo mi amor es para el ángel que me miró nacer, y que hoy me viene a matar o a salvar. Terminó diciendo a la vez que se arrastraba en la oquedad de aquella misteriosa y divina visión.

Los magos enemigos

Ernesto Mejía Sánchez

A la convención anual de magos y similares llegaron dos meridionales andaluces que se odiaron a primera vista. Durante una semana, que un oriental alargó por seis años sin ser sentidos, todos lucharon encarnizadamente por demostrar el poder de sus artes. Uno, llamado el Antropólogo, se devoró a sí mismo, comenzando por los pies, y luego se parió, entero, por la boca. Otro tendió una soga en el aire y durmió allí la semana completa. Se ejercitaron millares de trucos y maleficios, desde la inocente magia blanca hasta la nigromancia más demonial. La lección del pensamiento ajeno llegó a proporciones inigualadas en la distancia y la perversión. Se puede decir que aquel grupo de compañeros de oficio se complacía en el aniquilamiento de sus propias virtudes, como si se tratara de cualquier contingente humano descarriado de la piedad. El acto final estuvo a cargo de los meridionales. Ambos clavaron los ojos en el entrecejo de su contrario, descifrando al instante sus mutuas y no ocultas intenciones: a la vista del público desaparecieron los dos, sin estrépito. Sólo quedaron los turbantes y albornoces en el estrado. Hoy se conservan en un rincón de la Capilla de Ánimas de la mezquita de Córdoba y conceden la gracia de apresurar la desaparición de los enemigos, antes de que termine la misma mozárabe del 31 de diciembre de cada seis años terminados en siete. Esto sucede sólo cuatro veces en medio siglo; mientras tanto, nuestros enemigos han progresado violentamente o uno ha muerto de la misma manera.

El sueco

Ernesto Cardenal Martínez

Yo soy sueco. Y comienzo declarando que soy sueco porque a ese simple hecho se deben todas las extrañas cosas que me han sucedido (que algunos considerarán increíbles) y que ahora me propongo relatar. Yo soy sueco, pues, como iba diciendo, y vine, hace ya muchos años, por una corta visita, a esta pequeña y desventurada república de Centroamérica —en la que aún me encuentro— buscando un ejemplar de una curiosa especie de la familia de las Iguanidae no catalogada por mi compatriota Linneo, y que yo considero descendiente del dinosaurio (aunque en el mundo científico aún se discute su existencia). Tuve la mala suerte de que apenas acababa de cruzar la frontera, cuando caí preso. Porqué caí preso no se espere que lo explique, pues nunca me lo he podido explicar yo mismo satisfactoriamente, por más que he tratado de explicármelo durante años, y no hay nadie en el mundo que lo explique. Es cierto que el país estaba entonces en revolución y mi aspecto nórdico causaría suspicacias, además de que había cometido la im-prudencia de venir a este país sin conocer el idioma. Se me dirá que ninguna de estas razones son causa suficiente para caer preso, pero ya he dicho que no había explicación satisfactoria. Sencillamente: caí preso.

De nada me valió que tratara de hacerles comprender, en una lengua ininteligible, que yo era sueco. Mi firme convicción de que el representante de mi país me llegaría a rescatar se desva¬neció más tarde, cuando descubrí que ese representante no sólo no podría entenderse conmigo, pues no sabía sueco y jamás había tenido la menor relación con mi país, sino que además era un anciano sordo y enfermo, y también él mismo, con frecuencia caía preso.

En la cárcel conocí a gran cantidad de gentes importantes del país, que también acostum¬braban a menudo caer presos: ex presidentes, senadores, militares, señoras respetables y obispos, y aun una vez, incluso al mismo jefe de policía. La llegada de estos personajes, que ocurría gene¬ralmente en grandes grupos, alteraba la rutina de la cárcel con toda clase de visitantes, mensajes, envíos de viandas, sobornos, motines, y hasta fugas a veces. Estas grandes llegadas de presos que había en los días de conspiración modificaba siempre la situación de nosotros los que teníamos, por así decirlo, un carácter más permanente en la cárcel, y de una celda individual —relativamen¬te cómodo— podían pasarlo a uno a una celda inmensa repleta de gente y en la que apenas cabía una persona más, o a un agujero individual en el que también difícilmente cabía una persona, o incluso a la cámara de tortura— si teniendo el resto de la cárcel lleno— estaba ésta desocupada.

Pero digo mal cuando digo la cárcel, porque no era una cárcel sino muchas, y muchas veces se nos cambiaba de una a otra sin razones aparentes, yo creo haberlas recorrido casi todas. Aunque un destacado opositor que estaba preso —y antes había sido una figura destacada del Gobierno— me dijo una vez que la cárcel era una sola; que el país entero era una cárcel, y que unos estaban en «la cárcel» dentro de esa cárcel, otros estaban con la casa por cárcel, pero todos estaban con el país por cárcel.

En estas cárceles es frecuente encontrarse a viejos presos de confianza, que están cum¬pliendo alguna sentencia muy larga por algún crimen, convertidos en carceleros, como también a antiguos carceleros en calidad de presos, y así como importantes hombres del Gobierno a veces caen presos, igualmente ha habido importantes presos de la Oposición que después han pasado a ocupar altos puestos del Gobierno (puedo atestiguar de uno, que estuvo preso en estas cárceles y que, según me han dicho otros compañeros de prisión, aún participó en un atentado, y ahora es Ministro de Estado), pero la confusión se aumenta más todavía con los agentes secretos y espías encarcelados, que uno nunca sabe con certeza si son falsos espías del Gobierno presos por entenderse con la Oposición o falsos presos puestos en la cárcel por el Gobierno para espiar a la Oposición.

