lunes, 28 de febrero de 2022

El negro Simón

Fernando Centeno Zapata

-AGÁRRENLO, agárrenlo. El ladrón, el ladrón, no lo dejen escapar.

La criatura tierrosa y vestida de harapos se abría pasos desesperadamente entre la muchedumbre que en pocos minutos se había reunido para cerrarle en paso. La mujer que así gritaba le señalaba desde lejos:

-Ése es, sí, ése es; se acaba de meter en mi casa y me ha robado. No lo suelten hasta que venga la policía.

Pero la policía no llegaba y el pequeño ladronzuelo hacía esfuerzos desesperados para deshacerse de aquellas miles de manos que le aprisionaban y de aquellas miles de voces que le echaban maldiciones.

-Tiene por qué ser así -dijo alguien-, si es el hijo de una ladrona.

-Su madre es una ladrona –dijo otro.

-Su padre es un borracho que no sabe ni los hijos que tiene –gritó un tercero.

Y siguieron las voces y los gritos:

-Le haríamos un bien si le damos una buena apaleada para que se acuerde de ella toda su vida.

-Ya que los padres no le reprenden démosle hasta que se muera.

-Ya no le tiene miedo ni a la policía.

-Y qué le va a tener si está curtido. Ha estado más de cien veces preso.

-Démosle palo. Que pasen la verguetoro.

-Que lo desnuden para que sepa lo que es castigo.


Entre gritos de alegría y de burla, la muchedumbre empezó a desnudar al ladronzuelo.

Le quitaron totalmente los harapos, en los harapos no llevaba nada oculto. El flaco cuerpecito lleno de cicatrices quedó al descubierto. Totalmente desnudo fue difícil para la muchedumbre sujetarlo y el pequeño rapaz logró la ocasión para desprenderse de las manos que lo aprisionaban.

La muchedumbre salió tras él. Las voces, los gritos y las maldiciones le iban dando alcance.
-Agarren al ladrón, detengan a ese bandido.

-No lo dejes escapar que se lleva mis prendas, me ha robado.

En medio de la muchedumbre un hombre corpulento se abrió paso. Era un negro cargador de bultos conocido por toda la muchedumbre.

-Paren, paren –gritó alguien-, ya el negro Simón le va a dar alcance.

La muchedumbre se detuvo. Los gritos de entusiasmo continuaron:

-Ahora sí.

-Ahora no se escapará.

-Ya lo agarró.

-Que viva el negro Simóooonnnn.

-Que viva el negro Simóooonnnn.

-Que vivaaaa.

-Así se hace negrito, dele duro, arréele palo a ese maldito.

-Vamos Simoncito, pórtate como hombre, así se hace.

-Viva el negro Simóoooonnnn.

-Vivaaaa.

La muchedumbre se acercaba entusiasmada hasta el lugar en que el negro Simón castigaba salvajemente, o hacía que castigaba salvajemente, al pobre ladronzuelo. El negro Simón era incapaz de matar a nadie, menos de maltratar a un niño, pero el negro Simón hacía que castigaba al pequeño ladronzuelo con su grueso torzal que se había desenrollado de la cintura.

La muchedumbre seguía lanzando gritos histéricos.

El negro Simón tomó por los cabellos al ladronzuelo y presentándolo a la muchedumbre que lo rodeaba, como quien presenta un trofeo, le gritó:

-Aquí tienes al ladrón, ya está castigado.

El muchacho manaba sangre por la boca, era sangre que le había hecho manar la muchedumbre; cuando el negro le atrapó, ya el pequeño ladronzuelo manaba sangre.

El negro era incapaz de hacerle daño a nadie. Todos los niños querían al negro. El negro era amigo de todos los niños pobres y desamparados. El negro les daba consejos a todos los muchachos que caminaban por la senda del mal.

Pero el muchacho manaba sangre por la boca y cuando el negro le soltó de los cabellos, el cuerpecito débil y desnudo y lleno de cicatrices, se desplomó o hizo que se desplomaba.

La muchedumbre dio un paso horrorizada.

Alguien gritó:

-Este negro bandido ha matado al muchacho.

Todo fue oír aquello para que la muchedumbre rodeara al pobre negro. Todos estaban en silencio, todos tenían caras terribles, todos amenazaban al negro con los puños, todos enseñaban los dientes, todos querían ser los primeros en caer sobre el negro.

El ladronzuelo logró la ocasión para evadirse.

El negro Simón se fue poniendo pálido en medio de aquel círculo de ojos amenazantes, le comenzó a temblar el cuerpo, comenzó a sudar copiosamente, quiso reaccionar, pero no tuvo fuerzas para enfrentarse a la enfurecida muchedumbre, que continuaba en silencio, cerrando pulgada a pulgada su círculo de muerte.

El negro ya no se movía, estaba pálido, por instinto hizo un ademán amenazador. La muchedumbre cayó sobre él y lo aplastó.

Cuando llegó la autoridad todos se dispersaron.

El parte fue lacónico: “No hay culpables, lo mató la muchedumbre”.

Limosna de un ciego

Fernando Centeno Zapata

No era aquella tarde lo mismo que las otras, ésta tenía un sabor amargo, nublada, serena, con sus árboles quietos y sin pájaros; de vez en cuando caía una llovizna y asomaban transeúntes por las avenidas. Allá lejos se oía una música de contorciones y, envueltos en sus notas, los gritos de unos borrachos.