A propósito de la Oposición, he de referir aquí lo que uno de los más importantes hom¬bres de la Oposición me confió una vez «La Oposición —me dijo— en realidad no existe, es una ficción mantenida por el Gobierno, como el Partido del Gobierno también es otra ficción. Hace tiempo dejó de existir, pero también a nosotros nos conviene mantener esta ficción de Oposición, aunque a veces caernos presos por ella». Y si esto será verdad o no, no lo puedo asegurar. Pero mucho más extraordinaria revelación —y más increíble— fue la que me hizo, en el más grande de los secretos, uno de los más íntimos amigos del Presidente que —convertido ahora en uno de sus más encarnizados enemigos— estaba preso: «¡El Presidente —me dijo— no existe! ¡Es un doble! ¡Hace mucho tiempo dejó de existir!». Según él, el Presidente había tenido un doble que usaba para los atentados, los cuales muchas veces eran falsos y urdidos por el propio Presidente, para ver quiénes de sus amigos caían en la trampa y liquidarlos (aunque este juego también le resultaba peligroso, además de complicado, porque se prestaba a que verdaderos complotistas simularan con él urdir un falso complot, con el propósito de liquidarlo realmente) y parece ser que un día o fracasaría algún plan del Presidente o tendría éxito alguno de sus enemigos (quizás también con la complicidad del mismo doble —ya fuese por ambición personal para suplantar al Presidente o por defensa propia viendo su vida amenazada en el cruel oficio de doble— aunque los detalles no los sabía o no me los quiso decir mi informante), pero el hecho había sido que el doble quedó en lugar del Presidente, y si todo esto es fábula, o patraña, o la verdad, o una broma, o el desvarío de una mente desquiciada por el encierro, yo no lo puedo decir, ni tampoco supe si la amistad de mi informante, o su traición, habían sido con el primer Presidente o con su supuesto doble, o con los dos.

Como se comprenderá, yo ya había llegado a dominar el idioma, y a adquirir, en la cárcel, un perfecto conocimiento de todo el país, y había tratado íntimamente a los personajes más importantes de la Oposición (y aun del Gobierno, como ya dije), los cuales me hacían confiden¬cias en la prisión que afuera no se hacen a la esposa, ni siquiera a los otros conjurados. Puede decirse pues que la única persona importante del país que yo no conocía era el Presidente. Y aquí empieza lo más extraordinario de mi historia, porque sucedió un día que, estando preso, no sólo llegué a conocer al Presidente, sino que además lo llegué a conocer en una forma mucho más íntima que como yo había tratado hasta entonces a ninguna otra persona de la Oposición o del Gobierno. Pero no nos adelantemos a los hechos.

En un principio, cuando caí preso, estuve repitiendo incansablemente que era sueco, pero al fin lo dejé de hacer, convencido de que así como para mí era absurdo que me encarcelaran siendo sueco, igualmente lo era para ellos el libertarme por el solo hecho de serlo. Llevaba yo varios años en la situación que he referido, y perdidas las esperanzas de que al terminarse el período del Presidente yo me vería libre (porque éste se había reelegido), cuando llegaron a mi prisión unos agentes del Gobierno a preguntarme —para mi sorpresa— si yo era sueco. No sin titubear antes un momento, por lo inesperado de la pregunta y el interés que denotaban al hacerla, les respondí que sí, y al punto me hicieron bañarme, me rasuraron y me cortaron el pelo (cosas que jamás me habían hecho) y me pusieron un traje de etiqueta. En un comienzo pensé que las relaciones con mi país habrían mejorado extraordinariamente, aunque por otra parte tantos preparativos y ceremonias —y especialmente el traje de etiqueta— me produjeron un serio temor, pensando que tal vez me llevaban a matar. El temor se disipó, en cierto modo, cuando descubrí que me llevaban ante el Presidente.

Inmediatamente que llegué se me abrieron todas las puertas hasta entrar al despacho del Presidente, quien parecía que me estaba esperando Al verme me saludó cortésmente: «¿Qué tal? ¿Cómo le va?». Aunque creo que no ponía mucha atención en su pregunta. Antes que yo respondiera me preguntó si yo era sueco. Le respondí con toda decisión afirmativamente, y me volvió a preguntar: «Entonces, ¿usted sabe sueco?». Le dije también que sí, y mi respuesta le complació visiblemente. Me entregó entonces una carta escrita con delicada letra de mujer en la lengua de mi país, ordenándome que se la tradujera. (Más tarde me enteré que cuando llegó esa carta habían buscado inútilmente en todo el país alguien que pudiera leerla, hasta que uno,

afortunadamente, recordó haber oído en la cárcel gritar a un preso que era sueco). La carta era de una muchacha que suplicaba al Presidente le regalara unas cuantas de esas bellas monedas de oro que, según había oído decir, circulaban aquí, expresando al mismo tiempo su admiración por el Presidente de este exótico país, al que le enviaba también su retrato: ¡la fotografía de la muchacha más bella que yo he visto en mi vida!

Después de oír mi traducción, el Presidente, a quien la carta y sobre todo el retrato de la muchacha habían agradado mucho, me dictó una contestación no exenta de galantes insinua¬ciones, en la que accedía gustosamente al envío de las monedas de oro, en generosa cantidad, aunque explicaba sin embargo que ello estaba expresamente prohibido por la Ley. Traduje fiel¬mente a la lengua sueca su pensamiento, con el firme convencimiento de que mi inesperado servicio me proporcionaría no solamente la libertad, sino hasta un pequeño nombramiento quizás, o al menos el apoyo oficial para encontrar la ansiada Iguanidae. Pero como una medida de prudencia, por cualquier cosa que pudiera pasar, tuve la precaución de agregar unas líneas a la carta que me dictó el Presidente, explicando mi situación y suplicándole a mi bella compatriota que gestionara mi libertad.

No tardé mucho en felicitarme por esta ocurrencia, pues apenas había terminado mi trabajo cuando fui llevado, con gran desilusión de mi parte, otra vez a la cárcel, donde se me quitó el traje de etiqueta, volviendo nuevamente a mi triste condición de antes. Pero los días desde entonces ya fueron llenos de esperanza, sin embargo la imagen de mi bella salvadora no se apartaba de mi mente, y al poco tiempo, una nueva bañada y rasurada y la puesta del traje de etiqueta me hicieron saber que la anhelada contestación había llegado.