Yo contemplaba desde el balcón a unos pobres chicos jugando en la calle: se tiraban lodo, se restregaban sus caritas dejándose huellas de tierra, se golpeaban sin compasión, pero no lloraban, uno de ellos lanzó con toda su fuerza un pedazo de lodo, el lodo fue a dar en el rostro de una mujer que pasaba, la mujer, peor vestida que ellos, se deshizo en improperios y cargoles de maldiciones, los chicos al verla, primero se quedaron como clavados en el suelo, luego se corrieron, la mujer les seguía con sus maldiciones.

Me bajé del balcón y seguí la calle, en realidad no me explicaba por qué me había bajado del balcón y menos aún por qué había dejado de contemplar la tarde; allá en lo alto el espectáculo de la mujer echando maldiciones a los niños que corrían era sencillamente interesante, pero de pronto sentí un impulso extraño, el impulso de hacer algo, pero algo nuevo, algo extraordinario que dejara en mí una huella perenne, imborrable, precisa, tuve intenciones de arrimarme a la mujer que hacía huir a los chicuelos y abofetearla, tomarle de los cabellos y hundir su rostro en el lodo podrido que salía de una miserable casucha, pero de pronto pensé: nada voy a ganar con eso, que siga echando maldiciones a las pobres víctimas inocentes, después de todo, me dije, ellos ya van lejos y no la escuchan.

Seguí caminando; a medida que avanzaba, mis reflexiones llegaban a montón: si había bajado del balcón con la idea de hacer algo extravagante, ahora la idea de que yo siempre había sido un hombre pacífico, de que nunca me había siquiera atrevido a matar una mosca, ni a protestar cuando en la mesa hacía falta el azúcar, ni cuando el lustrador se quedaba con la vuelta, me hacía volver sobre mis pasos. Pero la verdad era que bajé de mi balcón con un afán; tal vez aquellos gritos histéricos de la mujer me hicieron salir a la calle, o la carrera de los muchachos hizo nacer en mí algún recuerdo de la infancia, o la estúpida música me hizo seguir hacia cualquier punto, todo es posible, pero hay algo que en esta tarde me impulsa a hacer algo distinto.
Ciertamente que siempre he sido un hombre pacífico, pero yo conozco a muchos hombres aún más pacíficos, que de pronto se volvieron peligrosos, es que sintieron, como yo estoy sintiendo ahora, esa desesperación de hacer algo, pero algo extraordinario, sintiéndose con el alma envenenada, con el impulso de un grito que les asfixiaba, y corrieron hacia el encuentro de lo desconocido, como locos, capaces de hacer cualquier cosa, pero hacerlo, hacerlo cuanto antes. De repente pienso que es verdad que el demonio se mete en la carne del hombre.

Sigo caminando sin rumbo....

Al doblar una esquina un pobre ciego me sigue con una mano estirada, sobre su mano temblorosa hay unas pocas monedas, unas pocas monedas que delatan su angustia y denuncian su tragedia, yo le miro y pienso: si en vez de darle una limosna (la limosna no tiene para mí ningún sentido práctico) le arrebato las pocas que tiene a descubierto, ¿esta acción no sería algo rara? y más interesante aún, las maldiciones que me eche, pero, y si después de escucharle, se las doy de nuevo, él no sabrá que fue el mismo que le acaba de robar, y entonces recibiré sus bendiciones y esto último me hará volver en paz conmigo mismo.

Me paro frente a él, le quedo mirando a los ojos, sólo veo en ambos una sucia nube blanca, no parpadea, me mira fijo, con ojos de estatua griega, paso mis manos muy cerca de ellos, se las acerco aún más, hasta donde puedo, y compruebo que en realidad su ceguera es total; cuento lo que tiene en la mano, me digo: lo que sea no importa, no se trata de quedarse con el dinero, sino de experimentar algo nuevo, algo extraordinario, sigo acercándome, vuelvo a ver a todas partes, no viene nadie, el pobre siego como si adivinara mis pensamientos, abre aún más su mano, da un paso hacia adelante y me dice con una voz dulce que me hace volver en mí: Si las quieres, hermano, puedes tomarlas....

La tarde seguía serena, nublada, amarga, con sus árboles quietos, sin pájaros.....

A la prueba me remito

Fernando Centeno Zapata

CABO GARCIIAAA —gritó el ordenanza desde la puerta del cuartel—, aquí una mujer quiere verlo.
Del interior llegó una voz ronca y áspera: QUE PASE. Y pasó la mujer acompañada de una muchacha que cifraba entre los 16 y 17 años.
 
—Señor Comandante, le dijo la mujer, al tiempo que tiraba con su mano derecha a su hombro izquierdo, una punta de su rebozo, yo vengo para que se me haga justicia.
 
El Cabo García, que simulaba escribir una nota sobre una mesa que le servía de escritorio, sin alzar la vista y sin volver a ver a la quejosa, contestó malhumorado:
 
—Hable que la escucho y me lo dice en cuatro palabras.
 
La mujer habló —mi hijita, mi comandante, mi hijita, es víctima de una calumnia, ese desgraciado hijo de la Juana Renca y del ladrón de su querido, anda diciendo en todo el pueblo que se ha acostado con mi muchachita, y eso no es cierto, no es cierto. Mi muchachita, y no es que yo lo diga, no ha tenido hombres, si es la que me ha salido más honrada, pues que las otras, qué se yo de ellas, pero de ésta sí y no voy a permitir que ningún desgraciado barra con ella las calles del pueblo.
 
El Cabo García dejó el lápiz y dirigió la mirada sobre la muchacha. Esta bajó la cabeza. El Cabo la recorrió de arriba abajo, era bonita, bien formada, bajo su blusa un poco desteñida, se asomaban sus senos ansiosos de emprender el vuelo. La muchacha, como si sintiera el calor de la mirada del Cabo, no subía la vista, no hacía ningún gesto; sólo sus dedos, como avergonzados, trataban de encontrarse y sus labios temblaban al morderse entre sí nerviosamente.
 
El Cabo, cuando hubo terminado de examinar a la muchacha, se dirigió a la madre y le preguntó con intención maliciosa:
 
—Y qué: ¿qué quiere que haga yo? ¿Qué pruebas tengo yo para asegurar que su capullito es una virgencita y que no se ha acostado con el hijo de la Juana Renca? ¿Qué prueba me da —le repetía con dureza—. ¿Quiere usted que yo meta al muchacho en la chirola y que en después a mí me hagan el clavo?
 
La madre volvió a ver a la muchacha y esta volvió a ver a la madre, como para pedirle su consentimiento; luego habló:
 
—A la prueba me remito, para eso usted es la autoridad, le repuso la madre con cierto timbre de orgullo, lo que yo quiero es...
 
El Cabo no dejó que la madre ofendida terminara de hablar.
 
—A la prueba me remito —le dijo—, ya veremos...
 
La mujer buscó en su rededor un lugar para sentarse. A pocos pasos del escritorio del comandante, estaba un taburete, allí tomó asiento, se cruzó los brazos y sin moverse, en aquella actitud estoica, esperó el resultado de la prueba.
 
El cuartel, que daba a la plaza, formaba también parte del edificio principal de la ciudad. Por una puerta y dos ventanas entraba hacia el interior del edificio la radiante luz del trópico. Una de las piezas del cuartel servía de despacho al Comandante, la otra de dormitorio para la guarnición que no pasaba de tres alistados, más al fondo estaba la covacha del Comandante y un poco más adentro la celda en la que se metía a los malhechores y picaditos domingueros.
 
El Cabo ordenó a los alistados que habían presenciado la escena, que salieran de su despacho. Cuando se vió solo, la mirada a la muchacha y con un gesto indicó que lo siguiera. La muchacha volvió a ver a la madre y la madre con otro gesto le dio su aprobación.
 
El Cabo entró a la covacha, tiró un par de botas que estaban sobre el catre, recogió una ropa sucia y la tiró al suelo, tomó otra ropa planchada y la puso sobre un cajón, luego sacudió la frazada. La frazada era su orgullo, lo había acompañado durante su vida de soldado y la cuidaba más que a su revólver. La muchacha le seguía con la mirada y esperaba sumisa la orden del Comandante.

El Cabo, cuando hubo tenido limpio el lecho se sentó para quitarse los zapatos, luego se puso de pie para desvestirse hasta quedar desnudo. La muchacha no se movía. Él la tomó del brazo, intentó quitarle el vestido, pero la muchacha se opuso y así con todo y ropa se acostó. La muchacha no reía, ni lloraba, ni se ruborizaba o a lo mejor lo estaba, pero su color no le permitía el lujo de exteriorizar sus sentimientos.


El Cabo se arrojó brutalmente sobre la muchacha, la muchacha quiso gritar pero el cabo le puso la mano sobre la boca, eso fue todo. La muchacha se levantó, se bajó el vestido, con la manga de la blusa se restregó unas pocas lágrimas que a la fuerza le habían salido de los ojos y salió de la covacha.
 
El Cabo, viendo su frazada manchada de sangre, sólo se le ocurrió exclamar: ¡JODIDO! esta hija de puta ya me manchó la frazada y ahora sin agua en este maldito pueblo. Indignado y furioso echando rayos y centellas se vistió a toda prisa.
 
Cuando la madre vio llegar a la muchacha se puso de pie y le preguntó: YA..., y la muchacha le dijo que sí con la cabeza.
 
—¿Y QUE DIJO? —le volvió a preguntar la madre, la muchacha se encogió de hombros.
 
Cuando el Cabo llegó, la madre de la muchacha le quedó viendo con una mirada escrutadora, como queriéndole decir: ¿Y AHORA QUE ME DICE SU AUTORIDAD?
 
El Cabo, con voz áspera y ronca, gritó para que alguien le oyera:
 
—A capturarme a ese hijueputa hijo de la Juana Renca y me lo ponen a lavar mi frazada.
 

La mujer le sonrió agradecida. 

El sargento

Fernando Centeno Zapata

EL SARGENTO esperó que la gente estuviera dormida, que la plaza se llenara de sombras, que la torre de cal de la iglesia se hundiera en el silencio, que todo ruido callara.
 
Sólo quería oír bien claro el reloj de la torre. Era un reloj extraño que repetía las horas, como cuando el alma repite los remordimientos. El reloj dio las doce. A los cinco minutos volvió a repetirlas. Las doce campanadas tenían un sonido agudo, punzante, y por algún tiempo quedaron colgadas vibrando en el espacio.
 