Así era en efecto. Como yo ya lo había previsto, esta carta se refería casi exclusivamente a mi persona, suplicándole mi libertad al Presidente, pero (y esto también yo ya lo había previsto) yo no le podía leer esa carta al Presidente, porque, o creería que eran invenciones mías, o des¬cubriría que yo antes había intercalado palabras mías en su carta, castigando hasta tal vez con la muerte mi atrevimiento.

Así me vi obligado a callar todo aquello que se refería a mi liberación, sustituyéndolo tristemente por frases aduladoras para el Presidente. Pero en cambio en la contestación galante que él me dictó, tuve la oportunidad de hacer una relación más completa de mi historia, desva¬neciendo al mismo tiempo la idea romántica que ella tenía del Presidente y revelándole lo que éste era en realidad.

A partir de entonces la linda muchacha comenzó a escribir con frecuencia demostrando un interés cada vez más creciente en mi asunto, con el consiguiente aumento de mis rasuradas y baños y puestas del traje de etiqueta, al mismo tiempo que de mis esperanzas de libertad.

Fui adquiriendo así cada vez mayor intimidad con ella a través de las contestaciones que me dictaba el Presidente, las que yo aprovechaba para desahogar mis propios sentimientos. Debo confesar que durante los largos y monótonos intervalos habidos entre carta y carta, el pensamiento de mi libertad (unido al de la maravillosa muchacha que podía proporcionármela) no se apartaba de mi mente, y ambos pensamientos a menudo se confundían en uno sólo, hasta el punto de que yo ya no sabía si era por el deseo de mi libertad que yo pensaba en ella, o era por el deseo de ella que pensaba en mi libertad (ella y la libertad eran para mí lo mismo, como se lo dije tantas veces mientras el Presidente dictaba). Para decirlo con más claridad: me había ido enamorando. Parecerá improbable a los que lean este relato (estando afuera) que uno se pueda enamorar, en el encierro de una cárcel, de una mujer lejana a la que no conoce más que en fotografía. Pero yo les aseguro que me enamoré en esta cárcel, y con una intensidad que los que están libres no pueden ni siquiera imaginar. Pero, para desgracia mía, el Presidente, aquel hombre misántropo y solitario y extravagante y lleno de crueldad, también se había enamorado, o fingía estarlo, y, lo que era peor, yo había sido el causante y fomentador de ese amor, haciéndole creer, con el propósito de mantener la correspondencia, que las cartas eran para él.

En mis largos y angustiosos encierros yo ocupaba lodo mi tiempo en preparar cuidado¬samente la próxima carta que leería al Presidente, lo que me era indispensable, pues éste no permitía que primero la leyese para mí mismo y después se la tradujera, sino que exigía que se la fuera traduciendo al mismo tiempo que leía, y además (fuese porque desconfiara de mí o por el placer que esto le proporcionaba, me hacía leer tres y aun cuatro veces seguidas una misma carta. Y preparaba también la contestación que escribiría, puliendo cada frase y esmerándome en poner en ellas toda la poesía y belleza tradicional de la lengua sueca, y aun incluyendo a veces pequeñas composiciones en verso de mi invención.

Para prolongar más mis cartas fingía al Presidente toda suerte de preguntas sobre la his¬toria, costumbres y situación política del país, a las que él respondía siempre con mucho gusto. Así, él me dictaba entonces largas epístolas, hablando de su Gobierno y de la Oposición y los problemas de Estado y consultando y pidiendo consejos a su novia. Resultó entonces que yo, desde una prisión, daba consejos al Gobierno y tenía en mis manos los destinos del país, sin que nadie ni el mismo Presidente lo supiera, y obtuve el regreso de desterrados, conmuté sentencias y liberté a compañeros de prisión, aunque sin que ellos pudieron agradecérmelo. Pero el único por quien yo no podía abogar era por mí.

Uno de los más grandes placeres de los días de dictado era poder mirar el retrato de ella, que el Presidente sacaba de un escondite, según él «para inspirarse». Yo le pedía que nos enviara más retratos y ella lo hacía, aunque como se comprenderá, todos quedaban en poder del Presidente. Mi venganza consistía en los regalos que él enviaba, que eran muchos y valiosos, y que ella recibía más bien como míos.

Pero un terror había ido creciendo en mí, juntamente con mi amor, y era esa gran colec¬ción de cartas que se había ido acumulando en el escritorio del Presidente, y en las que ya por último ni se le mencionaba a él siquiera, sino de vez en cuando, y eso para insultarlo. En cada una de esas cartas estaba, por así decirlo, firmada mi sentencia de muerte.

El tema de la libertad como se comprenderá es el que predominaba en nuestra correspon¬dencia. Siempre habíamos estado ideando toda clase de planes o imaginando todas las estrata¬gemas posibles. Mi primer plan había sido el de la huelga, negándome a traducir nuevas cartas, a menos que se me concediese la libertad, pero entonces se me condenó a pan y agua, y esto, junto con el suplicio aún mayor de no leer más cartas de ella (que ya entonces se me habían hecho indispensables) quebrantó mi voluntad. Propuse entonces como condición que al menos la ra¬surada y el baño y el buen vestido me fuesen proporcionados en forma regular y no únicamente en los días de carta (lo que era no solamente impráctico sino también humillante) pero ni aun esto me fue concedido, y entonces me hube de rendir incondicionalmente.