El Sargento dejó de pasearse, estaba nervioso, tembloroso, como gato asustado. No había dormido esperando esa hora, no pudo dormir. Los celos que sentía por Juan Emeterio le hacían mantenerse en pie.
 
Se oyó una voz que dijo: “Ya es hora Sargento”
 
¡Mejor que no hubiera llegado esa hora!
 
El Sargento ordenó: Saquen al reo...
 
Y sacaron a Juan Emeterio, o mejor dicho, sacaron un bulto que llevaba las manos atadas, amordazada la boca, sin camisa, descalzo; sobre la frente unas quedejas donde ya se le había cuajado la sangre. Los ojos ya no eran ojos y por ellos se le escapaban los gritos.
 
Las calles de la ciudad estaban tétricas, oscuras; por algunas ventanas semi-abiertas se colaba la tibia luz de una vela. El cielo estaba hosco. Una estrella solitaria, insignificante, denunciaba que había cielo; no soplaba viento y los árboles estaban inmóviles, como soldados presentando armas.
 
El reo caminaba empujado, los soldados le iban volando. La calle era larga. La única calle del pueblo.
Un soldado iba adelante, se asomaba a los claros de las avenidas, y luego daba orden de seguir; el Sargento iba detrás y daba la orden de partir. El reo tropezaba con las piedras, pero a fuerza de puntapiés lo hicieron llegar a la orilla de la alambrada de púas que rodeaba el cementerio. Un perro aulló y luego el aullido, como un cuchillo de espanto, partió en dos el silencio de la noche. Las tumbas se crecieron y las cruces abrieron aún más sus brazos angustiados.
 
Cerca del cementerio, estaba el “matadero”, la patrulla dio un rodeo para no oír el lastimoso grito de un degüello.
 
¡El Sargento podía arrepentirse!
 
Se oyó el disparo, un disparo seco y largo que se desenvolvió como un hilo de metal profundo, y se prendió en la noche y se amarró a la profunda oscuridad. Un disparo tan fino que llegaba a las alcobas de los soñolientos habitantes, abrieron estos los ojos, no oyeron otro, y siguió el sueño.
 
El reo cayó en la fosa como pudo, sin hacer resistencia, y como cayó lo dejaron y así le echaron la tierra.
 
El Sargento ordenó que la patrulla se reconcentrara al cuartel.
 
El más joven de los soldados lloraba.
Cuando cayó el primer aguacero, la tierra se hundió en la fosa, y tierra y cuerpo dibujaron la silueta de Juan Emeterio. Había caído arrodillado.
 
El pueblo se persignó frente al difunto, el cura le echó agua bendita, volvieron a rellenar la sepultura, y le pusieron la cruz.
 
El Sargento fue transferido.

La poza cebada

 Fernando Centeno Zapata

I

EL VIEJO Chente en la puerta de su rancho se rascaba el pensamiento con los dedos de la imaginación, y su imaginación como un vehículo desbocado, seguía rodando por el desfiladero impreciso de la duda...

El rancho se inclinaba sobre el hombro del viejo y el viejo se inclinaba bajo el peso del rancho. Algunas bocanadas de sol denunciando el día, se metían ya entre los árboles. Estaba amaneciendo. Cuando el viejo Chente bostezaba le salía humo por la boca.

Sobre un tapesco: Claro, Nicolás, Tránsito, y Chentío, comenzaron a desperezar sus miembros, como un gran pulpo que se estira y que se encoje, después de digerir la presa del sueño.

La Tránsito, escarbaba la ceniza para encender el fuego y con el fuego encender el puro. Por las mechas colgantes del rancho goteaba el sereno. Llegaba imperceptible el líquido rumor del río. Temblaba en los cristales del aire el canto alegre de los pájaros. Reía la soledad del llano.

II

Chente y sus hijos eran “rilleros”. Tiraban las pozas de los ríos y tras el tiro tiraban el cuerpo al agua. Los cuerpos salían derritiendo agua y de las manos derritiendo peces. Esa era la tarea de todas las semanas. Chentío era el único que no se tiraba al agua; se quedaba afuera y se encargaba de amontonar y seleccionar los peces a medida que iban saliendo; Laguneros-Mojarras-Barbudos-Guapotes, todos los iba colgando de la vara, y cuando los hombres salían, ya sólo era de cargar, y viaje...

La mujer en el pueblo vendía los pescados. Los de mejor precio eran los laguneros, le seguían los guapotes y en tercer término estaban los barbudos. Las mojarras tenían muchas espinas. Con una “vendida” a la semana tenían para el resto de los días, que los pasaban sin hacer nada, simplemente monteando o visitando los ranchos vecinos, que como su rancho alineaban su pobreza de basura con una indiferencia extraña.

Chentío era el único que no salía de su rancho, o mejor dicho, sólo se atrevía a ir al rancho más cercano, el de los Pérez. Allí iba a jugar con la Micaila, otra chigüina que como él no arrimaba a los trece; pero la Micaila era avispada e inquieta y ya se le veían sombras de sexo jugueteando en su débil cuerpecito.

Ellos jugaban con una inocencia campesina, sencilla como el valor de los pájaros, o como la caída de una hoja, pero jugaban, y sin que nadie los cuidara, porque eran chigüines, se iban a bañar al río. Los chigüines comenzaban por desvestirse sin malicia. Luego se volaban arena. La Micaila se corría, la seguía Chentío; después tomaban agua de la corriente y se pringaban. Entonces sus cuerpecitos se estremecían, se recogían como un suspiro, y para no sentir frío, se tiraban al agua.

Con arena se restregaban el cuerpo, ella a él le hacía cosquilla en la espalda, y él a ella, le pasaba las manos por los senos que apenas se asomaban con timidez nerviosa. Los días corrían como el agua, sin detenerse, sin pensarlo. El viejo Chente y sus hijos seguían tirando pozas y la mujer vendiendo los pescados en el pueblo.

III

Venía la Cuaresma. El viejo Chente estaba cebando para ese entonces la poza del “Mata Palo”. Se iba oscurito, llegaba sin hacer ruido y comenzaba a silbarle a los peces: fuuuuuuus fiiiiís, fuuuuuuus, fiiiiís y luego le tiraba la ceba: pedacitos de rana, mazamorras, pescado seco, guayaba mascada, a la guayaba no le hacían mucha entrada. Los peces con el silbido se dejaban venir y el viejo Chente abría los ojos de tanta hermosura. Era una poza rica en guapotes y laguneros, él ya casi los tenía contados, ¡y la poza estaba tan escondida entre las ramazones que nadie se había fijado en ella! El viejo Chente calculaba que con “aquello” comería por lo menos un mes, y que todavía tendría para vender.

Era allá por el mes de marzo. El viejo Chente, previendo que los peces se fueran buscando el lago, porque ya la poza se estaba secando, le había hecho su “tapón”, en fin, todo estaba listo para el gran día. Sus hijos no se imaginaban siquiera aquella “guaca”, y, cuando el viejo les llamó para que se alistaran porque iban a tirar la poza, ellos seguían estirando sus miembros como un gran pulpo después de digerir la presa del sueño. El último en levantarse fue Chentío, había llegado muy noche.

A las sombras mañaneras se juntaron las sombras alineadas del viejo Chente y sus hijos; primero cruzaron el llano, luego la montañuela y al fin llegaron. En silencio se sentaron esperando que aclarara un poquito más, siempre las orillas de los ríos son perezosas en levantarse. Claro alistó la candela para hacer dos tiros, era ésta siempre la tarea de Claro; Nicolás partió un tuquito de mecha y le puso el fulminante, ésta era siempre la tarea de Nicolás; Tránsito y Chentío, cebaban la poza y el viejo Chente se preparaba para el tiro.

Todos se desnudaron. El viejo Chente tomó el medio tiro, le puso el tizón de su puro y se oyó un BOOOOOOmmmmmm, hueco y seco, vieron voltearse las primeras sardinas; dejaron que saliera un poquito de humo del agua, para evitar el dolor de cabeza que da la dinamita, y se lanzaron. Minutos después sacaron las cabezas, tomaron “juergo” y volvieron a hundirse.

Los peces les pasaban por las manos, por los ojos, se les restregaban en el cuerpo, pero no podían atraparlos: estaban vivos, muy vivos... Salieron de la poza jadeantes. Sin hablar, el viejo Chente, tomó el otro tiro, le puso el tizón de su puro y se oyó una nueva detonación. BOOOOOOmmmmmm. Nuevas sardinas se voltearon, y ahora tras el BOOOOOOmmmmmm, que se oyó más hueco y más seco, se lanzaron al agua.

Pero los peces esta vez estaban más vivos, se burlaban de ellos, se dejaban agarrar y luego les saltaban de las manos. El viejo Chente atrapó un lagunero “madre”, pero también le saltó golpeándole la cara. Volvieron a salir jadeantes y cansado. No hablaron.

Chentío hacía rayas en la arena. El viejo Chente no dejó que se vistieran. Desnudos los puso en fila, tomó su cutacha y les dijo:

“Más de alguno de ustedes tiene mujer preñada y agora me van a decir la verdá o los mato a todos”, y blandió la cutacha. Chentío, que hacía siempre rayas en la arena, salió a toda carrera sobre el tambor del llano….

El señor alcalde improvisa un discurso

Fernando Centeno Zapata

TENIA más de diez años de ser Alcalde del pueblo. Llegó a ser Alcalde porque era buena gente, y el vecindario, que le conocía desde muy atrás, firmó actas y más actas, hasta que lo nombraron Alcalde. No sabía firmar el nombramiento, pero sabía poner una “X” y eso era suficiente.

A los 30 días de haber tomado posesión de la Alcaldía, recibió la primera invitación para asistir con sus hombres al Congreso Nacional donde se discutiría una ley muy importante sobre la profilaxia, y él tenía que ir para defender los derechos de sus conciudadanos.

Fue entonces cuando se dio a hacer un esmokin negro, y así con esa indumentaria asistió al Congreso. Cuando regresó a su pueblo, llegó con el esmokin puesto y un periódico en donde había salido retratado. Era de los primeros de la barra.

Y el esmokin, desde aquella época memorable, sólo salía para fechas solemnes: entierros, velas de amigos y funciones en la iglesia.

El Alcalde, en los diez años de estar con aquel cargo, había aumentado unas 30 libras, pero el esmokin era el mismo. No había perdido tampoco su color porque no había tenido para qué lavarlo.