Después ella propuso hacer un viaje de visita al Presidente para gestionar aquí mi libertad (plan que tenía la ventaja de contar con el apoyo decidido de éste, quien desde hacía tiempo ¬la estaba llamando con alguna impaciencia) pero yo me opuse terminantemente a esto porque equivaldría a perderla a ella sin lugar a duda (y perderme yo también posiblemente). Mi pro¬puesta, en cambio, de que viniera otra mujer en lugar suyo fue rechazado por ella, como algo peligroso, además de imposible. Otro plan de ella, y que estuvo a punto de realizarse, fue el obtener una protesta enérgica de parte de mi Gobierno y aun una ruptura de relaciones, pero yo le advertí a tiempo que semejante medida no sólo no remediaría mi situación, sino que la empeoraría considerablemente y ya no se volvería a saber de mí. Yo prefería más bien que se tratara de mejorar las relaciones de los dos países, entonces en estado tan lamentable, pero, como alegaba ella con mucha razón, ¿cómo convencer al Gobierno sueco que mejorará sus relaciones por el motivo de que a un ciudadano suyo lo hubieran puesto preso injustamente? Pero la más descabellada ocurrencia, sugerida por un abogado amigo de ella, fue la de exigir mi extradición como delincuente (lo que yo objeté), no reparando que si ya me tenían preso sin motivo, habien¬do una acusación contra mí, el Presidente me daría la muerte en el acto.

Pero no se crea que éramos nosotros los únicos que hacíamos planes, pues todos los pre¬sos (y aun el país entero) vivían todo el tiempo elaborando los más diversos y contradictorios planes: la huelga general o el atentado personal, la acción cívica, la revolución, la alianza con el Gobierno, la rebelión, la conspiración palaciega, la violencia y el terrorismo, la resistencia pasiva, el envenenamiento, la bomba, la guerra de guerrillas, la guerra de rumores, la oración, los poderes psíquicos. Aun había un preso (un profesor de matemáticas) que estaba trabajando en un plan, muy abstruso, de derrocar al Gobierno por medio de leyes matemáticas (concebía una organización clandestina casi cósmica que iría creciendo en proporción geométrica y que a las pocas semanas sería tan grande como el número de habitantes de todo el país, y pocos días más tarde, de seguir creciendo, no serían suficientes los habitantes de todo el globo, pero no tomaba en cuenta que los que no se sumarían a la organización también crecerían en proporción geométrica).

En lo que a mí respecta, un nuevo temor se había venido al agregar a los otros, y era el ver que cada día me iba haciendo más peligroso a los ojos del Presidente, por el gran secreto (jun¬tamente con el sinnúmero de confidencias menores) de que yo era depositario; aunque también era cierto que su amor, real o fingido, constituía mi mayor garantía, porque él no me mataría mientras necesitara mis servicios (pero esta garantía me angustiaba también por otra parte, porque necesitando mis servicios era más improbable que me dejara ir). Y la misma esperanza que tuve en un principio, de que un compatriota mío acertara a pasar, se había convertido ahora en la principal ansiedad, porque el Presidente podría enseñarlo orgullosamente alguna carta, y se descubriría mi fraude.

Estábamos así ella y yo ocupados en la elaboración de un nuevo plan que probara ser más efectivo, cuando de pronto, aquello que más me aterraba y que con todos los recursos de mi men¬te había tratado de evitar, llegó a suceder: el Presidente dejó de estar enamorado. No fue, para mi desgracia, su desenamoramiento gradual sino súbito, sin que me diera tiempo de prepararme. Sencillamente las cartas que llegaron ya no fueron contestadas sino tiradas al canasto, y no se me llamó sino de tarde en tarde para leer alguna, más bien por curiosidad y por aburrimiento que por otra cosa, dictándome después contestaciones lacónicas y frías con el objeto de poner fin al asunto. Toda la desesperación y mortal angustia de mi alma fueron vertidas en esas líneas, y en las pocas cartas que aún tuve la suerte de leer al Presidente, puse a la vez las más apasionadas y ardientes súplicas de amor que jamás haya preferido mujer alguna, pero con tan poco éxito que se me suspendía la lectura a mitad de la carta. Para colmo de desdicha, éstas eran más bien de reproche para mí, por no contestarle, poniendo ella en duda que aún estuviera preso y aun llegando a insinuar que tal vez nunca había estado preso. La última vez, en la que ya ni siquiera se me hizo llegar de etiqueta a la Casa Presidencial sino que en la propia cárcel me fue dictada por un guardia una ruptura completamente definitiva, comprendí que ella, mi libertad y todo, habían terminado y mis postreras y desgarradores palabras de adiós fueron escritas.

El papel que sobró y la pluma me los dejaron en la celda, por si se necesitaba de nuevo alguna carta mía, supongo yo. Y si el Presidente no me mandó a matar porque me quedó agra¬decido, o por si otra persona le escribe de Suecia, o sencillamente porque se olvidó de mí, yo no lo sé (y aún pienso también en la posibilidad de que lo hubieran matado a él —aunque esto es inverosímil— y el que exista ahora sea otro doble). Ignoro también si ella me ha seguido escri¬biendo o si ya tampoco se acuerda de mí, y aún se me ocurre el absurdo terrible de que tal vez ni siquiera existió, sino que fue todo tramado por alguno de la Oposición en el exilio, para burlarse del Presidente o burlarse de mí (o por el mismo Presidente que es cruel y maniático) debido a una costumbre de pensar absurdos que últimamente se me está desarrollando en la cárcel. ¿Me habrás querido tú también, Selma Borjesson, como yo te he querido con locura en esta prisión?

Ha pasado mucho tiempo desde entonces, y ya otra vez perdí las esperanzas de verme libre al terminar el período del Presidente, porque éste otra vez se ha reelegido. El papel que me sobrara, y que ya no tiene objeto, lo he ocupado en relatar mi historia. Escribo en sueco para que el Presidente no lo entienda, si esto llega a sus manos. Termino aquí porque el papel ya se me acaba y quizás no vuelva a tener papel en muchos años (y quizás me queden pocos días de vida). En el remoto caso de que un compatriota mío acierte a leer estas páginas, le ruego interceder por la libertad de Erick Hjalmar Ossiannilsson, si aún no me he muerto.

NOTA: Un amigo mío que estuvo preso encontró este manuscrito en la cárcel, casi destruido por la humedad, debajo de un ladrillo. Parece haber sido escrito hace ya muchos años. Y años más tarde un representante sueco de la Compañía de Teléfonos Ericksson nos lo tradujo. No hemos podido encontrar ningún dato referente a la persona que lo escribió. Yo he publicado el texto como me ha sido dado, haciéndole obvias correcciones de redacción y de gramática. 