Así llegó el señor Alcalde a la vela de su compadre Chente acompañado de su comitiva, saludó a todos los presentes, se dirigió al lecho donde estaba estirado el cuerpo, levantó el pañuelo que le cubría el rostro, retrocedió un poco, se volvió más sereno, como era costumbre en casos semejantes dijo algunas palabras que nadie las oyó y volvió a taparle la cara.

La Juana Sánchez estaba lista para llevarlo a la mesa que se había reservado para el señor Alcalde pero él prefirió antes de ir a sentarse, porque sabía que si se sentaba difícilmente se volvería a levantar, hasta que lo llevaran cargado, decir unas cuantas palabras en memoria del difunto.

—Juana —llamó el Alcalde, dirigiéndose a la Juana Sánchez—, necesito un taburete o una banca fuerte para treparme a hablar.

—Aquí la tiene señor, ¿otra cosa? —contestó la Juana, al instante.

—Un trago Juana.

—Aquí lo tiene señor, ¿otra cosa?

—Otro trago Juana.

—Aquí lo tiene señor, ¿otra cosa?

—No, con eso tengo.

El Alcalde, en sus viajes a la capital, había aprendido mucho o mejor dicho había oído muchos discursos, y él, naturalmente, poco a poco se fue quitando el miedo, pero en el pueblo oír hablar al señor Alcalde era algo extraordinario.

Subido el señor Alcalde en el taburete, que había sido colocado frente al difunto, se estiró un poco la levita, tosió, volvió a ver de reojo a todos los veleros que se habían arrimado para escucharle y, señalando al difunto con el índice quedó así, como si hubiera entrado en profunda meditación: ¿Cómo comenzar aquel discurso? Él había hablado en cabildo abierto muchas veces y sabía que allí se comenzaba diciendo “Queridos Conciudadanos”; había hablado para los del campo y usado: “Queridos Compañeros”; había hablado para los cuatro obreros y artesanos del pueblo, y comenzando; “Camaradas”; había una vez ofrecido una copa de champán en el club del pueblo a un personaje que llego a visitarle, y le había dicho: “Ilustrísimo Señor Diputado”, pero ahora la cosa era distinta, tenía que quedar bien con el difunto, y con los amigos del difunto, y lo más delicado aún, no resentir a las mujeres del pueblo que estaban llorando a Chente.

Por fin, dándose cuenta que en aquella posición de espera, había pasado varios minutos, comenzó:

“Querido hijo —señalando siempre al difunto—. Así quería verte”. —Recogió el índice con violencia, se cruzó las dos manos sobre el pecho, de la fuerza que hizo tronó el esmokin, abrió luego las manos violentamente, y siguió su discurso dirigiéndose al muerto.

“Allí está Chente Cruz, vos Juana lo conociste, dicen que uno de tus hijos es de él, vos Pancho, también fue tu mandador; vos comadre Rosa, por él te dejó tu hombre; vos Nicolás dicen que fuiste el de la herida, aquella herida que le dieron en la nalga, y que nadie supo quién había sido, en fin todos conocimos a Chente Cruz; gozamos en las velas con sus chiles, ahora estamos gozando de su vela. Así es la vida, él nos desvelaba con sus serenatas y nos ponías arrechos cuando andaba picando pero Chente Cruz era un hombre bueno, bueno como este pueblo, y aunque era liberal, era ante todo, hijo de este pueblo.

Bueno, agora ya está muerto. Que descanse el pobre Chente.

¿Cómo murió? Por bruto. ¿Quién lo mandó montar el toro más bravo que nos mandaron de San José? Naide.

¿Quién le dijo que lo montara? Naide.

¿Quién puso en duda su valentía, como para que el bruto demostrara lo contrario? Naide.

Pero ya murió y que Dios lo tenga en sus manos. Ois Chenté: que Dios te tenga en sus manos.

Agora todos vamos a beber; ¿por qué? porque él también bebió por nosotros, y nosotros los del pueblo así pagamos.

Aquí falta mucha gente a quien Chente le hizo favores. ¿Por qué no han venido? porque son hipócritas. Prefieren estar en la iglesia golpeándose el pecho y confesándose con el Cura que estar acompañando al difunto.

Chenté, ¿me estás oyendo? Peor para vos. ¿Sabes lo que estoy diciendo? que la niña Jacintita, la Esmeraldita, la Esmeralda y los otros más debieron estar aquí, con vos, porque vos los serviste a tiempo. Vos sabes porque te digo esto, ¿Verdá que sabes Chenté?

Bueno, compadre Chenté, aquí estamos los que estamos, ya te dije estas cuatros letras, hoy voy a beber hasta cagarme, por vos, por que fuiste un buen amigo, un buen compadre, un compañero, un camarada como dicen en la capital.

Siento tu partida, mi corazón me está golpeando el pecho; quisiera llorar Chente por tu ida, pero los Alcaldes no lloran. Que lloren los demás, tienen que llorar por vos porque fuiste un buen hombre con las mujeres, con la Juana, con la Tránsito, con la Pola, con todas, y también un buen hombre con los hombres. Un buen amigo.

Si Chente, abrí los ojos, y verás que todas están llorando tu partida; que la Pola se ha atacado. Que dichoso sos Chente, que has venido a morir a tu pueblo”

El Alcalde calló de pronto, luego con toda ceremonia continuó:

“En nombre del pueblo, te doy el pésame y te declaro nuestro huésped de honor. He dicho”.

El pueblo aplaudía y aplaudía y se oyeron algunos “Viva el señor Alcalde”. “Viva el señor Alcalde”.

“Viva el mejor orador de la comuna. Vivaa”.

El señor Alcalde dio un salto del taburete al suelo, buscó a la Juana y le dijo cuando la vio llorando;

Dejate de chochadas Juana, por eso no se llora, traeme un trago.

Aquí lo tiene señor, ¿otra cosa?

Otro trago Juana. Y te vas a atender al cura que ay viene.

La Juana Sánchez

Fernando Centeno Zapata

Con la noticia de la defunción de Chente, la primera en llegar fue la Juana Sánchez. Era la primera en llegar a todas las velas del pueblo. Ya se tratara de un muerto rico que de un muerto pobre.

Cuando el muerto era un rico, la Juana Sánchez era la primera ayudante en la cocina; cuando se trataba de un muerto pobre la Juana Sánchez se encargaba de todo: recibía a la gente, la acomodaba, mandaba a prestar bancas, los taburetes, las mesas, mandaba a todos sus hijos a hacer la invitación para la vela, y ella personalmente, se encargaba de andar de casa en casa, para alistar al difunto.

Para la Juana Sánchez aquello era una profesión que la había heredado de sus antepasados. Toda su familia se recuerda en el pueblo: su madre, la Antolina; su abuela, la Petrona; todas tenían esa fama, pero como la Juana Sánchez, no había otra en sus antepasados. Eso lo decían las más viejas del pueblo y a la verdad que tenían razón.

Esta maravillosa mujer era la única en su género; mientras las dueñas del muerto lloraban su desamparo, ella alistaba la vela; mientras los gritos desgarrados de los familiares ponían torozón en el pecho de los veladores, ella animaba a todos con su energía; mientras todos los ascendientes y descendientes del difunto entraban en desafíos plañideros, ella, aquella estoica mujer, anda de arriba abajo, preguntando a los veleros si se sentían contentos.

Cuando la Juana Sánchez sabe que Chente ha muerto, deja todo lo que tiene que hacer, ella jamás tenía nada que hacer, y le ordena a sus hijos: “Vayan mis hijos a invitar a los vecinos, ya saben cómo tienen que decir”. Y los hijos menores que eran cuatro, el menor ocho años, se dividen la tarea y van de casa en casa:

—Buenas noches don Vicenté, dice mi mamita que ya murió el difunto Chente, que lo espera para la vela.

Y don Chente responde: —Cómo no mijo, hay llegamos.

—Buenas noches ña Paulitá, dice mi mamita que ya murió don Chente, que le invita pa la vela y que si tiene un cafecito que lo lleve.

—Bueno mijo, poray llegamos.

—Buenas noches don Alcaldé, dice mi mamita que no se olvide llegar temprano, que ya murió el difunto.

—Ta bien mijo, decile que ya me alisto.

—Buenas noches don Pancho, dice mi mamita que como usté fue patrón de Chente, que no se olvide de mandar alguna cosa.

—¿Que ya murió pues?

—Sólo una vez don Pancho.

—Poray llego, pues.
Y así, casa por casa los hijos de la Juana Sánchez iban haciendo la invitación para la vela del difunto, tan luego que hubieron terminado de recorrer hasta el último rancho, se regresaron al velorio.

La gente estaba llegando poco a poco, la Juana Sánchez se había hecho dueña del muerto, ella se encargaba de recibir a los vecinos y acomodarlos, los vecinos, sin saber por qué, le daban el pésame al entrar: “Siento mucho Juaná por la muerte del difunto...

Y ella contestaba: “No hay de qué mialma. Gracias compadrito”.

Cuatro candiles de carburo iluminaban la vela, y a la orilla del muerto varios cirios proyectaban la luz sobre su rostro.

Con las primeras del pueblo que llegaron, la Juana Sánchez organizó la vela.

—Vos hacés el café, pero un poco ralo para que nos ajuste; vos, atendés al Alcalde cuando venga y a los que vengan con él; vos cuando venga el cura me llamás; vos, te pones a rezarle, que te ayude la Chepa y la Toña; vos me vas a conseguir leña; vos me repartís el guaro y yo me quedo en la puerta a recibir lo que manden. ¿Estamos?

Todas menearon afirmativamente la cabeza.

—Pues al grano, pues.

Comenzaron a llegar las primeras ayudas.

—Buenas noches ña Juanita, aquí manda mi madrinita este pan para el difunto.

—Muchacha bruta, para la vela.

—Y dice que le mande el azafate.

—Buenas noches ña Juanitá, aquí manda mi papacho este café para don Chente.

—Muchacha ijuepuerca, se dice para la vela.

—Buenas noches, ña Juanitá, aquí manda este guaro para los veleros, y dice mi papacito que le mande la botella.

—Que viejo más pinche, este jodido, sólo que el guaro me lo eche en el culo...

Y así la Juana Sánchez estuvo recibiendo toda la noche los presentes que enviaba el vecindario y haciendo la debida repartición; sus hijos eran los ayudantes a quienes ordenaba:

—Ve Juan, llevá esto a la cocina.

—Pedro esto llévalo para la casa, pero que no te vellan.

—Vos Cletó, llévale esto a mi comadre Moncha y que me lo alce, que ella ya sabe. Y cuidado con irlo destapando, que te mato.