El cuento nicaragüense (antología), 1981.

Eva

 Edwin Sánchez

Hembra. Era el término que mejor la describía. Elvira cabía a la perfección en toda la extensión de esa palabra. Podría también festejar su figura con el vocablo de varona. Mejor, Elvira era toda una Eva, critura del Paraíso, del orden del homo sapiens en línea directa de la costilla de Adán, sin pasar en las toscas afirmaciones del profesor Cro Magnon, surgido, sólo él sabe, de alguna caverna, colocado en cadena recta alguna vez interrumpida, de los fósiles encontrados en Francia, digno cazador de mamuts, y mientras percutía la obsidiana para su hacha de mano, poco podía hacer, salvo su presencia, para que nos tragáramos la teología de la evolución, si adelante, en primera fila, como prueba ardiente, categórica de la Creación, estaba ella: quizás nuestro primer pecado verdaderamente original.

Elvira era una moderna Eva que con su lúcido verbo y porte Evaporaba las lecciones del profesor Cro Magnon, que casi ya lo mirábamos pulir osamentas de brontosaurios para fabricar arpones y frotar madera para encender el fuego; pero Elvira calentaba a todos sin necesidad de recurrir a la tecnología de punta de pedernal más avanzada del paleolítico inferior del que hacía gala el teacher, sobre todo de perfil, porque de momento, ella llegaba a monumento; por eso se hacía imposible tener un jade de fe a la quijada no del profe, sino de un su pariente lejano que él se esmeraba en presentar como evidencia, cuando nosotros contábamos con la Evadencia perfecta de que ninguna selección, por muy natural que fuese, terminaría construyendo por sí sola un ser coronado de hermosura: ¿acaso es creíble que lo más delicado, inteligente y bello del ser humano resulte de una larguísima y salvaje competencia a muerte por conquistar los recursos necesarios para la sobrevivencia, en vez de los 41 elementos químicos del barro que ocupó Dios para modelar la vida del hombre a su imagen y semejanza?

El profesor Cro Magnon estaba convencidísimo de lo que decían los científicos, quienes a través del cráneo de cualquier mico podían ver a los primeros antropomorfos, peludos, encorvados, casi bajando de los árboles, con sonidos pedregosos como incipiente forma de dar órdenes, y señalaba con reverencia la mandíbula y un peroné como reliquias de la vetusta teología académica. Sí, eran de venerar, como los restos mortales de algún santo de los enterrados en Roma; persignarse si era posible, arrodillarse ya no digamos, porque las clases de prehistoria estaban forradas de estos artículos de fe: Adán es un mito, Eva peor, el Paraíso ya no digamos, y la Biblia un relato-nacional-hebreo-folclórico-sionista. Lo verdadero y moderno era Charles Darwin, profeta de los simios, su hijo Lord Tarzán y Jorge Luis Borges, santo profano de media docena de monos, que provistos de computadoras con las aplicaciones más avanzadas del Silicon Valley “producirán en unas cuantas eternidades todos los libros que contiene el British Museum”.

Pero Eva llegaba temprano a clases para no perderse los dogmas del profesor Cro Magnon, y era lo que no entendíamos; porque el maestro estaba más seguro de lo que murmuraba, para él, la desdentada mandíbula de su tío abuelo que ya no logró bajar del árbol… genealógico, que de la bárbara elocuencia de aquel espléndido género humano, pues era difícil para todos asumir la fe de monje alucinado del teacher: cómo de un torpe mamífero, peludo, gutural y salvaje -aun con todas las cuentas sacras del rosario de imágenes desde el Australopithecus hasta el Loropithecus, encargado del credo darwinceno-, enderezado a la fuerza en las academias decimonónicas, pudiera provenir una hembra como Elvira, Eva, viviente, varona, mujer, a la que perdimos de vista en el último semestre, sin seguirle la pista de su evolución y en qué quedarían sus bien formadas, no vayan a pensar mal, tesis de entonces, porque se fue y no supimos de ella sino tiempo después...

En la sala de la universidad, Elvira, rodeada de hombres de ciencias, llegaba a exponer su, para variar, monografía. Estaba invitado a su presentación, a la que asistí por el puro gusto de encontrarme de nuevo en el filo de la exquisita contradicción generada por ella misma en medio de los apologistas más pentecostales de la evolución. Pensé que al cabo de los años, nuestra tempranísima e irrefutable síntesis empírica contra el naturalista inglés llegaría decidida a asumir lo que en realidad le sobraba: ser la encantadora sentencia final contra la religión de nuestro homínido docente.

Ahí estaba la más solvente obra maestra de la Creación sobre la faz de la Tierra, que mostraba una por una, ¡oh, Dios mío!, ¿qué pasa?, las gráficas oportunas de aquel eslabón que podría explicar, sin recurrir mucho a la poesía científica, de dónde provenía la humanidad. Me asusté por sus afirmaciones, aunque hacía tiempo la gente prefería mejor las mentiras bien hechas que las verdades mal contadas. Mantenía su fresco semblante y seguía siendo hembra en todo lo que cupiera de imaginación en esa palabra. Eva, Elvira, varona, criatura viviente, razonaba sobre la relación íntima entre el medio y la necesidad del ser. Desempacó la teoría de Lamarck, la función crea el órgano y la herencia fija el cambio en los descendientes. En ese orden, el origen del hombre sería el pensamiento de los monos. Eva, Elvira, varona, escultura del Paraíso, criatura máxima de la primera página del Génesis, había mordido la manzana prohibida ofrecida con devota paciencia por el sapiente, que, demostrado quedaría, no se anduvo por las ramas.

Al terminar, en medio de ovaciones y cáscaras de banano del examen, vi, en primera fila, al viejo profesor Cro Magnon asintiendo con un ya familiar movimiento de quijada, lo que decía su prehistórica pupila. Al lado del teacher también tres monitos movían la jupa y aplaudían a mamá.