—Vos baboso, andá decile al Alcalde, que ya hay bastante gente que lo estamos esperando.
—Comadre Elvirá —le gritó a la cocinera—, no me reparta nada hasta que llegue el Alcalde. Dígale a la comadre Pola, que si el difunto quiere más velas que le ponga otras, debajo de su cabeza está el paquete que mandó la niña Jacintita.

—Ta bien comadre, agora voy.

—Comadre Juliá, venga a estarse un rato al recibo, que quiero ir a rezar un rato, pero me avisa cuando llegue el Alcalde.

Antes de ir a rezarle al difunto, la Juana Sánchez hizo un recorrido por la vela.

—Cómo va compadre, ¿le van ganando? Ah compadre, Ud. ya no tiene ojos para ver ese par de ases.

—Comadre bruta, ya me echó a perder mi juego.

Seguía a la otra mesa, después de dejar rabiando al primer compadre.

—¿Y cómo va ese toro rabón, muchachos?

—Pregúntale al coime ña Juana.

—Haber esta jueventú, de qué se está riendo tanto.

—La Micaila, ña Juana, que nos acaba de contar un chile, que es para miarse de risa.

—Bien, bien, las velas son para gozar, en cuanto rece vengo pa que me lo cuenten a mí.

—Si ña Juana, venga, no se olvide de nosotros.

Y las risas juveniles de aquel grupo de muchachas se confundían con el lúgubre rezo de la rezadora, ésta era la única, que a juzgar por la apariencia, tomaba la cosa en serio.

A las nueve en punto de la noche, llegó el Alcalde acompañado del señor juez, del Síndico Municipal y de los principales del pueblo.

Cuando el Alcalde llegó toda la gente se levantó, la Juana Sánchez, que estaba junto al difunto, ayudada de la rezadora, levantó al muerto un poquito para que viera que su vela iba a ser con Alcalde y que saludara a la autoridad.

El Alcalde correspondió aquel saludo del difunto Chente con una respetuosa reverencia. 

La quema

 Fernando Centeno Zapata

“Los soles” estaban tan bajos que la tierra ardía como un mechero. La tierra grietosa no aguantaba más, y abría sus profundas heridas de barro. Por esas heridas respiraba un baho caliente.

Un pochote solitario se afanaba en darle sombra de esqueleto a un borrico, que se espantaba “la calor” con las orejas; por los ojos le salía la morriña. El borrico tosía y babeaba como un motor en ruinas; su cabeza, un péndulo sin norte, por los hijares le sudaba la tristeza.

Los conejos, inquilinos morosos de los matorrales, veían pasar el correo transeúnte del viento, que les dejaba noticias de angustia. Por entre las negras heridas de las grietas los corales, hembras y machos, pintados de arco iris, bebían sol por la hojita menuda de su lengua mortífera.

Las arañas, pulpos de negro barro que no llegaron a la costa marina, espiaban los cascos de las bestias. Allá, en el altito, se planeaba la quema. El viento soplaba de Sur a Norte y la emoción dormía tranquila en el pecho de los quemadores. El sol dolía la cabeza y nublaba la vista. El sol caía perpendicularmente y se bajaba por la savia de los árboles a quemarle sus raíces.

Era el momento: el viento fuerte, sol caliente y el monte seco, ardiente, tostado, con sed y calor en sus hojas y temblores en su cuerpo. Los hombres que llevaban un tizón de ocote, con un canario de fuego en la punta, comenzaron a picotear el monte con la llamita, y el fuego corría y ellos también corrían por la amplia ronda; se encontraron en el extremo opuesto y dando un rodeo bajo el humo, regresaron al altito.

Su primer “tarella” había terminado. Agora ispiaban. Desde el altito vieron la silueta del borrico: era el mañoso, el rompe cercas, el animal del vecino que no tiene ni pá reí y tiene demonio dañino. El borrico, como un tirabuzón de nervios, quería meterse en el corazón del pochote.

Mientras los quemadores “chileaban” el fuego tronaba, bramaba, quebraba los arbolitos tirándolos a su terrible hoguera. Las llamas corrían como locas, brincaban, saltaban, volvíanse para atrás a buscar nuevas víctimas; en las hondonadas sonaban sus terribles matracas de hojalata y subían a los árboles altos por los secos bejucos a buscar los nidos de los pájaros.

Los murciélagos volaban y caían como pájaros ahumados, y los pájaros caían y volaban reventando luciérnagas en el aire. Las columnas de humo eran blancas, negras, azules y se hacían nubes rojas en el cielo.

El pobre borrico corría sin Norte, como alma que se le lleva el diablo, ardía como un rancho de paja, saltaba como una liebre y chillaba como una mona herida; brincaba, pateaba, hacía maromas de trapecista en el aire, y por último, pegó la cabeza en la cerca del alambre y se deshizo en brasas.

Los quemadores rieron a carcajadas. La huerta quedó como un carbón inmenso. El fuego puso fuego a las viejas rencillas del vecino, quemándole parte del chagüite. La quema había terminado. El sol bajábase por la escalera de la tarde, hundiéndose en la roja piscina del crepúsculo. Carne de conejo asada comieron aquel día sin joderse.

Amar hasta fracasar

Hay escritos curiosos que se han hecho con el lenguaje. Versos que se pueden leer al revés y al derecho, guardando siempre el mismo sentido,...