Fray Gerundio

 Edwin Yllescas

Es un personaje histórico, dijo Fray Pablo, pero que al final logró vencer las argucias del demonio. Hizo su confesión pública y vino aquí donde dijo querer olvidar su pasado y cambió su nombre por el de Gerundio porque dijo que él había sido como ese personaje de la literatura y de la flagelación, porque sentía que no sólo merecía los treinta y nueva flagelos aplicados a Nuestro Señor, sino setenta veces treinta y nueve. Él mismo dice que durante su mundo se las pasó gerundiando o sea persiguiendo, encarcelando, torturando, desapareciendo, ejecutando y excavando (fosas comunes).

Ahora lleva el gerundio consigo dice él, como una cruz. En el mundo se llamó... En ese momento entró Fray Gerundio y Fray Pablo, obedeció a una señal de éste y diciendo con permiso, salió de la habitación; luego nos dijeron que si queríamos llegar al embarcadero, antes del anochecer, teníamos que apresurarnos y que Fray Pablo lamentaba no poder despedirnos. Así que me quedé sin poder saber con certeza el nombre verdadero de Fray Gerundio. Pero quizás los que lean el reportaje lo adivinen.

Fray Pablo me dijo también que muchos no habían creído en su confesión por haber sido hecha en el año electoral pasado y que lo motivaba el hacer creer a los ciudadanos que su partido tiene pacto con el diablo y que por temor muchos votarían por ellos, ya que la gente tiene más miedo al Diablo que a Dios. Algunos se convencieron de esto hasta que lo vieron vestir el hábito.

Nota: Cualquier semejanza de personajes vivos y muertos con los de esta fantasía, llena de anacronismos es, desafortunadamente, pura coincidencia.

El agua fiesta

Eduardo Zepeda-Henríquez

“-Con muy buen sentido, nuestro pueblo, ante la celebración del cumpleaños y la del santo, prefiere la última. -Ambas son aniversarios, porque tienen una periodicidad anual. Pero mientras el santo se refiere estrictamente al nombre, el cumpleaños está relacionado con el número. En aquél lo característico es la conmemoración bautismal; en éste, el hecho de vivir un año más, lo cual, en definitiva, significa contar con un año de vida menos. El primero es una devota repetición onomástica; el segundo, en cambio, una variación de años correlativos. En fin Dionisia, el uno contribuye a identificarnos, y el otro nos va haciendo distintos, al menos en el aspecto”.

Así,  rematando con volátil ironía,  reflexionaba  Don Eduardo Henríquez, al dirigirse a su cuñada, Doña Dionisia Robleto Duarte, arrebolada y doncellil, quien era una segunda madre para las hijas del matrimonio Henríquez Robleto, y a quien, por lo mismo, las cuatro jovencitas llamaban Mamá Nicha. Igual que todos los  años,  ese día, 13 de Octubre, el caballero festejaba su santo, rumbosamente, en compañía de la familia cercana, incluida una buena representación de sus 22 miembros arraigados en el humedal de Chontales.

Noventa años después, Don Eduardo se habría extrañado, sin llegar al asombro, de que en nuestro tiempo predomine  entre  los  nicaragüenses la celebración del  cumpleaños,  y, sin duda,  él hubiese achacado tal cambio al creciente laicismo en las costumbres. Sin embargo, el propio dueño de casa, paradójicamente, añadía entonces al significado litúrgico de aquella celebración en el día de San Eduardo, confesor, un elemento cívico: el recuerdo inoxidable y emotivo de cuando Nicaragua se vio felizmente libre de un usurpador, de un comandante guerrillero llamado William Walker, y liberándose de él hasta borrarle de la galería de Presidentes de la República; dignidad que el aventurero se había otorgado a sí mismo. El caso es que, exactamente un 13 de Octubre, y siendo aún muchacho Don Eduardo, aquel tiranuelo e invasor tomaba Granada, a la vez que el barrio en que residían los Henríquez.

En tal fecha, el señor Henríquez solía contar a sus invitados algunos milagros de su Santo Patrono, como el de que a éste se la había aparecido San Juan Evangelista en figura de pordiosero, y no llevando dinero consigo aquel santo rey (al igual que todos los reyes), a pesar de que ese dinero se acuñaba con su perfil o su sello, entregó al supuesto mendigo el anillo que era símbolo de la realeza. Pero, superada con creces  esa prueba de  amor al prójimo,  el Apóstol San Juan, por ministerio de unos peregrinos, devolvió el anillo a su dueño, el rey, con el recado o la gracia de anunciarle la fecha de su muerte.

Las lecturas de Don Eduardo no eran ordenadas, aunque sí habituales. No se quemaba las pestañas, pero casi. Una de sus materias predilectas era la hagiografía, así como la exégesis bíblica. Y tenía siempre a mano la Biblia de Torres Amat y la del Padre Scío, además de obras devotas como los Opúsculos de  San Buenaventura o las Epístolas de  Santa Catalina de  Siena. Pero sobre todo, consultaba el Año Cristiano del jesuita Jean Croisset,  en la versión del Padre Isla. Allí encontraba diamantes  como las visiones  que  había tenido San Eduardo,  con los ojos de  la carne,  del propio Dios  encarnado; lo mismo que  aquellas profecías del santo rey; sus raros vaticinios de lo distante, más que del futuro: unas predicciones en el espacio, y no en el tiempo.  

Cierta vez, refería el caballero, en su fiesta onomástica de aquel año, y ante la insistencia de las señoras y los muchachos, dispuestos a escucharle con no menos interés que atención, Eduardo III divisó en la calle a un inválido, que reptaba penosamente hacia la iglesia. Y el soberano piadoso, quien justamente iba a misa en ese instante, llevó a cuestas al pobre, que en el acto se puso “bueno y sano”, dando gracias al Cielo y proclamando también las virtudes heroicas del rey anglosajón. Don Eduardo igualmente cantó viejas  tonadas  al rasgueo de  la guitarra,  exhibiendo a un tiempo su habilidad con algunos sones punteados. Se hallaba tan contento, que podía decirse que “bailaba sin son” y, desde luego, sin apurar una sola copa: aunque allí se ofreciera champaña, vino moscatel, ponche de frutas, el cual empezaba a ser conocido popularmente como “bole” (quizá corruptela de “bowl”), y chicha de coyol, por supuesto para la muchachada. El festejado era abstemio, y apenas probó su copa a la hora del brindis. Eso sí, nunca rechazó a quien quiso beber con él, y, más de una vez, ante la insistencia machacona de alguien avispado o “a media asta” (dicho con acrobática metáfora nicaragüense), vació la copa, pero haciendo que el vino resbalara por la barbilla y por dentro del cuello duro, de pajarita.

Y llegó  la hora del baile, que  era especialmente la de los  cuerpos jóvenes. La hora de dar vueltas a la manivela del gramófono con bocina (aquella “victrola” de La voz de su amo); la de hacer girar el disco de ebonita, y la de seguir el compás de los valses, con sus movimientos astrales de rotación y traslación. Pero ese día se bailaron con preferencias aires más animados, como la polca y el pasodoble, acaso porque a la juventud “le va la marcha”, según se dice ahora. Al final, acabaron bailando todos con todos, trenzando los pasos y haciendo figuras de caracol, de cadena y de puente; a pesar de que ya comenzaba entonces a oler a naftalina cualquier reminiscencia de las danzas corteses.

Se bailaba, naturalmente, en la sala de una casa “colonial”, de sobria arquitectura y de una sola planta. Así, en la misma habitación principal, sus dos puertas (la de afuera y la que daba al interior), una frente a otra y con postigos altos, establecían una comunicación de aire entre la calle y el patio central de la casa, ajardinado. En aquel tiempo, todas las ciudades nicaragüenses “estaban” en el campo, porque vivían exclusivamente en función de este, y también por su aldeana pequeñez. Pero ese ruralismo se hallaba compensado por tener dichas ciudades, como la Granada de nuestra historia, jurisdicción propia (y hasta nostalgia de capitalidad estatal), minorías influyentes en toda la nación, tradicional urbanidad y peculiar decoro urbanístico. Y conviene repetir, para el caso, que las puertas del hogar de  los Henríquez  eran  verdaderas “puertas al campo”,  y  las  cuales,  como ciertas flores, se mantenían abiertas para dar paso a la brisa mañaniega o a la vesperal, cerrándose apenas a la luz solar más embravecida y, ya con plena clausura, a la hora en que la marea del sueño subía hasta los párpados de Don Eduardo y los suyos.

Pero,  en aquel momento preciso,  la onda  expansiva del  jolgorio se  propagaba todavía...., cuando, de pronto, un olor fétido y penetrante inundó la casa entera, haciendo que todos los presentes salieran a la calle impetuosamente, como en una estampida. Era la inconfundible seña de identidad de una mofeta (el zorrillo o zorro meón nicaragüense) lo que “aguaba” la fiesta, y precisamente por aquello de “hacer aguas”. En tanto que Don Eduardo Enríquez Gutiérrez, conservando su buen humor y valiéndose de una creencia de origen campesino, decía con voz alzada, pero con el tono característico de dar una broma a los jóvenes. –¡Todo el mundo, a respirar hondo, que es bueno para los pulmones!

La dama del horóscopo

Eduardo Estrada Montenegro

(Esta es la historia de una mujer que toma decisiones de su vida con base a una especie de horóscopo menstrual, que heredó de su abuela, método utilizado por generaciones, y que un amigo suyo logra finalmente descubrir. La última predicción había sido su muerte y estaba tan convencida de ello que regresó al viejo pueblo donde había nacido.)

Hace muchos años conocí a una bella y linda mujer de piel acanelada, de tratos suaves y de ojos negros, como su cabello, con rayos plateados al natural, diríase canas, pero como tenía un poco más de 25 años, no eran de vejez, sino de herencia. Y le venían en mucha gracia y se combinaban con su sonrisa de puro corazón y sus manos hermosas y suaves.

Helena había regresado a su antigua provincia, debido al hastío que le producía el bullicio de la ciudad moderna, la continua fiesta, el licor y las drogas. Quería paz. Y alquiló una hermosa casa colonial, con amplios corredores, y un jardín con plantas diversas, entre las que se destacaban hermosos helechos que colgaban de los aleros del corredor de la vieja casa de paredes de adobe y techos de tejas con sabor a barro.

Vivía con sus dos hijos, pues se había separado, recién llegaba a la ciudad, pues su esposo no soportó la monotonía de aquella provincia, con sus muchas iglesias coloniales, su vetusta y musgosa catedral, y especialmente en Semana Santa, con sus múltiples procesiones y santos de tamaño natural que sacaban por las principales calles de la ciudad.

Una vez que pasaba por su casa, vi a su hermoso perro negro con sus orejas gachas, peludo, galante y una vez visto el perro, miré hacia dentro de la casa y ahí estaba ella, con su hermosa cabellera negra y hebras plateadas, sus ojos también negros, pero iluminados y su cuerpo esbelto, vestido con una blusa negra y un pantalón crema.

-Hola, hermosa, señora --le dije, tal como la había tratado siempre.

-Hola, caballero --me respondía--. Pase adelante....

Y desde luego que me agradaba estar con ella, compartir un rato de la mañana calurosa, en la sala principal de su hogar.

Siempre me interrogué por las causas de su traslado de una ciudad floreciente a un pueblo viejo y tradicional como éste --del cual no diré su nombre para no ofender a sus habitantes.

Y entonces me aventuré a interrogarla a fondo.

-Sé que te viniste por el hastío de la ciudad, que querías paz en tu corazón y encontrarla en tu pueblo natal, donde naciste y no en el extranjero.

-Ya veo que no te das por vencido --me dijo sonriendo.

-Sí, a decir, verdad, no me doy por vencido.

Luego hubo un largo silencio, yo temía que se hubiera disgustado, pero su silencio era una lucha entre decirme su secreto o seguirlo ocultando.

-Por mi parte, te prometo guardar el secreto --dije, interrumpiendo el silencio profundo que se había formado en aquella hermosa casa colonial.

-Ah, como creerte, apenas hace unos meses nos conocemos…

-Mi bella señora --le contesté muy serio mirando a sus ojos--, dígame usted cuando he fallado a mi palabra. Mi amistad y cariño hacia usted ha sido firme.

-Guardar un secreto vas más allá de la amistad, pues siempre hay tentación de contárselo a otra persona…

-Puedo arrodillarme, si quiere…

-No, no es necesario…

-Entonces, por favor, dígamelo que desespero…

-Bueno, hace muchos años hago uso de una especie de horóscopo menstrual.....

-¿Horóscopo menstrual? –-exclamé perplejo.

-Sabía que te iba a extrañar y sorprender… y hasta te ibas a burlar de mí.

-No, no…para nada, estoy abierto a toda experiencia -–le repliqué con amabilidad.

-Bueno, eso espero…porque esto no se lo he contado a nadie.

Mientras me advertía sobre su secreto, yo seguía con la interrogante de qué jodido era ese tal horóscopo sexual o menstrual, y cómo una mujer como ella, culta, inteligente y de buenas maneras, podía guiar su vida con base a supersticiones. ¿Pero a caso la humanidad no ha vivido siempre así?, me dije a mí mismo, y en eso estaba cuando al punto esencial de esencial del tan difícil secreto que había arrancado casi con súplicas.

-La vida no es fácil, Ernesto. Y cuando tus tradiciones religiosas no te dan respuestas, a veces se recurre a otras opciones, y mas cuando este recurso, es heredado de tus abuelos. Y sus predicciones se cumplen.

En verdad seguía atónito, pues desde mi adolescencia creí haber superado mis creencias religiosas y supersticiones, de hecho había sido hasta ateo militante, y aunque había superado esa actitud recalcitrante, seguía firme en mi visión científica del origen del universo y del hombre….Todo estos pensamientos se me venían a la mente mientras la escuchaba, pero cuando sentí que finalmente iba a darme detalles de secreto, fui todo oído.

-Cada vez que menstruo, consulto mi horóscopo menstrual.…

-¡Helenaaaa…! –exclamé--. En verdad no lo puedo creer…

Después de disculparme por mi exabrupto –no podría calificarse de otra manera-- e insistir para que continuara con su relato, me narró que cuando era una adolescente su abuela, una viejecita de unos 80 años, la llamó a su cuarto y le dijo:

“Me querida Helenita: Quiero compartir con vos un viejo secreto que heredé de mi madre que está en el cielo y que me ha servido en toda mi vida, en las buenas y en las malas, y gracias a lo cual pude sacar adelante a la familia. Sé, mi hija querida, que ya estás preparada para tener hijos y por eso quiero darte un regalo que se ha transmitido de generación e generación.

“Tomá este papel que contiene lo que te puede suceder según el día en que te toque menstruar, consúltalo con paciencia y sabiduría y verás que podrás enfrentarte a los males de este mundo y las acechanzas del demonio.

“Hija, el mundo está lleno de maldades. Gracias a estas reglas, podrás saber si te vendrá buena o mala fortuna, si serás feliz en el amor, si tu esposo te es infiel, si tendrás buena o mala salud, si alguien quiere hechizarte o embrujarte.”

Poco a poco Helena me fue contando su historia, estaba como en un trance, erguida, con los ojos ligeramente cerrados, y sus manos cruzadas. De repente abrió sus ojos y como atónita, me dijo que le apenaba mucho haberme contado su historia, que ella misma no se explicaba como podría practicar algo tan irracional, pero que casi siempre le daba resultados.

Una vez que menstruó el 7 de mayo de 1975, el papelito arrugado y sepia de su abuela le advirtió que su pareja le sería infiel. Y la predicción fue efectiva, tanto así, que se divorció. Otra vez se le anunció fortuna y se casó con un hombre próspero con quien recorrió medio Mundo, y después le predijo que una enfermedad terrible visitaría su hogar y quedó viuda con dos hijos.

Cuando me contó rápidamente todo esto, de inmediato me rasqué la cabeza y busqué alguna teoría que me permitiera rebatir sus afirmaciones.

-Es pura coincidencia –enfaticé--, deben ser predicciones muy abiertas vos lo interpretás a tu manera.

-No, Ernesto, mi madre murió después de una predicción que tuve el 25 de Mayo de 1978.

Y así me contó uno que otro suceso que estaba relacionado con el famoso horóscopo menstrual. Dándome por vencido, al final le interrogué:

-¿Y por qué has regresado a esta ciudad provinciana?

Hizo una leve pausa y con sus ojos lagrimosos, me dijo:

-Ahora me ha anunciado la muerte y quiero morir en mi pueblo.

Me quedé viendo sus grandes ojos fijos, su boca pequeña y graciosa, pintados de rosa. Tomé sus manos y le dije que contara conmigo que yo siempre iba a estar ahí, como amigo, apoyándola. Para combatir sus supersticiones, quise mas de una vez tener acceso a su horóscopo menstrual, pero nunca quiso mostrármelo ni decirme las 31 predicciones que contenía.

Cuando me la encontraba, al menos una vez por mes, siempre le preguntaba:

-¿Y ahora qué?

-Me viene un nuevo amor.

-¿Y la muerte qué?

-Se ha dejado de repetir, y a Dios gracias, todo me predice un nuevo amor.

-¿Y el papelito?

-Lo he roto, quiero vivir el presente y me he conformado con el amor que me anuncia.
Muchos meses después volví a visitarla, y ahí estaba su perro negro en el umbral de la casa de puertas altas con sus orejas gachas y en la sala ella, con su eterna sonrisa y, a su lado, un caballero que me miró con recelo.

Amar hasta fracasar

Hay escritos curiosos que se han hecho con el lenguaje. Versos que se pueden leer al revés y al derecho, guardando siempre el mismo sentido,...